Nos quedaremos contigo un tiempo, ¡no tenemos dinero para alquilar un piso! me dijo mi amiga Begoña, con la voz cargada de urgencia.
Tengo 65 años y sigo siendo una mujer de marcha. A pesar de la edad, recorro pueblos y ciudades, y me cruzo con gente que deja huella. Cuando recuerdo mi juventud, una mezcla de alegría y nostalgia me invade. Entonces podíamos ir de vacaciones a donde quisiéramos: a la playa del Levante, acampar en los Pirineos con los colegas, o embarcarnos en un crucero por el Ebro. Todo eso con apenas unos pocos euros.
Hoy esos tiempos ya son sombra.
Siempre me ha fascinado conocer gente nueva. Los he encontrado en la arena de la Costa del Sol, en los balcones del Teatro Español y en los cafés del centro de Madrid. Con muchos de ellos mantuve amistades que duraron años.
Una primavera, en el albergue La Luz del Mar de la Costa Brava, conocí a Almudena. Compartimos el mismo cuarto, nos reímos y al despedirnos nos prometimos seguir en contacto. Pasaron algunos años; intercambiábamos cartas y tarjetas de Navidad. Un día, sin remitente, llegó un telegrama que decía: A las tres de la madrugada llega el tren. Espérame en la estación.
No entendía quién podía haberlo enviado. No habíamos viajado con mi esposo, Lorenzo. Sin embargo, a las cuatro de la madrugada sonó el timbre. Abrí la puerta y quedé paralizada. En el umbral estaba Almudena, acompañada de dos adolescentes, una abuela y un hombre. Llevaban una montaña de maletas. Lorenzo y yo nos quedamos boquiabiertos, pero los invitamos a pasar.
Almudena, con voz tensa, preguntó:
¿Por qué no te fuiste después de mi telegrama? ¡Yo te dije que el taxi cuesta!
Lo siento, no sabía quién lo había enviado contesté.
Tenía tu dirección. Aquí estoy replicó ella.
Pensaba que solo nos escribiríamos añadí, incrédula.
Almudena explicó que una de las chicas, Ana, acababa de terminar el instituto y quería estudiar en la universidad. Su familia había venido a apoyarla.
Nos quedaremos contigo. ¡No tenemos dinero para alquilar! Además, vives cerca del centro dijeron al unísono.
Me quedé helada. No éramos parientes. ¿Cómo podíamos alimentar a cinco personas más? Traían algo de comida, pero no cocinaban. Yo debía atenderlos a todas horas.
Al fin, después de tres días, les pedí que se marcharan. No me importaba a dónde iban. El ambiente estalló en un escándalo. Almudena empezó a romper platos y a gritar histéricamente. Quedé atónita ante su arrebato. Salieron furiosos, llevándose mi albornoz, varias toallas y, como por arte de magia, una enorme olla de col. No sé cómo lograron arrastrarla fuera; simplemente desapareció.
Así terminó nuestra amistad. Gracias a Dios, nunca volví a saber de ella. Ahora soy mucho más cauta cuando conozco a desconocidos.







