Tío, imagínate la escena: es una tarde tranquila en Madrid, la calle está desierta, solo unas cuantas farolas lanzan manchas amarillas sobre el asfalto. Allí estoy, justo frente a Crisanta, y entre nosotros hay un abismo, aunque estamos tan cerca que puedo ver temblar una de sus pestañas.
¿Ya no me quieres? le pregunto, sabiendo ya la respuesta.
Pero la esperanza es cosa rara, sigue viva aunque la razón susurre: «Se acabó».
Ella no me mira a los ojos. Sus dedos juegan nerviosos con la borla del pañuelo que le regalé el invierno pasado, cuando todavía reíamos juntos. En aquel tiempo su risa era el sonido más caro que tenía.
Te quiero pero no como antes.
Una tontería, pero esas palabras me quitan el aliento, como si alguien me estrangulara lentamente.
¿Y cómo? mi voz suena ajena, apagada. ¿Como amigo? ¿Como un recuerdo? ¿Como una canción vieja que antes cantaba con el alma y ahora solo suena de fondo?
Silencio.
Lo recuerdo todo.
Recuerdo cuando me tomó la mano por primera vez, como temiendo que me fuera. Cuando me susurró en la noche: «Eres mío», y el mundo se volvió infinitamente amable. Cuando soñábamos con viajar, con una casa junto al mar, con hijos
¿Y ahora?
Ahora me mira, pero no me ve. Es como si yo fuera una sombra, un fantasma del pasado que le impide seguir.
¿Por qué? pregunto, temblor en la voz. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué dices que me amas si ya no hay fuego en tus ojos? ¿Por qué me besas en la mejilla como a un familiar, cuando antes tus labios me quemaban?
Se sobresalta.
No quería herirte
Pero lo hiciste.
Los sentimientos simplemente se van.
No, sacudo la cabeza. Los sentimientos no se van solos. Los traicionan. Los matan gota a gota, con indiferencia, mentiras y cobardía.
Se da la vuelta. Veo que le cuesta, pero a mí no me alivia. Sigo amándola. Ella ya no.
Pasa el tiempo. Un año. ¿Dos? Ya ni lo cuento. La vida sigue: curro, quedo con gente, conversaciones vacías que no dejan huella. Aprendo a sonreír sin sentir alegría, a reír sin sentir felicidad. Parecía que la parte de mí que sabía amar de verdad se había quedado atrás con ella.
Y un día, por casualidad o ironía del destino, la vuelvo a ver.
En aquel mismo café de la Plaza Mayor, en la mesa junto a la ventana donde alguna vez, a la luz de velas, nos susurrábamos palabras eternas. Ahora está allí, la misma pero distinta. A su lado un hombre desconocido, su mano sobre la rodilla, y ella ríe, levantando la cabeza, mientras el sol juega entre sus cabellos como lo hacía antes por mí.
Me quedo paralizado.
El corazón, que llevaba años de piedra, se acelera como un loco, contra toda lógica. Lo reconoce. La reconoce.
En ese instante ella levanta la mirada.
Nuestros ojos se cruzan y el tiempo parece tropezar.
En sus pupilas asoma algo esquivo. ¿Arrepentimiento? ¿Vergüenza? ¿O tal vez un recuerdo fugaz de lo que entre nosotros fue más que un encuentro casual?
No lo entiendo.
De pronto desvía la vista, como quemada, aprieta la mano del otro y le dice algo, sonríe pero esa sonrisa ya no es natural, está forzada.
Yo
Solo paso de largo. No paro. No me doy una segunda oportunidad de una ilusión.
Porque a veces lo más fuerte es marcharse. Y no mirar atrás.
Pero la ciudad lo recuerda.
La losa del adoquín donde corríamos bajo la lluvia de verano, riendo y tropezando. La banca del parque donde, irónicamente, dijo: «Temo perderte». Incluso el aire del café aún lleva su perfume: ligero, floral, engañosamente dulce.
Salgo a la calle. El viento frío golpea mi cara, justo lo que necesitaba, secando lo que no debía verse. El móvil vibra: otra notificación, otro vacío. Lo saco sin pensar y la pantalla muestra una alerta de Instagram: Hace un año. Estuviste aquí. La foto: nosotros. Su cabeza sobre mi hombro, mis dedos en su pelo.
Apago el móvil de golpe.
¿Eliminar?
El dedo se queda suspendido sobre la pantalla. Un año pesa como un fragmento, una astilla, una prueba de que todo fue real.
¡Eh!
Una voz detrás de mí. Me giro.
Una camarera del café, jadeando, me entrega un pañuelo negro.
Usted lo dejó, dice sonriendo.
No es mío.
Lo cojo. La tela es suave, casi parece viva.
Gracias le respondo.
Y entonces hace algo que no esperaba.
¿Le duele mucho? pregunta, con una dulzura infantil.
