Que esta noche sea la última, la pasará con elegancia. Mirará a su amor, deseándole una larga vida. Luego se acurrucará junto a su ventana y se perderá en sus sueños, para no volver jamás…

Life Lessons

Que esta noche sea la última y que la pase con dignidad. Mirará a su amada, le deseará larga vida, y luego se acurrucará junto a su ventana para adentrarse en sus sueños sin volver jamás

Había sobrevivido a tres inviernos consecutivos y no es exageración. En la calle, tal resistencia es casi milagro: pocos gatos callejeros llegan a vivir tanto tiempo.

Nació en un piso modesto de la zona de Lavapiés, junto a su madre, Luna, una gata que confiaba en los humanos. Pero su vida dio un giro brutal.

Los dueños, Carlos y su esposa, perecieron en un accidente de tráfico. Su hijo adulto, Alejandro, que detestaba a los gatos y, encima, tenía un enorme perro guardián llamado Trueno, decidió deshacerse de los invitados no deseados. Sin pensarlo mucho, echó a toda la familia felina a la calle.

El primer invierno no sobrevivió nadie: ni la madre ni los hermanos. El hambre se los llevó a unos, el frío mató a otros, y algunos cayeron víctimas de perros o de los coches. Sólo quedó unoun pequeño gato anaranjado.

Ese gato fue encontrado por un conserje llamado Manuel. Decir que lo recogió es exagerar: simplemente vio al diminuto peluche rojizo, lo apartó de su madre, lo llevó al sótano y lo instaló junto a las tuberías calientes. Allí lo alimentó durante todo el crudo invierno.

Así logró mantenerse con vida.

Nadie le puso nombre. A través de la ventana rota del sótano se asomaba al exterior, aprendiendo la dura escuela de la calle: alejarse de los perros, esconderse de los humanos, buscar comida en los contenedores y engañar al hambre.

El segundo invierno lo enfrentó solo. El conserje anterior fue despedido por una borrachera; el nuevo, un hombre severo llamado Ramón, dejó de alimentarlo, aunque al menos no le rompió la ventana. Con eso bastó: volvió a pasar el invierno en el sótano, aprendiendo a defenderse por comida y por vida.

El tercer invierno resultó el más cruel. Todas las ventanas del sótano fueron tapadas con cristal. ¿A dónde ir? ¿Dónde refugiarse de las heladas noches?

Tuvo que buscar otro escondite. Los sótanos estaban cerrados, pero en otro patio encontró una zona extraña: una vieja fosa cubierta por una bandeja de calefacción subterránea. Los tubos calientes corrían justo bajo la tierra. La fosa estaba oculta entre arbustos densos, desconocida para los vecinos.

Apiló allí trapos, ropa vieja, y construyó una especie de nido. Los balcones colgaban sobre él, la nieve caía menos, pero la tubería fundía la escarcha y el viento helado calaba hasta los huesos

Salvó el invierno, pero salió de él como un espectro: huesudo, con el pelaje en jirones, los ojos siempre alerta. En la calle la vejez llega pronto, y él ya era considerado un viejo. La comida ya sólo provenía de restos miserables.

Entonces descubrieron la fosa. Antes de las primeras lluvias de otoño, alguien la tapó.

Él llegó, como de costumbre, a dormir sobre la tubería y vio la tierra recién excavada. Se sentó frente al pequeño montículo y lo observó largo rato. Era, en esencia, su sentencia de muerte. Entendió al instante que aquel sitio no volvería a existir y que los pocos refugios que quedaban ya estaban ocupados por otros gatos.

Se instaló en un montón húmedo de hojas caídas, temblando de frío, pero aguantó. Fue entonces, en ese límite entre la vida y la muerte, que se enamoró.

Sí, como lo oyes. Se enamoró.

No se hacía ilusiones. Ella era una gata de aspecto extraordinario, de pelaje inmaculado, que vivía en un piso del primer piso en el barrio de Malasaña. Le encantaba quedarse en el alféizar y observar la calle. Él, desde abajo, la contemplaba. Dentro del hielo, algo se calentaba.

Una noche, decidido, trepó por un árbol, saltó a una amplia marquesina metálica bajo la ventana. Los propietarios de aquella ventana, años atrás, habían usado la marquesina para guardar alimentos en invierno, y ahora estaba desocupada. Desde entonces, él la visitaba a menudo, se sentaba y miraba a la gata a través del cristal, suspirando.

