– ¿Otra vez vienes a robarme el alma y destrozarme los nervios? ¡Mira qué lord inglés tenemos aquí! ¿Lo ves? ¡Se permite el lujo de comer cincuenta gramos como si nada! – Rugía la tendera

Life Lessons

¡Otra vez aquí para amargarme la existencia! ¡Mira qué señorito inglés! ¿Veis? ¡Se permite el lujo de comprar cincuenta gramos! rugió la dependienta.

El niño alzó un gatito pelirrojo como el sol. El animal, al ver aquel rostro temible, no se asustó.

Se escapó de sus manos, saltó al mostrador y, tras corretear por él, se acurrucó contra el delantal sucio y blanco de tía Clotilde, frotando su cabecita rojiza contra ella.

Tía Clotilde era Bueno, ya sabéis, de esas mujeres de complexión poderosa. Como talladas en piedra. Y su rostro

Nadie jamás se atrevía a mirarla directamente a la cara. Porque siempre reflejaba lo mismo: amenaza, desprecio y agresividad. Y un profundo resentimiento hacia la vida. Parecía que en cualquier momento alzaría la cabeza y gritaría al cielo:

¡Ay, Dios mío! ¿Por qué tengo que servir a esta gentuza?

Clotilde era dependienta. De profesión y de carácter. Atendía a los clientes con los dos puños grandes como melones apoyados donde debería estar su cintura.

Y clavaba tal mirada a los atrevidos que hasta los hombres más valientes bajaban la vista y, con voz temblorosa, como disculpándose, pedían. Ella hacía el favor de cortar un poco de chorizo.

Los pocos que osaban alzar la voz veían entonces cómo tía Clotilde retiraba sus puños del mostrador. Su rostro se ponía color remolacha y sus ojos se convertían en dos cañones.

De su garganta salía un rugido de león. La cola de clientes se agachaba como si pasara un caza a toda velocidad. Y el hombre en cuestión

Palidecía, balbuceaba una disculpa y estaba a punto de confesar todos sus pecados, pasados y futuros. Nadie jamás se atrevía a pesar el producto dos veces.

Pero lo que más la sacaba de quicio era el niño.

Un mocoso insolente de unos diez años. Que tenía el descaro de aparecer con exasperante regularidad, dejar unas monedas en el mostrador y pedir con vocecilla temblorosa:

Tía Clotilde, por favor, córteme un poco de chorizo de leche.

La mujer enrojecía, palidecía y se ponía gris al mismo tiempo.

¡Otra vez aquí! tronaba, haciendo vibrar los cristales. ¡Que le corte cincuenta gramos!

Lanzaba una mirada triunfal a la cola. Y la gente, que en otro lugar habría protestado, bajaba la vista.

¡Otra vez para fastidiarme los nervios! ¿Veis qué señorito fino? ¡Solo cincuenta gramos se permite!

Pero el niño, cosa extraña, no se intimidaba. Alzaba sus ojos azules como el cielo y decía:

Por favor, tía Clotilde. Lo necesito mucho.

La mujer abría la boca, como si fuera a escupir fuego del infierno

Pero, al mirar aquellos ojos azules, callaba y cortaba tranquilamente un trozo de chorizo. La cola suspiraba aliviada, y el niño se iba con su paquetito bien agarrado.

Ese día, tía Clotilde estaba especialmente furiosa. La cola guardaba un silencio tenso. Las otras dependientas evitaban mirar hacia allí. Una y otra vez, la mujer lanzaba paquetes de embutido entre gritos, hasta que

De repente, asomó entre el mostrador una cabeza rubia con ojos azules como el cielo.

El niño miró a la dependienta y dijo en un silencio absoluto:

Tía Clotilde, hoy no tengo dinero. Pero lo necesito mucho. ¿Me corta cincuenta gramos? Luego se lo pago.

Nadie se habría atrevido a semejante descaro. Era un sacrilegio contra la esencia misma del comercio.

Tía Clotilde se puso roja, luego pálida y soltó un rugido que hizo agacharse a todos en la tienda. Un borracho que intentaba esconder una botella de vino blanco en los pantalones la soltó y levantó las manos.

La botella se estrelló contra el suelo de cemento, pero nadie le prestó atención.

¡Tú, tú, tú! ¡Maldito señorito! ¿Otra vez aquí para darme un infarto? Y alzó su puño enorme.

Todos cerraron los ojos. Los más sensibles se llevaron la mano al corazón.

Pero el pequeño “Señorito” no se asustó. Ni siquiera parpadeó. Volvió a mirar a tía Clotilde con sus ojos azules y dijo con calma:

Tiene mucha hambre. Y yo no tengo dinero. Mamá se olvidó de darme para el desayuno. Y alzó el gatito pelirrojo.

El animal, ante el rostro fiero de la mujer, no se inmutó. Se soltó, saltó al mostrador y se restregó contra su delantal.

Un gemido de terror recorrió la tienda. Todos pensaron que aquel puño aplastaría al gatito como a una mosca.

El borracho se tiró al suelo, se encogió y se tapó la cabeza.

Tía Clotilde primero se puso gris, luego blanca, luego roja. De su garganta salió un gruñido. Bajó el puño, cogió al gatito y lo acercó a su cara. El animal maulló y le rozó la nariz con el hocico.

¿Así que esto eras? preguntó con severidad. ¿Todo este tiempo gastabas el dinero que tu madre te daba para el desayuno en este bribón? ¿Y cada día me desgastabas los nervios pidiendo cincuenta gramos de chorizo?

Sí admitió el pequeño delincuente. Pero no se preocupe, mañana le traigo el dinero. Cuando mamá me lo dé.

La dependienta de la sección de dulces sollozó y, saliendo de detrás del mostrador, le metió un billete en la mano al “Señorito” de ojos azules.

¡Ni se te ocurra! gritó tía Clotilde con tal fuerza que temblaron los cristales. ¡Guárdate tu dinero! le espetó a la otra empleada, que recogió el billete y se apartó.

Ven aquí, niño le dijo al “Señorito”.

Y cortando un buen trozo de chorizo de leche, lo metió en una bolsa.

Esto es para ti y tu madre añadió, colocando también una rueda entera de chorizo ahumado.

La cola se quedó boquiabierta. La dependienta de los dulces dejó caer el billete. El borracho se levantó, miró alrededor y, escondiendo su botella, salió tranquilamente.

Y a este gato insolente dijo tía Clotilde me lo dejas. Necesito un trabajador en el almacén. Para cazar ratones.

¡Crecerá y será un gran cazador!

La cola sonrió. Las otras dependientas también.

El gatito pelirrojo ronroneaba y se frotaba contra tía Clotilde. Ella lo alzó y desapareció unos minutos en la trastienda. Luego volvió al mostrador y dijo con voz firme:

¿Quién es el siguiente?

Los siguientes clientes, pese a su aspecto severo, sonreían. Hablaban con respeto y ella

Les respondía igual. Y a veces Bueno, podéis no creerme. En su rostro de piedra asomaba algo parecido a una sonrisa.

Ahora hay dos gatos en esa tienda. Uno pelirrojo y otro gris. El “Señorito” de ojos azules trajo otro gatito. Todas las dependientas los alimentan, pero ellos

Siempre prefieren a tía Clotilde y no dejan de molestarla mientras trabaja. Y ella

Refunfuña, maldice y lanza rayos y truenos, mientras acaricia dos lomos peludos.

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