Miro sus ojos castaños, sus pecas, la inseguridad en la voz. Verdadera.
Antes sí contesté sinceramente.
¿Y ahora?
Me doy cuenta de que tengo en la mano el pañuelo de otra persona. Una historia ajena. Sentimientos ajenos.
Ahora sólo vivo.
Asiente, como si comprendiera algo importante.
¿Le apetece un café? propone inesperada. Acabo de terminar mi turno.
Me río, de verdad, la primera vez en meses.
Claro, quiero.
Me sirve el café en una taza de porcelana gruesa, no la habitual de los clientes, sino la suya, con una pequeña grieta en el asa y un tenue motivo floral en el borde.
¿Azúcar? pregunta, ya sabiendo la respuesta.
Dos cubitos digo, aunque normalmente lo tomo solo.
Sonríe, como atrapándome en una pequeñísima mentira, pero no dice nada. Deja los cubitos sobre el fondo, suenan suavemente.
El café es fuerte, con un amargo toque, pero justo lo que necesitaba en ese momento. Tomo un sorbo y, por fin, siento el sabor.
¿Qué tal? se apoya en el mostrador, observándome.
Como la vida respondo. Amarga, pero con esperanza de lo dulce.
Se ríe, y entonces su móvil suena: su turno realmente ha acabado.
¿Me esperas en la salida? pide, quitándose el delantal rápido. Me cambio.
Asiento, viendo cómo desaparece en la trastienda. El bar está vacío, solo el camarero limpia los vasos despacio. Me lanza una mirada evaluadora y, guiñando el ojo, dice:
Sofía casi nunca invita a pasear a nadie después del turno.
¿Entonces tengo suerte?
Sí, eres especial se ríe y se vuelve, cerrando la conversación.
Especial. Qué palabra rara tras todo lo vivido.
Cuando Sofía sale, sin uniforme, con jeans y un suéter holgado, el pelo todavía húmedo que intenta meter en la oreja, entiendo que quiero creer en eso.
¿Vamos? dice, sacudiendo la cabeza.
Vamos me levanto, dejando en la cuenta unos 5 euros, mucho más de lo que cuesta el café.
Afuera nos recibe la noche, ya no esa fría e indiferente de antes, sino una que lleva promesas.
¿A dónde? pregunta Sofía, con la misma impaciencia que sentía mi corazón.
Miro al cielo, las primeras estrellas titilando.
Adelante le digo.
Y caminamos, no hacia el lado donde quedaron los sueños rotos y las fotos viejas, sino por callejuelas estrechas, donde la luz de las farolas se fragmenta en los charcos y el aroma de los castaños asados se mezcla con el frescor nocturno.
¿Sabes qué es lo más raro? dice Sofía, saltando una grieta en el pavimento. No me preguntaste por qué te llamé.
Porque no importa le devuelvo la mirada. Lo importante es que vine.
Muerde su labio, como pensando si seguir hablando, pero se detiene.
Te vi antes.
¿En el café?
No. señala una pequeña plaza con una banca desconchada. Aquí. El otoño pasado estabas sentado, con un sobre en la mano. Lo rompiste y te fuiste.
Un escalofrío recorre mi espalda. Ese sobre. Los billetes para Venecia que nunca compramos.
¿Por qué lo recuerdas?
Porque roza mi mano con la punta de los dedos, parecías estar perdiendo lo último. Ese día encontré un perrito callejero, lo llamé Chispa. Pensé que el universo equilibra: quien pierde, alguien encuentra.
Le suenan campanas a lo lejos. Me percato de que estoy en una intersección, literal y figuradamente.
¿Y ahora? pregunto, rasgado. ¿Soy el que pierde o el que encuentra?
Sofía se pone de puntillas, acerca su rostro, su perfume de labios con toque a cereza, y me da un beso en la mejilla.
Solo tú lo decides.
En ese instante cae una hoja de otoño sobre mi hombro, como una señal del destino, o quizá, en otro barrio, mi ex se vuelve y siente que otro pedazo de pasado se desprende de ella.
No espero respuesta. Tomo la mano de Sofía y la llevo, cruzando tiendas cerradas, bajo puentes, por callejones desconocidos.
¿Seguro? ríe ella.
Por primera vez en mucho tiempo, sí.
Las calles están vacías, solo unas farolas dibujan largas sombras. Sofía camina a mi lado, su hombro roza el mío de vez en cuando, sin que me atreva a preguntar.
¿A dónde ahora? susurra, su voz se funde con el crujir de las hojas bajo sus pies.
Miro la cinta oscura del camino que se pierde entre casas dormidas.
No lo sé. Sólo sigamos.
Asiente y avanzamos juntos, sin prisa, sin mirar atrás, sin imaginar lo que nos espera al doblar la esquina.
Porque, al final, lo importante no es el destino, sino quien camina a tu lado.







