¡¿Otra niña?! gritó casi a voz en cuello la suegra, Doña Nieves de Hernández. ¡Todo lo hemos hecho por ti! ¡Te dimos educación! ¡Te pusimos en marcha! ¡Y no sabes ni dar un heredero a mi hijo!
Irene se puso pálida. Ya estaba débil por haber vuelto recién del hospital tras el parto. Ser madre por tercera vez, a su edad, había puesto a su salud en jaque. Y encima la suegra, con sus crisis Menos mal que no había estado en el alta; de lo contrario habría arruinado el ambiente.
¡No sirves de nada! ¡Solo engendras parásitos, maldita sea!
Irene perdió la paciencia.
¿Cómo os podéis hablar así de nuestras nietas? ¿Tenéis la cabeza bien?
¡Mejor que la tuya! Qué lástima que a mi hijo Andrés le haya tocado una esposa tan continuó la suegra con desdén.
¿Qué hacéis aquí? ¡Largo! ¡Nadie os ha llamado!
En realidad, Irene no había invitado a su suegra. Solo había abierto la puerta al sonido del timbre sin mirar por la mirilla, porque con la bebé en brazos y esperando a su hija mayor, que había prometido venir a ayudar, no podía pensar en otra cosa. No sabía quién podía ser.
Doña Nieves, al ser rechazada en el umbral, se plantó en la escalera y empezó a soltar peroratas. Primero preguntó si era niño o niña qué bien que no me lo dijeran antes y al recibir la respuesta se lanzó a la ofensiva.
Irene, reuniendo valor, cerró la puerta de golpe en la cara de la suegra, exhaló hondo y se dejó caer en el sofá. El alboroto despertó a la pequeñita, que tuvo que ser consolada. Por suerte, la hermana mayor llegaría pronto: limpiaría la casa, prepararía la comida y se encargaría de la colada.
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Quizá Irene y Andrés no se hubieran casado si ella no hubiera quedado embarazada. En aquel momento Andrés era un estudiante de segundo curso con buen futuro; Irene, un año menor, había abandonado la universidad y trabajaba. Se conocieron a través de amigos comunes: Andrés era amigo del colega de Irene. Los padres de ella supieron del embarazo y presionaron para la boda. Los jóvenes se casaron rápido, a pesar de la oposición de los padres de Andrés. Ya entonces Doña Nieves se quejaba de que la incauta Irene arruinaría la carrera prometedora de su hijo: ¡Andrés ha conseguido una plaza en la marina con beca! ¡Y ella solo le va a distraer!.
Al nacer Verónica, la hija mayor, la suegra comenzó a repetir:
Ya que habéis empezado a tener hijos tan temprano, apresuraos con el segundo. ¡Mi hijo necesita un heredero!
Verónica tenía apenas seis meses.
Los padres de ambos lados ayudaban en todo: la madre de Irene cuidaba de la bebé, los padres de Andrés aportaban dinero. Doña Nieves, como siempre, esperaba gratitud digna de himnos. Pero no se la podía dar a su hijo, así que descargaba sus quejas sobre Irene.
¡Si no fuera por nosotras, no tendríais pañales! ¡Yo lavaba los paños todo el día, como antes!
Irene respondía con un gracias diez veces al día.
La suegra la despreciaba abiertamente. Cuando visitaba a los jóvenes, encontraba defectos: señalaba la caldera, husmeaba en la nevera, inspeccionaba los estantes.
¡Te falta aire! exclamó Doña Nieves una vez, mientras Andrés estaba en clase. No limpias, no quitas el polvo.
Con el pretexto de ayudar, trajo una mesita de la cocina y se plantó frente al armario, frotando con la mano todas las superficies a su alcance.
¡Te lo dije! ¡Tienes polvo por todas partes! ¿Cómo puedes respirar así?
Irene bajó la cabeza, sin contraatacar. Discutir con la suegra costaba demasiado.
¿Cómo puedes vivir sin trabajar, con tanto desorden? la acusó la suegra, recordándole el permiso de maternidad y que Verónica ya tenía un año y medio.
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Cuando Verónica entró al colegio, Irene se quedó sorprendida: habían pasado tres años de permiso sin que ella se diera cuenta. No había estudiado, no tenía experiencia laboral. Andrés, por su parte, ya casi terminaba la carrera y los profesores le auguraban un futuro brillante.
Irene envidiaba a sus compañeras, que llevaban una vida despreocupada. Decidió entonces volver a estudiar, aunque fuera algo de oficio. Sus padres la apoyaron. Cuando le contó a Andrés sus planes, él sonrió y la llamó valiente.
