—No se puede vivir así, Ksyusha. Tienes treinta años y te comportas como una anciana —dijo ella, acomodándose al lado de su hija.

Life Lessons

No puedes seguir así, Celia. Tienes treinta y vives como una anciana le decía María, sentándose junto a su hija.

Celia volvía cansada del trabajo, como siempre. Por la noche la cocina ya olía a patatas con cebolla; María fregaba en una sartén vieja, murmuraba entre dientes, pero, como siempre, puso con mimo el plato sobre la mesa:

Come, que se enfriará.

Mamá, después, vale? Primero me cambio.

Se quitó el abrigo, se descalzó los botines y entró en su habitación. El pequeño Santi jugaba en el suelo con bloques, canturreando para sí. Al verla, exclamó contento:

¡Mira, mamá, la fortaleza que estoy construyendo!

Celia le sonrió, le dio un beso en la frente.

Vaya, un castillo de verdad. ¿Acaso seré la princesa?

No respondió él serio serás la comandante.

Una risa brotó, y su corazón se calentó un momento. Pequeños gestos como ese la alejaban de la vacío que llevaba dentro desde hacía casi seis años.

Desde que Igor se fue, Celia decidió no volver a ceder a la debilidad. Sólo trabajo, casa y su hijo. A veces, cuando Santi se quedaba dormido, se sentaba junto a la ventana, observaba las escasas luces de la calle y sentía que la vida pasaba de largo.

María, su madre, lo veía todo y, a veces, le resultaba insoportable el estado de su hija.

No puedes seguir así, Celia. Tienes treinta y vives como una anciana repetía, sentándose a su lado.

Mamá, estoy bien. No me quejo.

Bien imitó María. De la oficina a casa, de casa a la oficina. ¿Y después qué?

Después Santi crecerá, terminará la escuela

Y se marchará añadió María con serenidad. ¿Con quién te quedarás entonces? Yo no soy eterna.

Celia suspiró sin contestar. María no hablaba por rencor, simplemente conocía la fugacidad del tiempo.

Una noche tardía, mientras tomaban té, María volvió al tema:

He visto un cartel en el portal de la vecina: un club de encuentros. Gente va, se conoce, toma café, va al cine. ¿Te animas?

¿En serio, mamá?

No es nada raro. De vez en cuando a una mujer le gusta la atención de un hombre.

No quiero cortó Celia.

¿No quieres o tienes miedo?

Celia guardó la taza en el fregadero. Cada vez que surgía el tema, le seccionaba la garganta.

Mamá, basta. Ya me quemé una vez. No quiero repetir.

Pues nunca lo intentaste, para saber si tu media naranja está allí suspiró María.

Se quedó callada, viendo que su hija no estaba dispuesta a escuchar. Pero dentro de ella bullía el recuerdo de la Celia alegre, sonriente y llena de amor. Ahora era una sombra que sólo seguía un horario.

El fin de semana salieron al patio; la nieve crujía bajo los pies, los niños se deslizaban por el tobogán. María saludó a la vecina que invitaba a todos al día del niño en el Centro Cultural.

Ve, Celia, no te quedes en casa le dijo. Santi se divertirá y tú al menos te distraerás.

Celia, tras dudar, aceptó.

El salón rebosaba ruido. Niños correteaban, adultos se agrupaban. Santi se lanzó a la mesa de juguetes. Celia, observando, no se dio cuenta de que a su lado había un hombre alto, de corte corto, con chaqueta caqui.

Disculpe, ¿sabe dónde está el vestuario para los niños? preguntó educadamente.

Por allí, a la derecha, al final del pasillo respondió ella.

Gracias. Mi hija se pierde siempre por esos corredores.

Sonrió abierto y cálido.

¿Usted es de por aquí? indagó.

Sí, vivo cerca tartamudeó Cel Celia, sonrojándose. No muy lejos.

Qué suerte. Yo siempre temía perderme.

Se estrecharon la mano.

Alejandro.

Celia.

