¿Por qué debo compadecerme de ustedes? Ustedes no se compadecieron de mí, respondió Tania.

Life Lessons

¿Por qué tengo que compadecerle? Usted no me compadeció respondió Cayetana.

En el último año de su vida, la madre enfermó con frecuencia. Cuando estaba ingresada, Cayetana se quedaba en casa con su padrastro, el tío Miguel.

Como siempre, Miguel trabajaba sin parar: salía de casa a las siete de la mañana y volvía a las ocho de la tarde. Así que, en apariencia, Cayetana vivía sola.

Miguel le entregaba unas pocas monedas para que pudiera comprar el menú del colegio. Con lo que sobraba, ella se compraba macarrones, alubias, patatas y, de vez en cuando, unas salchichas baratas, y de esos ingredientes sacaba la cena.

Una tarde de finales de noviembre, Cayetana volvió del instituto y encontró a Miguel en la cocina, apoyado en sus codos, mirando al suelo. Cuando ella entró, él alzó la cabeza y le dijo:

Ya ves, Cayetana, ya no hay más mamá.

La niña no respondió y se encerró en su habitación. Tenía trece años y sabía que, con esa enfermedad, la gente no suele vivir mucho, pero, por alguna razón, seguía esperanzada de que su madre siguiera allí.

Juntos habían planeado que Cayetana terminaría el noveno curso y entraría al colegio de enfermería. Su madre le decía que acabaría siendo una enfermera de primera.

Tú, hija, deberías trabajar con niños le repetía eres buena, y los niños enfermos merecen un trato tierno.

Cayetana no lloró; se quedó mirando las ramas desnudas del abedul que crecían bajo la ventana. De pronto sintió una soledad brutal, como si en la casa no quedara ni padrastro, ni parientes, ni amigas del instituto. Solo un vacío que lo llenaba todo.

Al día siguiente llegaron las hermanas de la madre: la tía Violeta, la tía Valeria y la tía Silvia, todas del interior. Recorrieron el piso, charlaron, sacaron del armario los enseres de la madre y, tras todo, se pusieron a cocinar.

Cayetana se quedó en su habitación. Violeta le llevó un plato de patatas con escalope, pero la chica no tocó nada.

En el funeral asistieron también tres mujeres y dos hombres que Cayetana nunca había visto antes. Allí, sobre la mesa, empezaron a debatir qué hacer con la niña.

Miguel rompió el silencio:

Yo y Katia nunca fuimos novios; solo compartíamos techo. Así que, para mí, ella no es nadie. En dos semanas tengo que dejar el piso no me sirve un apartamento de dos habitaciones solo para mí, voy a buscar algo más pequeño. Entonces, familia, decidid quién se lleva a Cayetana.

Se hizo un silencio sepulcral; ni las tres hermanas de la fallecida ni sus tías dijeron nada. Finalmente, una de ellas habló:

¿Qué pensar? Katia era tu hermana, Violeta, así que te toca criarla tú.

¿Y qué? ¿Pues es hermana? Katia y yo solo nos llamábamos de vez en cuando por cumpleaños y Nochevieja. Ni siquiera sé de quién es su hija. Además, tengo tres hijos y no me cabe otra persona bajo mi techo.

¿Te apuntas, Silvia? preguntó Valeria. Sé que escasean los euros, pero por la tutela te darían una pensión de la madre y algo de salario. Además, tu hijita Cristiana tiene doce años; con una compañía serían dos.

¡No! Acabo de mudarme con Pablo. Le dije a Cristiana que se porte como el agua bajo la hierba, y ahora quieren imponerme a una extraña.

Yo no pido dinero dijo Silvia. ¿Por qué no la tomas tú, Valeria?

Soy discapacitada, no me aceptarán repuso Valeria. Además, soy mayor que vosotras, me costaría cuidar a una niña.

Así, sin decidir el futuro de Cayetana, la conversación se desvaneció. La niña, en la habitación de al lado, escuchaba cómo la familia regateaba su destino.

De todo ello comprendió que ninguna de las tías de su madre mostraba interés alguno por ella. Cuando todas se vistieron en el recibidor, Silvia soltó:

Si el piso no fuera de alquiler, sino propio, tal vez nos hubiéramos puesto de acuerdo. Pero así, lo pierdes todo y encima te hacen inspecciones de la noche a la mañana.

Llegó el momento de desocupar el apartamento y el destino de Cayetana quedó sellado: la enviaron al hogar de menores del barrio.

Al entregarle a los trabajadores sociales al niño, Miguel, con una sonrisa forzada, le dijo:

No me guardes rencor; nuestros caminos se separan.