Doña Nieves, como siempre, se presentó sin avisar, alegando que tenía derecho porque habían ayudado a los jóvenes con el alquiler. La encontró cuando Irene buscaba entre papeles y copias.
¿Qué haces? preguntó con una mezcla de sorpresa y desprecio.
Necesito copias de mi certificado de estudios, pero no lo encuentro… respondió Irene, sin imaginar la explosión que provocaría.
¡¿Qué certificado?! rugió la suegra. ¿Qué se te ocurre?
Quiero entrar a la universidad
Doña Nieves, con tono de autoridad, replicó:
Estudiar está bien, pero ¿quién cuidará al niño? señaló que Verónica iría al cole.
De todas formas, deberías priorizar a los niños. Estudiar es cosa de gente libre y soltera, no de madres.
Irene no dijo nada, solo apretó los labios.
¿Y cuándo se preocuparán por nuestro hijo? ¿Quizá llegue a ser capitán? ¡Necesitamos una dinastía marinera!
Quiero estudiar protestó Irene.
Deberías haberlo pensado antes bufó Nieves, insinuando que había arruinado la vida de su hijo con un matrimonio precoz.
Irene contraatacó:
El hijo necesita una madre educada, que le ponga buen ejemplo. No le avergonzará.
Doña Nieves se quedó muda, luego murmuró entre dientes:
Si realmente quieres estudiar, estudia, pero cuenta solo contigo. Nuestra familia no te dará ni un euro.
Afortunadamente, Irene obtuvo una plaza de beca en una universidad pública, se licenció en Contabilidad y comenzó a trabajar. Andrés siguió en el mar, por lo que la mayor parte de la casa recayó en Irene. Aprendió a compaginar trabajo y maternidad, pese a los reproches constantes de la suegra.
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Los años pasaron. Verónica entró al instituto y sus maestros la elogiaban por su inteligencia. Irene y Andrés trabajaban; Nieves seguía con sus consejos no solicitados.
¿Por qué tu hija está siempre con los libros? preguntó la suegra, cuando vino de excusa de que Andrés había vuelto de una travesía para verles. ¡Al menos salid a pasear! Es bueno para la salud.
Terminamos la tarea y en una hora salimos a caminar. Además, la inscribimos en clases de baile.
¡Bailes! refunfuñó Nieves. Las chicas dignas no van a eso. Además, allí habrá chicos que la distraerán.
Son bailes tradicionales, van con la mitad de su clase replicó Irene.
No importa, es una pérdida de tiempo. ¡Qué madre tan extravagante!
¡No te permitas hablar así de mi hija! explotó Irene. Si no puedes controlar tu lengua, mejor vete. No necesito más conflictos en mi casa.
Andrés, al oír la discusión, intervino:
Mamá, ¿por qué siempre estás criticando? Todo te parece mal.
¡Mira a quién está criando! gritó Nieves. ¡A mi hijo lo estás arruinando!
Andrés se encogió de hombros.
No digas eso de mi esposa. Criamos a Verónica lo mejor que podemos.
¡No merecéis nada de mí! exclamó Nieves.
Andrés ganaba bien en el mar, y ya no necesitaban dinero de los padres. Nieves no pudo intimidar a su hijo.
Así vivieron. Cuando Verónica terminaba tercero de primaria, Irene sintió que otro bebé se acercaba. Andrés estaba encantado, la llevaba en brazos.
¿Esperáis a un hijo? preguntó Irene con ironía amarga.
No importa respondió Andrés con una sonrisa. Lo que importa es que el bebé esté sano.
Nieves, sin embargo, sólo quería un nieto varón.
Haz lo que sea, pero que sea un varón le decía a Irene.
Si dependiera de mí, no podría cambiar nada replicó Irene.
Cuando nació Marta, Niecie se enfadó tanto que dejó de hablar ni con la nuera ni con el hijo durante dos semanas. Andrés se sintió traicionado porque ella ni siquiera asistió al alta ni quiso ver a su nieta. Desde entonces la relación se enfrió; Andrés la llamaba ingrata y ella le recordaba los favores económicos de los primeros años. También la tachó de mal padre.
Nieves apenas participaba en los festejos familiares que organizaba el esposo. En las reuniones, Irene aguantaba los reproches por el bien de los nietos y del abuelo, que sí los quería.
Los años siguieron su curso. Cada vez que Verónica quería cambiar de peinado o Marta se negaba a comer, Niecie hacía un escándalo, pero poco a poco la familia logró distanciarse. Andrés se consolidó como un buen profesional del mar, lograron comprar un piso con una hipoteca y la pagaron sin problemas. Irene, como contable, tenía un sueldo modesto pero estable, y su empleo le permitía combinar trabajo y familia.
