¿Qué dices? ¡Llevamos diez años casados! ¿Qué amante? ¡Con tenerte a ti me basta!
Valeria no podía controlarse. Sentía en el alma que su marido le estaba siendo infiel. La incertidumbre la consumía. Un día, incluso se armó de valor para hablarle con franqueza.
Le preguntó si era verdad o no, pero él solo respondió:
¿Qué dices? ¡Llevamos diez años casados! ¿Qué amante? ¡Con tenerte a ti me basta!
Parecía sincero, honesto. No notó nada raro en su sonrisa, en sus palabras, ni en su mirada. Pero algo dentro de ella seguía sin darle paz.
Valeria no era de las que se conforman. Decidió averiguar la verdad, costara lo que costase, pero ¿cómo?
Después de leer consejos en internet, lo primero que hizo fue revisar el móvil de su marido. No encontró nada sospechoso. Solo algún mensaje trivial con antiguas compañeras de clase, pero eso no le preocupó. ¡Bah!
Adrián nunca ponía contraseña en su teléfono. “No tengo nada que ocultar”, decía. Nada de conversaciones secretas ni mensajes borrados. Parecía un santo.
A veces, Valeria pensaba que todo era producto de su imaginación. Pero cada vez que él llegaba tarde del trabajo, ese mal presentimiento volvía.
Su amiga Carmen siempre le decía:
¡Todo son imaginaciones tuyas! ¡Adrián te adora y jamás miraría a otra! ¡Con tus sospechas solo estás arruinando todo!
Pero Valeria no la escuchaba. Su instinto le decía otra cosa, y compartir a su marido con otra mujer era algo que no estaba dispuesta a aceptar.
Una vez, incluso fue a su oficina para comprobar si realmente estaba trabajando o con otra. Cuando él la vio, se enfadó muchísimo. Le dijo que lo avergonzaba delante de sus compañeros. Luego tuvo que disculparse durante horas, pero Adrián, que era de buen carácter, pronto la perdonó.
En apariencia, su vida era perfecta. Una casa llena, dos hijos que crecían sanos. “Vive y sé feliz”, le decían, pero no Valeria se empeñaba en buscarse problemas donde no los había.
Como dice el refrán: “El que busca, encuentra”. Solo que ella, por ahora, no había encontrado nada.
La verdad es que Valeria estaba angustiada, como suele pasar con mujeres de treinta años que temen quedarse solas con dos hijos.
Por fuera parecía tranquila, pero por dentro ardía.
No había ninguna prueba contra Adrián. Ni pintalabios en su camisa, ni perfumes ajenos, ni cambios en su rutina. Pero ella seguía sintiendo que algo no cuadraba.
De no ser por un casual, quizá nunca hubiera descubierto la verdad. ¿Real o imaginada? Eso se vería.
Cuando su hijo pequeño empezó primaria, Valeria decidió sacarse el carné de conducir. Iba a clases por las tardes, después del trabajo. Tres meses después, aprobó el examen y consiguió su permiso.
Adrián estaba tan orgulloso que le compró un coche. Pequeño, pero un coche al fin y al cabo.
Valeria, menuda y bajita, se sentía cómoda en él. Además, era más fácil de aparcar.
Adrián nunca lo admitió, pero compró ese coche para que su mujer no le pidiera usar el suyo, un Audi. Pensaba que aún no tenía suficiente experiencia. Al menos, eso le decía.
Y entonces, un fin de semana, Valeria se despertó antes de lo habitual y decidió hacerles un detalle a los suyos: una tarta de berenjenas y pollo, que les encantaba. Pero ¡no tenía harina!
Fuera hacía frío, la calle estaba helada, pero ella ya se había acostumbrado a conducir en invierno. Decidió ir rápido al supermercado. Fue al coche, pero no arrancaba. Volvió a casa, todos seguían durmiendo. Caminó en silencio, sin despertar a nadie.
No le apetecía ir andando con ese frío, así que decidió “pecar” y coger el Audi de su marido sin permiso. Total, ¿qué tanto era? Un par de kilómetros, nada más. Ni se enteraría.
Así que Valeria cogió las llaves del Audi y salió. Mientras el coche se calentaba, decidió limpiar los cristales. Abrió la guantera, sabía que Adrián guardaba pañuelos allí. Sin querer, rozó algo con la mano y algo cayó al suelo.
Lo recogió. Era un móvil. ¿Pero de quién?
Ese teléfono no era el de Adrián, lo sabía bien. Este era distinto. Al principio pensó que quizá lo había cogido sin querer, como solía decir él. Pero su dedo pulsó el botón de encendido y el móvil se activó.
Lo primero que vio fue un mensaje de una tal Lucía.
“Cariño, ¡te echo tanto de menos! ¡Ven pronto! ¡Te espero con ansias!”
Valeria parpadeó, sorprendida. No había contraseña, así que empezó a leer el historial. El coche seguía calentándose mientras ella devoraba los mensajes.
La conversación era larguísima. Casi como una vida entera.
Descubrió que Adrián terminaba de trabajar a las cinco, pero llegaba a casa a las siete. Nunca se le habría ocurrido comprobarlo.
Resultó que casi todos los días, antes de volver, pasaba una hora con su “adorada” Lucía. Y las palabras que le dedicaba jamás se las había dicho a su esposa.
En las fotos, Lucía era una mujer mayor. Unos cuarenta años, seguro. ¿Y qué pintaba ella en su vida?
Valeria se enfureció de verdad.
Iba a salir del coche cuando vio a Adrián salir del portal.
Ella había dejado una nota diciendo que iba al supermercado. Él, aprovechando el momento, debía de haber bajado a enviarle otro mensaje a su querida Lucía.
Solo entonces recordó que Adrián solía bajar al coche por las noches. “Olvidé la cartera”, “necesitaba algo”. Casi a diario. Volvía rápido, así que nunca sospechó.
Adrián la vio al volante y se acercó furioso.
¿Quién te ha dado permiso? ¡No habíamos quedado en esto!
Valeria lo miró y la rabia creció.
Se abrochó el cinturón, metió marcha atrás y pisó el acelerador. El Audi chirrió al chocar contra la valla. A Valeria, curiosamente, le alivió.
Bajó del coche, mirando a su marido, y gritó:
¡Pues vete con ella! ¡A ver si te quiere sin casa y sin coche! ¡Lárgate! ¡Que no te vuelva a ver!
Para rematar, lanzó las llaves del Audi a un ventisquero y se marchó a casa.
Los niños ya se habían despertado. No entendían nada. Minutos después, Adrián intentó entrar, pero Valeria cerró la puerta con llave.
¡Vete con ella! ¡Y olvídate de esta casa! gritó desde dentro.
Adrián no tuvo más remedio que irse. En zapatillas, bata y una chaqueta, se fue caminando hacia la casa de su amada Lucía. Esperaba que lo acogiera, pero
Lucía abrió la puerta, y desde dentro se oyó una voz masculina.
Cariño, ¿vas a tardar? ¡Te estoy esperando!
Resulta que Adrián solo llegaba entre semana. Los fines de semana, nunca. Lucía también tenía otro amante. ¿Para qué aburrirse los domingos?
Ella solo le lanzó una mirada culpable y cerró la puerta en sus narices.
No le quedó más remedio que ir a casa de su madre, que vivía a dos calles.
Cuando Elena lo vio, lo entendió todo. Lo acogió, lo alimentó, escuchó su historia sobre su malvada esposa, que lo había echado de casa