No pedía nada, solo la admiraba. A veces ella bajaba a su plato de comida y él tragaba saliva, no por celos, sino por un vacío animal que llevaba dentro.

Decidió que, si el destino lo llevara consigo este invierno, que fuera allí, junto a su ventana. Se acurrucaría, la observaría y partiría sin miedo, sino con calidez.

Se imaginaba esa escena: un gato anaranjado y escuálido, muriendo en silencio junto al alféizar de su amada.

Una tarde, la dueña de la gata, Carmen, lo vio y gritó agitando los brazos. Él huyó, pero volvió. Y volvió de nuevo.

El hombre de la casa, Javier, lo vio y no lo echó. Le miró a los ojos y allí vio todo: esperanza, dolor, cansancio y adoración por la gata. No pudo expulsarlo.

Al contrario, empezó a dejarle en secreto, bajo la ventana, un trozo de carne, una hamburguesa, una salchicha. El gato se alimentaba. Un día, Javier se acercó al cristal y el anaranjado, temblando ligeramente, levantó la pata, la apoyó contra el vidrio y maulló.

La gata doméstica miró primero al hombre, luego al gato callejero. En sus ojos había sorpresa.

Ya ves dijo Javier en voz baja, ella no quiere otro gato. Yo le pedí un gatito y me dijo que no.

El anaranjado comprendió y no se ofendió. La casa no era para él; la casa era para los de raza, limpios, jóvenes y consentidos.

Aquella noche hizo un frío terrible. Empapado y helado, comprendió que ya no tenía sentido seguir buscando refugio, perseguir esquinas o sobrevivir eternamente.

Si el final era inevitable, que fuera allí, junto al cristal que ella miraba. Decidió que esa noche sería la última.

Quería morir con dignidad. Ver una vez más a la que había entregado su corazón, maullar algo cálido en su dirección, como deseándole felicidad y larga vida, y luego desaparecer. Primero terminaría lo que le había dejado Javier, y cuando ella se metiera en su acogedor nido, él se acurrucaría junto al vidrio y se adentraría en un sueño del que no habría que despertar.

La nieve comenzó a caer inesperadamente, y la gata disfrutaba viendo cómo los copos danzaban contra el cristal y se posaban sobre el gato anaranjado que estaba fuera. La escena le divertía; sus ojos se iluminaban con el baile de la nieve. No imaginaba que esa belleza la estaba asesinando lentamente, que el frío que él sentía era una muerte silenciosa.

El anaranjado, sin embargo, se iba convirtiendo en estatua. La salchicha que había devorado hacía una hora le había dejado un último calor, que se desvanecía con sus fuerzas. El viento le quemaba, el hielo se metía en los huesos y ya apenas podía mantenerse erguido. Seguía mirándola, pero sabía que no podía sostenerse mucho tiempo.

Se preparó para la despedida como si fuera el evento más importante de su vida. Quería irse bonito: volver a mirar a su amada, maullar una última frase amable, desearle años de paz. El plan era sencillo: comer el último bocado que Javier le había dejado, esperar a que ella se retire a su casa y, entonces, enrollarse en un pequeño ovillo junto al frío cristal y deslizarse a sus sueños, donde no hay frío ni hambre, sólo un sueño del que no se vuelve.

El temporal de nieve se intensificó y la gata, en el cálido alféizar, seguía hipnotizada por la lentitud de los copos. Le gustaba cómo caían sobre el lomo del admirador que estaba fuera. Para ella era un espectáculo hermoso, casi un juego. No sabía que aquel espectáculo ocultaba la muerte. No comprendía que la nieve era hielo, que el viento era dolor, que el hambre era tortura. Nunca había conocido la calle.

El anaranjado, fuera, se estaba endureciendo. La salchicha había dejado su último calor, pero éste se desvanecía. Cada respiración era más pesada, las patas temblaban, la cola se congelaba. Seguía mirándola, pero su cuerpo ya cedía.

La gata seguía observando, pero él apenas podía mantenerse derecho. Un temblor recorría su espalda, sus ojos se cerraban. Levantó la mirada una última vez, apoyó su nariz helada contra el vidrio y, sin esperar a que ella se alejara, se encogió en una pequeña bola.