Verónica se licenció en la universidad, se casó y empezó su propio nido. Marta ingresó en la universidad de otra ciudad. Irene y Andrés vivían tranquilos, salvo por las llamadas esporádicas de Nieves.
Un día Irene sintió malestar digestivo. Lo culpó a la comida de la oficina, donde a veces almorzaba con compañeros. Pasaron unas semanas y el malestar desapareció, así que no le dio mayor importancia. También le apetecían los encurtidos: pepinillos, aceitunas y tomates en conserva.
¿Qué te ha picado en los encurtidos? bromeó Andrés, preparando el viaje al mar.
No es broma respondió Irene, mirando los pepinillos en el mercado. Me apetecen mucho.
Atribuía ese antojo al paso de los años; nunca antes había deseado comer chucrut o pepinillos día tras día. Pensó que debía hacer conservas cada verano o incluso considerar una huerta.
Con esa edad, el cuerpo le dio otra sorpresa: el embarazo de nuevo. Cuando le contó a Andrés, él pensó que era una broma, pero al confirmarlo se quedó perplejo.
¡Que me saquen del barco! exclamó.
¿Será complicado? preguntó Irene, con la voz temblorosa.
Lo arreglaremos.
Al principio se alegró de que Andrés volviera antes, pero pronto llamó a la suegra y le gritó al teléfono:
¿Quieres arruinar la carrera de mi hijo?
¿Qué ocurre? se descoló Nieves.
He oído que quiere regresar de su travesía porque tú esperas un bebé. ¿Qué te has inventado, fantasiosa?
No he inventado nada. Andrés será padre otra vez.
¿En serio? ¿A tu edad? Ya no eres una niña
No soy una anciana replicó Irene. Las mujeres mayores también tienen hijos.
Nieves colgó. Andrés tardaría al menos un mes en volver del mar. Irene aceptó que sería madre por tercera vez y pidió a su marido que no interrumpiera su travesía.
¿Para qué tanto alboroto? le decía él por mensaje. Tendremos al bebé, no es un problema.
No te preocupes, vuelve cuando debas. Verónica y su cuñado están cerca para ayudar. No tiene sentido perder dinero por un viaje corto.
Cuando la suegra se dio cuenta de que Andrés permanecería en el mar, empezó a mostrarse más amable, llamando de vez en cuando para preguntar por Irene. Ella respondía con monosílabos, intentando terminar la conversación.
Un día Andrés llamó para ofrecer ayuda y, al contestar, Niecie soltó:
¿Te has hecho la ecografía? ¿Sabes si es niño o niña?
No titubeó Irene, recuperando la compostura. No quiero saber el sexo, quiero sorpresa.
Ah, qué delicadeza respondió la suegra con una risita.
Desde entonces la suegra se volvió más sutil, enviaba regalos a través de la nieta y seguía diciendo que necesitaban un varón para continuar la dinastía marinera.
Cuando la expectativa de Niecie no se cumplió, ni siquiera asistió al alta. Irene, aunque preparada para sus extravagancias, no se lo esperaba cuando la suegra apareció de golpe y empezó a regañar.
Verónica, al entrar, saludó a su madre con una sonrisa forzada:
Mamá, ¿qué ha pasado? Vi a la abuela en el pasillo; me agarró del brazo y se quejaba de que todo estaba perdido
Sí, venía a ver a su hijo y otra vez se ha frustrado contestó Irene.
¿Estaba en la casa? preguntó Verónica.
Sí, entró, me insultó y salió sin siquiera preguntar el nombre de su nieta. Como si no importara que sea una niña
Irene se sintió herida, no por ella, sino por sus hijas, que no merecían tal actitud.
No le des importancia, mamá la abrazó Verónica. Que viva como quiera, pero no nos metas en sus problemas. Somos felices sin ella.
Cuando Andrés volvió del barco, Verónica le contó lo de Niecie. Al principio él se enfadó, pero después dejó pasar los comentarios y se centró en sus hijas. La familia, incluida el abuelo, redujo cada vez más los contactos con la suegra; incluso el abuelo empezó a visitar al hijo sin ella, como dice el refrán: Quien siembra, recoge.
Así terminaba la historia, con Irene y Andrés llevando una vida tranquila, rodeados de sus hijos y de un abuelo comprensivo, mientras las llamadas de Niecie se convertían en ecos lejanos.







