El cielo lloviznaba suavemente, como un delicado velo de lluvia, mientras la gente pasaba con paraguas abiertos y la mirada baja. Pero nadie prestó atención a la mujer vestida con un traje beige que, en medio del cruce, se arrodilló. Su voz temblaba. «Por favor cásate conmigo», susurró, sosteniendo una cajita de terciopelo. ¿El hombre al que le dirigía la propuesta? Llevaba semanas sin afeitar, vestía un abrigo remendado con cinta adhesiva y dormía en un callejón a solo una manzana de la Gran Vía.
Dos semanas antes
Elena Gutiérrez, de 36 años, multimillonaria y directora ejecutiva de una empresa tecnológica, lo tenía todo o al menos eso creía el mundo. Premios de las Fortune-100, portadas de revistas y un ático con vistas al Retiro. Pero tras las paredes de cristal de su oficina, sentía que se ahogaba.
Su hijo de seis años, Lucas, había dejado de hablar desde que su padre un reputado cirujano la abandonó por una modelo y una vida en París. Lucas ya no sonreía. Ni por los dibujos animados, ni por los cachorros, ni siquiera por una tarta de chocolate.
Nada lo alegraba excepto un hombre harapiento que alimentaba a los pájaros frente a su colegio.
Elena lo vio por primera vez cuando llegó tarde a recogerlo. Lucas, callado y reservado, señaló al otro lado de la calle y dijo: «Mamá, ese hombre habla con los pájaros como si fueran su familia».
Elena lo ignoró hasta que lo vio por sí misma. El hombre, de unos cuarenta años, con ojos cálidos bajo la suciedad y una barba desaliñada, desmigajaba pan en la acera mientras murmuraba a las palomas como si fueran viejas amigas. Lucas lo observaba en silencio, con una expresión que no veía en él desde hacía meses.
Desde entonces, Elena llegaba cinco minutos antes cada día solo para presenciar ese momento.
Una tarde, después de una dura reunión de directorio, Elena caminó sola junto al colegio. Allí estaba él, incluso bajo la lluvia, hablando con los pájaros, empapado pero sonriente.
Vaciló, pero finalmente cruzó la calle.
«Perdón», dijo en voz baja. Él alzó la mirada, sus ojos brillaban a pesar de la suciedad. «Soy Elena. Ese niño Lucas se ha encariñado mucho con usted».
Él sonrió. «Lo sé. Habla con los pájaros. Ellos entienden cosas que la gente no».
Elena rio, sin poder evitarlo. «¿Puedo saber su nombre?»
«Jonás», respondió simplemente.
Hablar con él fue fácil. Veinte minutos. Luego una hora. Elena olvidó su reunión. Olvidó el paraguas que dejaba caer agua por su espalda. Jonás no pidió dinero. Preguntó por Lucas, por su empresa, por cuándo fue la última vez que había reído y escuchó. De verdad.
Era amable. Listo. Sencillo. Y completamente diferente a cualquier hombre que hubiera conocido.
Los días se convirtieron en semanas.
Elena le llevó café. Luego sopa. Después, una bufanda.
Lucas dibujó retratos de Jonás y le dijo a su madre: «Es como un ángel, mamá. Pero triste».
Al octavo día, Elena hizo una pregunta que no planeaba:
«¿Qué qué harías para empezar de nuevo? Para tener una segunda oportunidad?»
Jonás apartó la mirada. «Alguien tendría que creer que aún importo. Que no soy un fantasma que la gente ignora».
Luego la miró directamente a los ojos.
«Y quiero que esa persona sea sincera. Que no me elija por lástima, sino porque realmente me quiere».
El presente La propuesta
Así fue como Elena Gutiérrez, la directora ejecutiva que antes del desayuno cerraba negocios millonarios, terminó arrodillada en la calle Serrano bajo la lluvia, con un anillo en la mano, frente a un hombre que no tenía nada.
Jonás parecía aturdido. Paralizado. No por las cámaras que ya empezaban a enfocarlos ni por los murmullos de la gente.
Sino por ella.
«¿Quieres casarte conmigo?», susurró. «Elena, no tengo nombre. No tengo cuenta bancaria. Duermo junto a un contenedor. ¿Por qué yo?»
Ella tragó saliva. «Porque haces reír a mi hijo. Porque me haces sentir de nuevo. Porque eres el único que no me ha pedido nada solo has querido conocerme».
Jonás miró la cajita en sus manos.
Luego dio un paso atrás.
«Solo si respondes una pregunta primero».
Elena se quedó quieta. «Dime, lo que sea».
Él se inclinó ligeramente para estar a su altura.
«¿Me amarías igual», preguntó, «si supieras que no soy solo un hombre de la calle sino alguien con un pasado que podría destruir todo lo que has construido?»
Sus ojos se abrieron.
«¿Qué quieres decir?»
Jonás se enderezó. Su voz era apenas un susurro.
«Porque no siempre he sido así. Antes tenía un nombre que los medios susurraban en los tribunales».
Daniel Vázquez se quedó allí, envuelto en silencio, sosteniendo un coche de juguete desgastado. La pintura roja se descascaraba, las ruedas tambaleaban, pero para él valía más que cualquier lujo.
«No», dijo al fin, arrodillándose frente a los gemelos. «No puedo permitir esto. Debería ser vuestro».
Uno de los niños, con ojos grandes y llenos de lágrimas, murmuró: «Pero necesitamos el dinero para las medicinas de mamá. Por favor, señor»
El corazón de Daniel se encogió.
«¿Cómo os llamáis?», preguntó.
«Yo soy Leo», dijo el mayor. «Y él es Lucas».
«¿Y vuestra madre?»
«Ana», respondió Leo. «Está muy enferma. Las medicinas son muy caras».
Daniel los miró. Apenas tenían seis años. Y estaban allí, vendiendo su único juguete, solos.
Su voz se suavizó. «Llevadme con ella».
Al principio dudaron, pero algo en su tono les dio confianza. Asintieron.
Los siguió por callejuelas estrechas hasta llegar a un edificio destartalado. Subieron escaleras rotas hasta una pequeña habitación donde una mujer yacía en un sofá viejo, pálida e inconsciente. No había calefacción. Su cuerpo frágil estaba cubierto por una manta fina.
Daniel sacó su teléfono y llamó a su médico personal.
«Mande una ambulancia a esta dirección. Y prepárese un equipo completo. Quiero que la atiendan en mi clínica privada».
Colgó y se arrodilló junto a la mujer. Su respiración era débil.
Los gemelos lo miraban con ojos asustados.
«¿Mamá se va a morir?», preguntó Lucas.
Daniel se volvió hacia ellos. «No. Os lo prometo, va a mejorar. No dejaré que le pase nada».
Minutos después, llegaron los médicos y se llevaron a Ana al hospital. Daniel se quedó con los niños, sosteniendo sus pequeñas manos mientras la ambulancia recorría la ciudad.
En el Hospital Vázquez, la clínica que él mismo había fundado, Ana ingresó de inmediato en cuidados intensivos. Daniel pagó todo, sin preguntas.
Horas después, los gemelos se abrazaban en la sala de espera, medio dormidos. Daniel los vigilaba mientras su mente bullía.
¿Quién era esa mujer? ¿Y por qué le resultaba familiar?
Una semana después
Ana abrió los ojos lentamente. La luz del sol entraba por las ventanas de la lujosa habitación. Lo último que recordaba era un dolor insoportable y las voces de sus hijos, como si se