Querido diario,
Hoy, mientras la nieve cubría la calle de Lavapiés con su manto blanco, decidí que este será mi último atardecer, y lo viviré con la dignidad que me queda. Contemplo a Begoña, la gata de la primera planta del edificio de ladrillos, y le deseo una vida larga y llena de sol. Luego, me acurrucaré junto a su ventana y me perderé en mis sueños, sin volver jamás.
He sobrevivido a tres inviernos consecutivos, y no es exagerar decirlo: para un gato callejero, esa resistencia roza lo milagroso. En nuestras calles, pocos felinos logran tanta longevidad.
Nací en una vivienda modesta, al lado de mi madre, una gata que confiaba en los humanos. Pero la vida cambió de golpe. Los dueños del piso sufrieron un trágico accidente de coche y, con ellos, su hijo mayor, Juan García, que detestaba a los gatos y, junto a su perro guardián, se propuso deshacerse de los invitados. Sin pensarlo dos veces, echó a toda la familia felina a la calle.
El primer invierno se llevó a todos: la madre, los hermanos y las hermanas. El hambre los atrapó, el frío los congeló, los perros y los coches los arrastraron. Sólo yo, un pequeño gatito anaranjado, quedé con vida.
Me encontró el conserje del edificio, Don Carlos. Decir que lo encontró es quedarse corto: simplemente avistó mi diminuto cuerpo tembloroso, lo apartó de la madre, lo arrastró al sótano y lo dejó bajo las tuberías de calefacción que escurrían calor. Allí me alimentó durante todo el crudo mes.
Así fue como sobreviví. No tuve nombre; me llamaba el gato del sótano. Por la ventana rota del sótano me escabullía al exterior, aprendiendo la dura escuela del callejero: esquivar a los perros, evadir a la gente, buscar comida entre los contenedores y engañar al hambre.
El segundo invierno llegué solo. El conserje anterior fue despedido por una borrachera; el nuevo, un hombre severo, dejó de alimentarme, aunque al menos no me cerró la ventana. Con ese pequeño respiro, pasé el invierno bajo el calor de las tuberías, aprendiendo a defender mi territorio y mi panza.
El tercer invierno fue el más cruel. Todas las ventanas del sótano fueron selladas. ¿Dónde refugiarme? ¿Cómo escapar del hielo nocturno?
Tuve que buscar otro escondite. Los sótanos estaban cerrados, pero en un patio encontré una alcantarilla abandonada con una tubería caliente que asomaba a la superficie. Los arbustos la ocultaban y los transeúntes ni se daban cuenta. Allí amontoné trapos viejos y ropa descolorida, creando un nido improvisado. Los balcones que sobresalían sobre la alcantarilla bloqueaban parte de la nieve, y el vapor de la tubería derretía lo que caía, aunque el frío y el viento calaban hasta los huesos.
Salí del invierno convertido en un espectro: huesudo, con el pelaje hecho jirones y los ojos eternamente alerta. En las calles, la vejez llega pronto, y ya me consideraban un anciano. La comida se redujo a restos insignificantes.
Un día, alguien descubrió la alcantarilla antes de que la taparan. Yo, como siempre, me acurruqué en la tubería, y allí vi la tierra recién removida. Me senté frente a un pequeño montículo y comprendí que ese era mi sentencia final. No había otro refugio; los demás lugares ya estaban ocupados por felinos más fuertes.
Me instalé en un montón húmedo de hojas caídas, temblando de frío, pero aún aferrado a la vida. Fue entonces, en esa frontera entre la muerte y la existencia, que me enamoré.
Sí, me he enamorado de Begoña, la gata impecable que vive en un piso del primer nivel. Ella pasa el día en el alféizar, mirando al callejón. Yo, desde abajo, la observo y, a pesar del hielo que me rodea, siento un calor interno.
Una noche, reuní valor: trepé por un árbol, salté a la gran marquesina metálica bajo su ventana, una estructura que antes servía para almacenar mantas en invierno. Desde entonces, allí me he posado, contemplando a Begoña a través del cristal y suspirando.
No le pido nada; sólo admiro su elegancia. A veces ella baja a su plato de comida y yo trago saliva, no por celos, sino por el vacío animal que llevo dentro.
Decidí que, si el destino me lleva al final este invierno, lo haga junto a su ventana. Me enroscaré en un pequeño ovillo, la observaré y partiré sin temor, solo con la calidez de su recuerdo.
Una vez, la dueña del piso, Carmen, me vio y grité con los brazos al aire. Corrí, pero volví. La otra vez, el hombre de la casa, Juan, me miró a los ojos y quedó paralizado: allí vio mi esperanza, mi dolor y mi devoción por su gata. No me echó; al contrario, empezó a dejarme suculentas sobras de jamón y salchichas detrás de la ventana.