Intercambiaron unas palabras, él se acercó a su hija y, tras un momento, volvió a ayudar a cargar una caja de regalos hasta el coche.

Debe ser duro cuidar sola al niño le preguntó con tacto.

Me he acostumbrado contestó brevemente.

No insistió más, solo le deseó buena suerte con una sonrisa.

Al volver a casa, María le preguntó:

¿Qué tal el evento?

Bien.

¿Y el hombre, simpático?

Celia la miró sorprendida.

¿Cómo lo sabes?

Se ve en los ojos. Sonreíste de verdad por primera vez en mucho tiempo.

Celia se encogió de hombros, pero algo dentro de ella tembló. Sentía una extraña sensación, como si una pequeña llama de calor hubiera atravesado la gruesa pared de su soledad.

Esa noche, mientras Santi dormía, repitió en voz baja:

Alejandro

Una semana después, la rutina volvió: trabajo, casa, cuidados. Alejandro se desvaneció como un transeúnte cualquiera, pero cada vez que caía nieve por la tarde, la recuerdo de su sonrisa, serena, le hacía creer que la vida aún podía ofrecer algo más.

El ritmo se volvió otra vez monótono. En la oficina una nueva jefa quería destacar, Celia pasaba largas horas allí. Llegaba tarde a casa, y allí estaba Santi con los deberes y María con su habitual refunfuño:

Celia, no te cuidas. El rostro te ha entrado la sombra bajo los ojos.

Mamá, todo bien, es solo el fin de mes.

Una tarde, en el autobús, el móvil vibró. Un número desconocido.

¿Hola?

¿Celia? Soy Alejandro. Nos vimos en el evento. ¿Me recuerdas?

Se quedó paralizada, sin reconocer al instante la voz.

Sí hola.

Te vi al bajar del bus cerca de la tienda Arcoíris. Quise acercarme, pero te fuiste rápido. Por eso llamé. ¿Te parece bien si nos vemos? Mañana paso por tu zona.

Celia vaciló, pero aceptó.

Al día siguiente se encontraron en una cafetería. Alejandro llegó con uniforme de bomberos, una carpeta bajo el brazo. Aún con prisa, se tomó dos cafés.

Toma, que caliente.

Gracias sonrió Celia.

Se sentaron en una banca del parque. La charla fluía como si se conocieran de toda la vida. Alejandro contó que, tras divorciarse, quedó al cuidado de su hija de ocho años.

¿Tú también crías sola? preguntó Celia sorprendida.

Sí. Al principio fue duro, pero comprendí que no es el fin del mundo, sino un motivo para seguir.

Hablaba sencillo, sin lástima. Celia sentía que a su lado había tranquilidad, sin juicio ni compasión, solo comprensión.

Al volver, María ya estaba en la cocina, como esperando.

¿Qué tal? preguntó, mientras Celia se quitaba el abrigo.

Mamá

No digas que fue él, del club.

¿Qué club? se sorprendió Celia.

No te hagas la santa. Te vi hablando con él en la parada.

Celia suspiró, pero no discurrió.

Mamá, es un buen chico. Solo un conocido.

Conocido se rió María. Antes de salir con alguien, conviene conocerlo bien.

Los días pasaron. Alejandro llamaba a menudo para saber cómo estaban Santi y la niña, a veces ayudaba a arreglar una llave o a mover una estantería. María lo veía todo, pero hacía como si no notara. Una noche, cuando él se marchó, comentó:

Ahí tienes al conocido. No te dije nada en vano, los hombres buenos no se pierden.

Celia se ruborizó, pero guardó silencio. Sentía una mezcla de vergüenza, desconcierto y un calor que hacía tiempo no sentía.

Una tarde Alejandro la invitó a patinar con Santi.

Yo llevo a mi hija Lucía. Y a tu chico le encantará.

Celia dudó, pero aceptó.

El hielo brillaba bajo la música de fondo; los niños reían. Alejandro, sujetando a Lucía, enseñaba a Santi a mantenerse en pie. Luego ofreció su mano a Celia:

Vamos, no temas.

