¿Por qué te has metido en mi portátil? Un misterio ante una mirada desconocida.
«¿Qué demonios buscas en mi portátil?» rugió Alejandro, alzándose sobre Elena. Nunca lo había visto así
Elena llegó del instituto y ya sintió en el recibidor el pesado olor a alcohol. Desde la habitación se escuchaba un ronquido fuerte. Su padre estaba borracho otra vez. La chica pasó directo a la cocina.
Su madre estaba frente al fregadero, pelando patatas. Al oír los pasos, se volvió. Elena, con mirada penetrante, notó al instante su mejilla roja e hinchada.
«Mamá, vámonos de aquí. ¿Cuánto más vamos a aguantar? Algún día te matará», dijo Elena con rabia.
«¿Adónde iríamos? ¿Quién nos necesita? No tenemos dinero para un alquiler. No temas, no me matará. Es un cobarde. Solo conmigo se desahoga a golpes.»
Por la mañana, Elena despertó por unos ruidos extraños. Se levantó y miró hacia la cocina. Su padre estaba frente a la cocina, con la cabeza echada hacia atrás, bebiendo directamente de la tetera. Elena observaba hipnotizada cómo su nuez subía y bajaba. Escuchaba el agua deslizarse por su garganta con un sonido repugnante. «¡Ahógate! Por favor, Dios, ¡que se ahogue!», pensó con odio.
Pero su padre no se ahogó. Dejó la tetera, suspiró satisfecho, la miró con los ojos rojos e hinchados y pasó junto a ella hacia el baño.
Elena torció el gesto al recordar que su madre volvería a usar esa tetera sin lavarla, con el olor y los restos de su padre. Tomó la tetera y la frotó con un estropajo durante mucho tiempo, prometiéndose no volver a usarla sin limpiarla antes.
En las vacaciones de invierno, Elena se fue con su clase tres días a Barcelona. Cuando volvió, su madre estaba en el hospital.
«¿Te ha pegado?», preguntó con dureza, viendo la cabeza vendada de su madre.
«No, tonterías. Resbalé en el hielo.»
Pero Elena sabía que mentía.
Por los golpes frecuentes en la cabeza, su madre desarrolló hipertensión. Seis meses después, sufrió un derrame cerebral y murió. Su padre lloraba en el velorio con lágrimas de borracho, a veces lamentando la pérdida de su querida Mari Carmen, otras maldiciéndola por lo mismo.
Decía que Elena era igual que su madre, la amenazaba con matarla si intentaba abandonarlo. Elena esperó con ansias terminar el instituto. No fue al baile de graduación. Al día siguiente, recogió su diploma en secreto. Mientras su padre trabajaba, guardó sus cosas y huyó de casa.
Su padre le daba dinero para comida, y Elena ahorraba algo. A veces, incluso le robaba del bolsillo mientras dormía. No era mucho, pero le alcanzaba. Hacía tiempo que había decidido irse, trabajar, y continuar sus estudios a distancia.
No temía que su padre la buscara. Todos en el barrio conocían sus hábitos, nadie lo ayudaría a encontrarla. Se fue a una ciudad grande, alquiló un piso barato en las afueras y consiguió trabajo en un restaurante de comida rápida. Le ofrecieron facilidades: le ayudaron con el carné de manipulador de alimentos, comidas gratis
Presentó los papeles en una escuela profesional, en contabilidad. Cuando supieron que estudiaba para contable, la pusieron en caja.
Los chicos intentaban ligar con ella. «Al principio son todos amables y dulces, luego empiezan a beber o a engañar. No sé qué es peor. No te dejes engañar por sus palabras bonitas, hija. Sé precavida. Yo también era guapa antes. Tu padre no bebía cuando nos conocimos. Nos queríamos. ¿Qué pasó? ¿Qué le entró?», decía su madre a menudo.
Elena recordó sus palabras y no respondió a los avances de los chicos. Había visto cómo era la vida de sus padres.
Su madre, el día de la paga, iba al supermercado y compraba lo necesario: pasta, azúcar, cereales, latas, para que durara. Su padre gastaba el dinero en alcohol, pero en casa nunca faltaba comida, aunque fuera simple y monótona. Ahora Elena hacía lo mismo.
Iba hacia casa con una bolsa pesada que le tiraba de los brazos. Delante venía un chico con los ojos en el móvil. Elena esperaba que la viera y la esquivara, pero chocó con ella.
«Perdona», dijo él, levantando la vista.
Elena quiso contestar con rabia, pero vio la mirada interesada del chico, guapo y amable, y se sintió avergonzada.
«No pasa nada, yo tampoco iba atenta», respondió y sonrió.
El chico se ofreció a ayudarla. Elena dudó, pero le dio la bolsa. No podía ser malo alguien con una sonrisa tan sincera. Se presentaron. Alejandro la ayudó a llevar la bolsa hasta casa, pero Elena no le permitió llegar hasta la puerta.
Al día siguiente, el chico fue al restaurante. Dijo que entró por casualidad, pero Elena estaba segura de que no era así. Empezaron a quedar.
Alejandro admitió con sinceridad que estaba divorciado, que tenía una niña a la que adoraba. Había dejado el piso a su exmujer y vivía con un amigo. Dijo que se había casado por tontería.
«Simplemente no encajábamos. No teníamos nada en común. A veces pasábamos días sin hablar.»
Hablaba mucho de su hija, y Elena pensó que quizá podía confiar en un hombre que quería a los niños. Tras un mes, Alejandro propuso mudarse juntos.
«Vamos a un piso mejor, más céntrico. Juntos es más fácil.»
Elena aceptó. Volaba de felicidad. Tendría una familia normal. Se mudaron a un piso amplio, celebraron con sencillez el comienzo de su vida juntos. Sobre el futuro, sobre una boda, Elena no soñaba. Alejandro hablaba de hijos, que tendrían dos sin falta: un niño y una niña. Y Elena creyó que así sería.
Alejandro pagó dos meses de alquiler por adelantado. Al tercer mes, con tono disculpante…
Elena miró por última vez el piso donde creyó encontrar felicidad, luego cerró la puerta con determinación, susurrando una promesa para su hijo que esperaba en la incubadora: «Vamos a estar bien, cariño, lejos de todo esto.»