Una tarde, tembloroso, levanté la pata contra el cristal y maullé. Begoña me miró, primero al hombre, luego a mí, y en sus ojos hubo sorpresa.
Sabes que ella no quiere otro gato susurró Juan. Pero yo… la he visto buscar compañía.
Comprendí que mi lugar ya no era dentro de esas paredes pulidas; era fuera, entre las sombras. Aquella noche, el frío era insoportable. Me di cuenta de que ya no había razón para seguir luchando, ni en los charcos, ni en los rincones, ni en la interminable supervivencia.
Si el final es inevitable, prefiero que sea aquí, al lado del cristal que enmarca a mi pequeña maravilla.
Así, mientras la nieve caía de improviso, Begoña observaba los copos blancos danzar sobre mi espalda. Su mirada se iluminaba con el espectáculo, sin imaginar que aquel brillo la estaba matando lentamente. Yo, por mi parte, iba perdiendo la última chispa de calor que me quedaba tras la salchicha que había devorado horas atrás.
Mi cuerpo se entumecía; el viento me arañaba, el hielo se aferraba a mis huesos. Seguía mirando a Begoña, pero sabía que no podía durar mucho más.
Me preparé para el adiós como si fuera el evento más importante de mi vida: quería morir con gracia, darle a Begoña una última mirada, un último maullido amable, desearle muchos años de felicidad y calor. El plan era simple: comer el último trozo que Juan me había dejado, esperar a que ella se retire a su hogar, y entonces, acurrucado al frío cristal, deslizarme a mis sueños, ese sueño del que nunca hay despertar.
La nieve empezó a caer con fuerza, y Begoña, desde su cálido alféizar, disfrutaba del baile de los copos. Le divertía ver cómo la nieve se posaba sobre mi pelaje anaranjado, como una corona de cristal. No comprendía que aquella belleza era una sentencia de muerte, que el frío le era ajeno, que nunca había sentido el temblor interno de un gato callejero.
Yo, poco a poco, me convertía en una estatua de hielo. La última salchicha aun me daba un leve calor, pero se desvanecía con cada exhalación. El viento me quemaba, el hielo se incrustaba en mis uñas y mi cuerpo apenas podía mantenerse erguido. Miraba a Begoña por última vez y aceptaba que no podía seguir.
El soplo de la muerte era tan suave que, de repente, dejé de sentir el frío. Una somnolencia cálida me envolvió como una manta. No luché contra ella; el final ya estaba cerca.
Abrí los ojos por última vez y la vi: ella, la razón por la que escalaba la marquesina, la razón de mi resistencia. Qué hermoso, pensé. ¿Qué puede ser mejor? Esta muerte ligera.
Mi cabeza cayó, los ojos se cerraron y, como si una mano invisible me levantara, sentí que me llevaba a una silla junto a Begoña, a una mesa llena de comida y a una luz tibia que jamás habría imaginado.
Un sueño perfecto, pensé.
Mientras Begoña seguía observando los copos sobre mi cuerpo, maulló, llamó, golpeó el cristal, pero el silencio era mi única respuesta. El hielo ya había sellado mi ser; no quedaba nada que escuchar.
Un vecino, el señor Martínez, escuchó el alboroto y, al abrir la ventana, vio la escena. Recordó los ojos de Begoña y los míos. Corrió a buscar una pala y, junto a su esposa, desenterró un pequeño montículo de nieve donde yo yacía. Lo llevaron al baño, lo bañaron con agua tibia, lo secaron y, con lágrimas, intentaron devolverme la vida.
Al fin, escuché una voz lejana que me llamaba de regreso. ¿Por qué volver? Aquí hay paz. Pero también escuché la voz dulce de Begoña, la que me había mantenido vivo. No puede ser ¿está tan cerca? Me debatí entre el calor de la casa y el frío de la calle.
Al abrir los ojos, vi al señor Martínez, rojo de emoción, y a Begoña, viva y feliz, junto a él. El hombre gritó: ¡Qué alegría!. Begoña saltó, giró y maulló de felicidad.
El hombre le preguntó a su esposa cómo lo llamarían: ¿Cómo se llama? Y él respondió sonriendo: Se llama Querido. La gata maulló como confirmación.
Ahora, Querido vive en ese apartamento. Su pelaje reluce, su cola es esponjosa y sus ojos transmiten serenidad y gratitud. Ambos, él y Begoña, se sientan en el alféizar y observan la calle. A veces él recuerda lo que se siente al estar del otro lado del cristal; suspira, y ella roza su hombro como diciendo: Ahora estás en casa. Ahora eres nuestro.
Abajo, siguen los gatos que nunca fueron admitidos. Siguen esperando, luchando por sobrevivir a otro invierno.
Así termina mi relato, querido diario. Que mi historia sirva de espejo a quienes, como yo, amamos desde la sombra y encontramos, al final, la luz que nos llama.