El primer día en el albergue, se acercó una muchacha alta con una cabellera rizada y voluminoso chongo:

¿Eres nueva? preguntó. ¿Cómo te llamas?

Cayetana.

No te preocupes, aquí no está tan mal. Hay monitores decentes y otros que no dan ni una onza de importancia, pero nada verdaderamente dañino.

Yo sólo me quejo porque estoy sola. Llevo un mes aquí, ¡así que vamos a apoyarnos! Yo me llamo Ludivina.

¿Tú también perdiste a tus padres? indagó Cayetana.

No, los míos siguen vivos, aunque pronto tal vez se vayan, porque no se secan nunca. Les quitaron la patria potestad y nos trajeron a los cuatro aquí explicó, señalándose a ella y a sus tres hermanos.

¡Qué suerte! exclamó Cayetana. Tienes hermanos.

Sí, aunque me lo salvaría el destino. El menor, Lobo, todavía es un chiquillo, pero los dos mayores me han golpeado toda la vida, me obligaban a cocinar y lavar mientras la madre no aguantaba más.

¿Cuántos años tienes? preguntó Cayetana.

Trece años y tres meses.

Yo pensaba que eras mayor.

No, es que en mi familia todos somos altos: el abuelo, el padre y los hermanos.

Ludivina y Cayetana se mantuvieron juntas hasta que terminaron el noveno curso.

En aquel último año charlaban a menudo sobre su futuro.

Quiero entrar al colegio de enfermería confesó Cayetana. Lo soñábamos mamá y yo. No sé si se cumplirá.

¿Y por qué no? En química y biología sacas sobresalientes, en el expediente quizá solo dos cuatros. Además, tienes becas, aunque entrarías sin ellas.

¿Tú ya decidiste ser cocinera? le preguntó Cayetana.

Cocinerapastelera. Me encanta hornear tartas y bizcochos, que floten como nubes.

¿Te acuerdas de la vez que la señora Natalia nos llevó al concurso de coros? Resultamos finalistas y aparecimos en la tele.

Después fuimos al café y la señora Natalia nos invitó a café con pasteles, con esa crema que parecía aire.

Cayetana ingresó al colegio de enfermería y se convirtió en una de las mejores alumnas. En el último semestre le asignaron un piso pequeño, con una reforma básica.

Fue la primera vez, tras años en el hogar de menores y en residencias universitarias, que tuvo una habitación solo para ella, con cocina y baño propios.

Con empeño la decoró: colgó cortinas claras, puso una geranio en el alféizar, extendió una funda de colores sobre la mesa, compró dos cacerolas rojas con lunares blancos y algún otro utensilio. No era una mansión, pero era bastante habitable.

Un día, al terminar sus prácticas en el hospital, Cayetana se dirigía al vestuario para ir a la guardería donde trabajaba como auxiliar. En ese momento la llamó alguien.

Era la tía Silvia, la prima segunda de su madre, la misma que había rechazado acogerla para no arruinar su felicidad familiar.

¡Cayetana, hola! ¿Te acuerdas de mí?

Sí, soy la prima segunda de mi madre.

No sabía que estudiabas enfermería. Resulta que Cristiana, la hija de la tía, me contó por casualidad que en el concurso del colegio ganó una estudiante con tu mismo nombre, Cayetana Ponzano.

Hay muchos Ponzano, pero Cayetana es raro, ¿no? Vine a comprobar que somos familia explicó Silvia.

Perdona, llego tarde al trabajo dijo Cayetana y se dirigió a la salida.

Silvia la siguió y continuó:

Escuché que te han dado piso. Tengo un pequeño favor: Cristiana está en segundo curso y le quedan dos años. Los compañeros de piso son bastante… peculiares.

¿Podrías alojarla hasta que termine el colegio? Nosotros pagaríamos la mitad del alquiler y llevaríamos la comida. ¿Te parece?

No, no lo acepto contestó Cayetana.

¡Vamos, siempre has sido una buena niña! ¿No sientes lástima por tu hermana?

Ya no soy tan buena como antes, y no me importa Cristiana. ¿No les dolió a todos enviarme al hogar de menores?

¿Por qué tengo que compadecerte ahora? Yo también pasé por el hogar y el albergue y, ¿sabes qué? He sobrevivido. Y Cristiana también lo hará.

En ese instante llegaron a la parada del autobús. Cayetana subió, cerraron las puertas y el vehículo se alejó.

Silvia se quedó mirando el bus unos minutos, luego dio la vuelta y se marchó. Como dice el refrán: Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija.

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