Su cuerpo temblaba. El frío mordía cada hueso. Intentó respirar por los costados, como buscando una chispa de calor, pero el hielo era más fuerte. El frío le robaba la vida lentamente, pero con firmeza.

De pronto sintió una extraña paz: el frío dejó de dolerle. Un sueño suave y cálido lo envolvió como una manta. Decidió no luchar. El final estaba cerca.

Abrió los ojos por última vez y la vio: ella, la razón por la que había trepado a la marquesina, la razón por la que había vivido tantos días. «Qué bonito», pensó. «¿Qué puede ser mejor? Qué muerte tan ligera»

Su cabeza cayó, sus ojos se cerraron. Le pareció que una mano amable lo levantaba, lo acariciaba, le susurraba palabras tiernas. A su lado estaba ella, la gata que había hecho latir su corazón, y juntos caminaban hacia un cuenco de comida tibia.

«Qué sueño tan hermoso», cruzó por su mente.

La gata siguió mirando la nieve que cubría al anaranjado. Maulló, curiosa, como pidiendo que se moviera. Golpeó el vidrio con la pata, sin obtener respuesta. Maulló de nuevo, más fuerte. Luego golpeó con más fuerza, como gritando: «¿Por qué no respondes?»

Pero el frío ya había aprisionado su cuerpo. No podía oír. Se hundía en el silencio.

La nieve lo cubrió como un sudario blanco.

¿Qué está diciendo? exclamó irritada la mujer del piso, Carmen. ¿Mira la nieve o qué?

El marido, Javier, levantó la cabeza del sofá, miró por la ventana. La gata golpeaba el cristal con desesperación. Entonces, como una luz, recordó los ojos de la gata y los suyos. Corrió hacia la ventana, arrancó los persianas y, con ternura, sacó del interior al pequeño gato congelado.

Lo llevó al baño, le dio agua tibia y lo secó con una toalla. La gata se acercó, lo olfateó y maulló con alivio. Javier, tembloroso, susurró mientras frotaba al felino: «Por favor, vuelve». La gata maulló junto a él.

En ese instante, una voz le pareció llegar desde lejos, como un llamado del más allá. Era la voz de la gata que él amaba, recordándole por qué había luchado cada día.

«No puede ser ¿está tan cerca?», pensó. Abrió los ojos lentamente, como si las orejas pesaran una tonelada. Entonces los vio: el hombre rojo de emoción y la gata viva, junto a él.

¡Hay comida! gritó Javier, abrazando al ahora tibio anaranjado.

La gata saltó al suelo, giró y maulló de alegría.

¡Rápido, la toalla! ¡Seca! ordenó a su esposa.

La secaron, lo secaron con secador, le acariciaron y le susurraron palabras dulces. El anaranjado no sabía si aquello era un sueño. La gata le rozó la nariz, lo lamió.

Pensó: «Esto no puede ser. Es demasiado bello para ser real. Morí por esto»

Entonces la esposa le dio un vaso de leche tibia. Lo bebió y una ola de calor recorrió su garganta. Tosió, empujó el plato con la pata y, después, lo lamió con pasión.

Sobrevivirá afirmó Javier con convicción.

La gata se acurrucó a su lado.

¿Cómo se llama? preguntó la esposa después de un silencio.

Se llama Querido respondió Javier sonriendo. Así se llama.

La gata maulló, como confirmando.

Ahora Querido vive en ese piso. Su pelaje brilla, su cola es esponjosa y real, sus ojos son serenos y agradecidos. Ambos se sientan en el alféizar y miran la calle. Cuando el recuerdo de la fría ventana le asalta, suspira; entonces ella le toca el hombro y le dice: «Ahora estás en casa. Ahora eres nuestro».

Abajo, en la calle, siguen corriendo los que no fueron admitidos. Todavía esperan sobrevivir a la próxima nieve.

Y es que, cuando la vida nos obliga a luchar contra el frío y la soledad, la verdadera fuerza no está en permanecer vivo a cualquier precio, sino en encontrar la calidez del amor y la dignidad de aceptar el final cuando llega. Esa lección nos enseña que, al final, lo que cuenta es el cariño que compartimos, no los años que acumulamos.

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