No somos nada el uno para el otro

Life Lessons

El vagón de la línea C3 de Cercanías tiembla y arranca, dejando entrar un soplo de aire fresco cargado de aceite y polvo. La mirada de la mujer, viva y luminosa, sigue admirando a los dos jóvenes que están sentados frente a ella. Una sonrisa tierna y aprobadora no abandona su rostro.

A veces se ve al instante si dos personas están hechas la una para la otra. ¿Ya están casados o lo están planeando? pregunta, sin pudor.

Diego y Almudena, que ocupan los extremos de un asiento de tres plazas, levantan la vista de sus pantallas. Sus ojos se cruzan por un segundo, desconcertados, llenos de preguntas. No saben de quién habla la mujer y ambos asumen que no se refiere a ellos.

Qué sabio todo está dispuesto, continúa la mujer, acomodándose más cerca, dos almas afines, abiertas y luminosas. ¡Qué rareza hoy en día!

Sus palabras quedan suspendidas sin recibir respuesta. Almudena se sumerge de nuevo en la lectura del móvil, y Diego vuelve a fijarse en la tableta, erigiendo una pared invisible a su alrededor. La pasajera, sin inmutarse, se acomoda y sigue observando a los jóvenes como si fueran piezas únicas en un museo, asintiendo ocasionalmente con aprobación. De repente, como si se le hubiera encendido una bombilla, exclama:

¡Y tendrán unos niños que serán un encanto! La niña será una copia perfecta de su madre. Y el niño

No somos pareja interrumpe, con voz temblorosa, Almudena, cuya cara se tiñe de rubor. Diego apenas mueve los labios en una sonrisa contenida.

¡Anda, estás jugando! dice la mujer con una sonrisa pícara, agitando la mano, pero su gesto no recibe respuesta, solo la seriedad de Almudena. Entonces dirige su mirada inquisitiva a Diego, quien finalmente deja el mundo digital.

¿No estáis juntos? repite, buscando confirmación en sus ojos.

Diego sacude la cabeza en silencio, desmoronando cualquier ilusión que la mujer había tejido.

Qué lástima suspira, juntando las manos sobre el pecho, mirando por la ventana sucia que muestra los barrios grises de la capital. ¿A dónde miráis? ¡Por Dios, hasta el lazo del lado!

Si no hubiese lanzado esa frase mordaz, tal vez todo habría quedado como un encuentro fugaz en el trayecto. Pero esas palabras, como guijarros afilados, caen en la tranquila charca de su aislamiento. Un grano de curiosidad, contra su voluntad, se planta en la tierra. Aunque ninguno de los dos pretende romper la regla tácita del viajero solitario, el susurro de esa curiosidad empieza a ahogar la voz de la prudencia.

Diego, en su cuarta revisión del mismo párrafo de la tableta, no logra comprender el sentido. Su mirada, escapando involuntariamente de los párpados caídos, vuelve a posarse en la desconocida que lleva al lado.

«Como sacada de un anuncio de moda. No es mi tipo, pero resulta agradable mirarla».

Diego siempre prefiere a las morenas, como su ex, Carla. Las rubias con ojos avellana, como la pasajera, rara vez despiertan en él más que un curioso destello. Sin embargo, tras el comentario abrupto de la compañera de vagón, la niña ocupa ahora todo su pensamiento.

«Qué mirada tan singular. Directa, abierta, con una chispa traviesa apenas perceptible. Y ese gesto de despeinarse la hebra rebelde que le cae sobre la cara. Sin duda, es bella. Además, parece irradiar una luz interior»

Se queda pensativo más tiempo del necesario y, sin lograr apartar la vista, sus ojos se encuentran. Una sonrisa, tímida y rápida, florece en ambos rostros y se apaga al bajar la mirada.

Almudena piensa:

«Vaya comienzo de día. Cercanías y un chico con gafas y barba. ¿Por qué cree que somos pareja? ¿Para qué yo con alguien así? No soy de las que admiran la barba descuidada; solo es falta de afeitado. Además, él me parece demasiado callado».

Deslizando el pulgar por el interminable feed de Instagram, se da cuenta con frustración de que los minutos pasan sin que aparezca otra cosa más que el eco de la voz de la mujer. Echa un vistazo furtivo al chico, temiendo que él piense que le guiña el ojo.

«¡Y si cree que le estoy guiñando!»

Los ojos vuelven a encontrarse. Una sonrisa ligera se dibuja en sus labios, y Almudena responde sin querer.

«Tiene un rostro interesante. Mirada penetrante, inteligente. Qué pena que la barba oculte sus rasgos», musita. Espera a que él vuelva a concentrarse en la tableta y, mientras tanto, estudia sus manos, los hombros, la postura.

«Apuesto a que tiene veintisiete años, cuida su cuerpo, quizá trabaja en una oficina o en el sector tecnológico», reflexiona, observando la pantalla que sostiene.

