Primavera Temprana

Life Lessons

Principios de primavera

La pequeña Lucía, una niña de cuatro años, observaba al “recién llegado” que había aparecido en su barrio. Era un abuelo canoso, sentado en un banco del parque. En la mano llevaba un bastón, apoyándose en él como si fuera un mago de cuento.

Lucía no pudo resistirse y le preguntó:

Abuelo, ¿es usted un mago?

Al recibir una respuesta negativa, se desilusionó un poco.

Entonces, ¿para qué necesita el bastón? siguió indagando la niña.

Me ayuda a caminar, para moverme con más facilidad explicó don Antonio, presentándose con ella.

¿O sea que es muy viejo? preguntó Lucía, curiosa como siempre.

Para ti, quizás sí. Pero para mí, todavía no tanto. Es solo que me duele la pierna, se me rompió hace poco. Me caí mal. Por eso uso el bastón.

En ese momento, salió la abuela de Lucía y, tomándola de la mano, la llevó al parque. Doña Carmen saludó al nuevo vecino, y él le sonrió. Pero la amistad del hombre de sesenta y dos años floreció más con Lucía. La niña, esperando a su abuela, salía antes al patio para contarle todas las novedades a su amigo mayor: el tiempo, lo que doña Carmen había cocinado para comer, o que su amiguita había estado enferma la semana pasada…

Don Antonio siempre le daba un buen bombón de chocolate a su pequeña vecina. Y se sorprendía cuando ella, tras dar las gracias, lo desenvolía, mordía justo la mitad y guardaba el resto cuidadosamente en el bolsillo de su chaqueta.

¿Por qué no te lo comes entero? ¿No te gusta? preguntaba don Antonio.

Es riquísimo. Pero quiero compartirlo con mi abuela respondía la niña.

El abuelo se emocionaba, y la próxima vez le daba dos bombones. Sin embargo, Lucía volvía a morder solo la mitad y guardaba el resto.

¿Y ahora para quién lo guardas? preguntó don Antonio, asombrado por la generosidad de la pequeña.

Ahora puedo dárselo a mamá y a papá. Aunque ellos pueden comprarse sus propios dulces, les encanta que los inviten explicó Lucía con naturalidad.

Ya veo. Seguro que tenéis una familia muy unida dijo el vecino. Eres afortunada, niña. Y tienes un corazón grande.

Y mi abuela también. Porque ella quiere mucho a todos empezó a contar Lucía, pero su abuela ya salía del portal y le tendió la mano.

Ah, por cierto, don Antonio, gracias por los dulces. Pero a Lucía y a mí no nos conviene comer tantas golosinas. Disculpe…

Entonces, ¿qué puedo hacerles? No quiero dejar de agasajarlas. ¿Qué les gusta? preguntó él.

En casa ya tenemos de todo. Gracias, no hace falta respondió doña Carmen con una sonrisa.

No, así no puede ser. Quiero agradecerles su compañía. Además, estoy cultivando una buena vecindad, y lo digo sin tapujos dijo don Antonio, sonriendo.

Entonces, pasemos a los frutos secos. Y solo los comeremos en casa, con las manos limpias. ¿Vale? propuso doña Carmen, mirando a ambos.

Lucía y don Antonio asintieron, y a partir de entonces, doña Carmen encontraba en los bolsillos de su nieta nueces o avellanas.

Ay, mi ardillita. Llevando frutos secos. Pero sabes que ahora son caros, ¿verdad? Y don Antonio necesita sus medicinas, ¿no ves que cojea?

No es un abuelo viejo ni está cojo. Su pierna está mejorando defendió Lucía a su amigo. Y dice que en invierno quiere volver a esquiar.

¿Esquiar? dudó la abuela. Bueno, pues qué valiente.

Abuela, ¿me compras unos esquís? pidió Lucía. Así podré ir con don Antonio. Prometió enseñarme…

Doña Carmen, paseando por el parque con su nieta, empezó a ver al vecino caminando con energía por la avenida, ya sin bastón.

¡Abuelo, espera! Lucía corría hacia don Antonio y caminaba a su lado con paso enérgico.

Esperadme a mí también se apresuraba doña Carmen, siguiéndolos.

Así empezaron a pasear los tres, y pronto a doña Carmen le gustó aquella rutina, mientras que para Lucía era un juego. Su energía era envidiable: corría, bailaba delante de ellos, se subía a los bancos y luego volvía a caminar junto a ellos, marcando el paso:

¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Pisad fuerte, mirad al frente!

Después del paseo, la abuela y el vecino se sentaban en el banco del patio, mientras Lucía jugaba con sus amigas, aunque nunca se iba sin aceptar unos frutos secos de don Antonio.

La está mimando demasiado se disculpaba doña Carmen. Mejor dejemos esto para ocasiones especiales. Se lo ruego.

Don Antonio le contó a Carmen que había enviudado hacía cinco años y que finalmente había decidido cambiar su piso de tres habitaciones por dos: un apartamento pequeño para él y otro más grande para su hijo.

Me gusta aquí. Aunque no soy muy sociable, se agradece tener buena compañía.

Dos días después, llamaron a la puerta de don Antonio. Era Lucía y doña Carmen, con un plato de empanadas.

Queremos invitarle a usted también saludó doña Carmen.

¿Tiene tetera? preguntó Lucía.

¡Claro que sí, qué alegría! don Antonio abrió la puerta de par en par.

El té los reunió en un ambiente cálido. Lucía miraba fascinada la biblioteca y la colección de cuadros del vecino, mientras doña Carmen observaba la felicidad de su nieta y la paciencia con la que don Antonio le explicaba cada pintura.

Mis nietos viven lejos… Y ya son universitarios. Los echo de menos confesó don Antonio. ¡Pero tu abuela es tan joven todavía!

Le acarició la cabeza a Lucía y le dio un lápiz y papel.

Solo llevo dos años jubilada, y no hay tiempo para aburrirse dijo doña Carmen, mirando a su nieta. Además, mi hija ya espera su segundo hijo. Tenemos suerte de vivir en portales cercanos. Así estamos todos juntos.

Pasaron el verano charlando, y cuando llegó el invierno, doña Carmen, como había prometido, le compró esquís a Lucía. Los tres empezaron a entrenar en el parque, donde siempre había buenas pistas.

Don Antonio y doña Carmen se hicieron tan amigos que ya solo salían juntos. Y como Lucía no iba a la guardería, casi siempre estaba con su abuela. Los tres se veían a diario. Hasta que un día, don Antonio se fue a Madrid a visitar a su familia.

Lucía lo extrañaba y no paraba de preguntar cuándo volvería.

Se fue por un tiempo. Dijo que estaría un mes, ya que había hecho el viaje. Mientras, nosotros cuidamos de su casa, como amigos explicó la abuela. Doña Carmen también se había acostumbrado a la compañía del vecino, a sus detalles, su sonrisa y su buen humor. Don Antonio incluso les ayudaba en casa: arreglaba enchufes o cambiaba bombillas fundidas.

A la semana, ya les faltaba su compañía. Salían al patio y miraban el banco vacío donde él solía esperarlas.

Al octavo día, doña Carmen salió del portal y lo vio allí, en su sitio habitual.

¡Hola, vecino querido! se sorprendió. ¡No te esperábamos tan pronto! ¿No dijiste que te quedarías más tiempo?

Bah

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