El vagón, tras un suspiro largo, llega a la última parada y abre sus puertas. La muchedumbre se precipita al andén bañado en la luz del atardecer. Cada pasajero, como soldado en su receso, busca robar unos minutos de tranquilidad antes de la vorágine del tren y la estación. La presión de la gente genera caras de irritación y nervios como cuerdas tensas.

En el empuje, Almudena es arrastrada al andén mientras Diego apenas logra salir del tumulto, atrapado en la masa. Se pone de puntillas, escudriñando entre la gente en busca del mechón rojizo que había notado. Almudena, sin perder el paso, avanza por el andén escuchando el eco de sus tacones y una esperanza tonta: «¿Y si llego a tiempo?»

«No es el destino», se dice Diego, avanzando despacio y sin avistar a la muchacha. El pensamiento de la oportunidad perdida le quema por dentro, quizá sea una escapatoria de las grietas que empiezan a formarse en su relación con Carla.

Al descender al túnel del metro, siente un impulso inesperado, corre los últimos cincuenta metros y se mete de golpe en el último vagón que cierra sus puertas. Allí está ella.

Los dos se observan durante un par de paradas; cuando ella percibe la mirada, levanta la vista y sus ojos se encuentran de nuevo, como viejos cómplices. Diego no puede evitar sonreír. Ella asiente brevemente, como reconociéndolo, con un gesto cargado de entendimiento silencioso.

Almudena piensa: preguntar por qué lo hizo no servirá; ni la ocultación ni el temor la guían. Tal vez una intuición la llevó a bajarse una estación antes, una pulsión de autoprotección o el sobresalto de una claridad repentina. Da la vuelta al vestíbulo subterráneo, se asegura de que nadie la sigue y vuelve al andén.

«¡Estúpida!», se reprocha, jugando nerviosamente con la correa de la mochila. La torpeza y el pánico le parecen ahora cómicos y lamentables.

Diego se censura: «¡Qué idiota!». Se lanza una piedra imaginaria contra un bote de basura. «Debía haberle hablado, haberlo hecho juntos. ¿Y si era una señal?». Al bajar en su estación, ahoga la amargura con bocadillos calientes en una cafetería diminuta cerca de la salida del metro.

Se encuentran de nuevo. Diego termina su bocadillo, sale del local y Almudena lo ve; se detiene, boquiabierta.

¿Me estás siguiendo? dice Diego, sin poder contener la sonrisa.

¿Yo? ¿Seguirte? replica ella, ofendida por la insinuación, aunque su voz muestra duda. ¿Me dejas pasar? pregunta, aunque la acera está vacía.

No responde él, con una sonrisa traviesa que ilumina su rostro.

¿En serio? sus labios se curvan también.

Ambos deambulan por la ciudad nocturna hasta el amanecer, incapaces de cortar el extraño y mágico vínculo que se ha formado. Cada uno siente que ha hallado la mitad perdida de su alma. Exhaustos, eufóricos, se quedan dormidos en una pequeña pensión, dejando los teléfonos apagados. Sus vidas anteriores no tienen derecho a irrumpir en aquel mundo recién nacido.

Al día siguiente, Diego no acude al trabajo. Almudena se pierde una clase.

Cuando todos comprendan lo que nos ha pasado, nos perdonarán dice Diego, abrazando a Almudena y firmando en silencio el acta de solicitud en el Registro Civil.

Creo que me he vuelto loca ríe suavemente Almudena, mirando los nombres entrelazados en el formulario oficial.

Los dos hemos perdido la cabeza contesta Diego, soltando una carcajada ligera.

Se despiden en la puerta del Registro Civil, prometiéndose volver el mismo fin de semana para seguir la locura. Pero, apenas cinco minutos después, ambos encienden sus móviles. La vida anterior, con sus deudas, obligaciones y silencios, irrumpe bruscamente en su frágil destino.

Almudena escucha a su madre gritar:

¡¿Qué demonios te pasa, tonta?! ¿Qué sabes de él? ¿Quiénes son sus padres? No esperaba que mi hija fuera tan imprudente.

Almudena, encorvada en el sofá como una adolescente sorprendida en falta, se defiende sin sentido, intentando ahogar la voz interna que repite las dudas de su madre.

¿Y él? ¿Qué piensa de ti? ¿Se conocieron en el tren y se fueron a la cama de inmediato? su madre escupe con desdén.

Mamá, no es eso…

¡No importa! Lo esencial no es eso. No sabes nada de él. Solo Dios sabe qué opina de ti, y cómo vivirás con eso.

Mamá, ya estamos cansados y nos quedamos dormidos…

¡Tonta! ¡Qué ingenua! la madre solloza, recordando que estuvo seis meses con el padre de Diego antes de que se corta, las lágrimas brotan y se sientan juntas.

Almudena la abraza, sintiendo cómo se aprieta su garganta.

No hay que exagerar susurra. Sé que todo esto parece una locura, como niebla.

Tienes que retirar la solicitud la madre seca las lágrimas y toma la cara de su hija entre sus manos cálidas. Si él es bueno, esperará.

Tal vez no debamos decidir a la ligera. Tenemos tiempo para conocernos

¿Te gusta? pregunta, mirando fijamente.

Almudena desvía la mirada.

Ayer ni lo habría notado.

¡Exacto! El eclipse pasa, pero las consecuencias permanecen la madre la abraza de nuevo, con una ternura amarga.

¿Qué consecuencias? pregunta, confundida.

Las que preguntarás al farmacéutico. Cambia tu número y no le vuelvas a llamar.

Almudena intenta alejarse de él, pero el recuerdo de la sonrisa tímida de Diego y su mirada serena la persiguen. Sin saber qué la impulsa miedo, duda o una tenue esperanza vuelve a bajar una parada antes, con la pequeña tarjeta SIM que había extraído del móvil, la arroja al suelo y sube al tren que acaba de llegar.

Diego, por su parte, recibe la llamada de su novia, Carmen, que llora sin poder contener el dolor.

He sido honesto contigo. Te conté todo, tal como fue dice Diego, conteniendo la urgencia de abrazarla, sabiendo que eso solo empeoraría la situación. Fuiste la primera en saberlo.

¿Y yo tengo que darte las gracias por eso? grita Carmen, alzando la voz. ¿Qué ha sido de nuestros dieciocho meses? ¿De esas palabras de amor? ¿Ya no me quieres?

Carmen está junto a la ventana, apoyada en el alféizar, su postura revela una vulnerabilidad desgarradora. Diego aparta la mirada. «No ahora, no quiero avergonzarme», pasa por su cabeza.

¿Y ella? insiste Carmen, sin desviar los ojos, intentando desenterrar culpa y arrepentimiento. ¿En qué parada la recogiste?

¡Basta! corta Diego, con voz tensa. Es una chica normal, estudiante. Coincidió que nos entendimos bien, a diferencia de nuestras discusiones interminables.

¡La conoces menos de un día! No sabes nada de ella. ¿Y si solo pasa el tiempo en los trenes? su voz se endurece. ¿Qué te ha costado?

No me ha costado nada responde él, temiendo mirarla. Fue mi elección.

¿Qué tiene ella que yo no? pregunta Carmen, acercándose, su cuerpo revela la intimidad que una vez compartieron. De pronto, Diego siente que el velo de aquel día loco se despeja y se da cuenta de la magnitud de su error.

Sin palabras, la toma de la mano y la arrastra hacia él. La pasión ciega los envuelve; apenas separan los brazos y caen sobre la alfombra del salón.

Veinte minutos después, ambos, jadeando, están acostados en el suelo. Carmen, mirando al techo, pregunta:

¿Es este el adiós?

Perdóname, soy un idiota susurra Diego. Saca del bolsillo la tarjeta SIM, la rompe en dos y murmura: Para que no piensen

Un mes pasa. Almudena y Diego siguen pensando el uno en el otro, intentando encajar ese fugaz destello de emoción en sus rutinarias vidas grises. Ambos saben que aquella noche fue perfecta y se culpan a sí mismos por el colapso.

Almudena se pregunta: «Si lo hubiera buscado, habría sido fácil. Él sabe dónde estudio, ¿por qué no lo hizo?». Diego reflexiona: «Mi dirección estaba en aquel formulario. Si quisiera, lo habría encontrado».

El destino lleva a Diego, el día de su boda, a la calle junto al Registro Civil. Entrega unos documentos a un colega, pasa de largo por la estación de metro y se interna en el parque.

Sólo dar una vuelta se justifica.

Camina entre los árboles, observa a parejas felices rodeadas de amigos y fotógrafos. Al llegar al edificio del Registro, se sienta en un banco, inmerso en la multitud que aguarda la salida de los recién casados. Un desconocido le entrega un paquetito de arroz.

Solo que no se lo eches a la novia, que lleva el peinado

Diego, por reflejo, toma el paquete y, mientras la gente se levanta, abre la bolsa y, sin pensarlo, derrama el arroz sobre la cabeza de la novia que pasa. Los gritos, la risa y el murmullo se pierden en la algarabía. Sin pensarlo dos veces, tira el paquete al suelo, se acerca a Almudena, la toma de la mano.

Lo siento dicen al unísono, y en esas palabras se funden el arrepentimiento, la esperanza y la promesa.

¿Trajiste el pasaporte? pregunta Diego en voz baja.

Almudena asiente, sin poder articular palabra. Él la levanta, sube las escaleras y, tras agradecer al desconocido con un «gracias», entra al Registro Civil, tomando de la mano a la mujer que será su esposa.

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