Hace años que no patino

Mejor empezamos desde cero.

Tomó su mano y una corriente pareció recorrerle el cuerpo. El simple contacto la hizo casi llorar.

Al despedirse, Alejandro le susurró:

No quiero apresurar nada, pero me siento bien contigo y con Santi. Hace tiempo que no sentía que podía ser útil a alguien.

Celia apenas asintió, mirando sus ojos sinceros.

Esa noche, María se acercó a la ventana donde Celia miraba el cielo.

¿Se te ha descongelado el corazón? preguntó suavemente.

Mamá no lo sé. Sólo quiero creer que no todo está perdido.

María la abrazó.

Mientras puedas sonreír sin razón, la vida todavía tiene algo para ti.

La primavera llegó temprano; la tierra se mojaba, los gorriones cantaban y en la casa de Celia, por primera vez en mucho tiempo, reinaba una ligera ligereza. Alejandro apareció con más frecuencia: pasteles para Santi, manzanas de Lucía, reparaciones varias. María, observando, cambió su tono, dejó de criticar y empezó a pensar que la felicidad realmente volvía a su hija.

No tienes que planearlo todo decía mientras servía el té. Las cosas llegan y se van solas. Lo importante es no ahuyentarlas.

Celia sonreía. Le gustaba que Alejandro no se entrometiese, no exigiera nada. A veces esperó su llamada, y el corazón le latía más rápido.

Un sábado propuso llevar a Santi y Lucía al campo.

Haremos unas brochetas, respiraremos aire fresco. Los niños también necesitan desconectar de las pantallas.

Ese día el sol, la risa y el aroma a leña y hierba se combinaron. Santi y Lucía corrían tras una pelota, María, feliz, se sentó en el coche, y Celia junto a Alejandro observaba el fuego.

De repente, Alejandro se volvió y dijo bajo voz:

Creo que me estoy acostumbrando a ustedes.

¿A nosotros?

Sí, a ti y a Santi. Da un poco de miedo.

Ella sonrió, y el mundo pareció girar. Pero la calma duró poco.

Una semana después, la puerta se abrió de golpe. Santi gritó:

¡Mamá, llegó el tío! Dice que es papá.

En el pasillo estaba Andrés, el exmarido de Celia, el que la había abandonado cuando ella estaba embarazada.

Hola, Celia dijo, bajando la mirada. Necesito hablar.

El tiempo parecía retroceder diez años. Los mismos ojos, el mismo perfume de colonia. Celia sintió que el pasado volvía a su casa.

¿Qué quieres?

No sé cómo decirlo, pero siempre he pensado en ti. Me casé otra vez, no funcionó. Quiero volver a ver a mi hijo.

María, al oír la conversación, exclamó:

¡Por fin! ¡Qué vergüenza que haya vuelto! ¿Y dónde estabas cuando la niña lloraba de noche?

Andrés permaneció allí, como derrotado, sin marcharse.

Lo arreglaré, lo prometo

Celia, cansada, respondió:

Lárgate. No montes un espectáculo delante de mi hijo.

Andrés se quedó en silencio y salió.

Esa noche, Celia no pudo dormir. Recordaba viejas heridas, el olor a tabaco barato y la frase que él había lanzado: «¡No te engañé!». Ahora, su sombra volvía a la puerta.

El móvil vibró: un mensaje de Alejandro: «¿Cómo ha ido el día? Quería pasar, pero pensé que ya descansabais».

Celia respondió brevemente: «Todo bien, ya estamos descansando». Alejandro no se impuso, pero a la mañana siguiente apareció con un constructor para Santi, un pastel para María y un ramo de tres rosas para Celia.

Tienes los ojos tristes. ¿Algo pasa?

Ella intentó sonreír:

Solo el pasado volvió a molestar.

¿Tu ex? adivinó él.

Celia asintió.

Si decides volver, lo entiendo. Pero no te engañes; a veces el pasado llama no porque lo extrañe, sino porque hay frío donde antes había calor dijo, como una puñalada suave.

Más tarde, Andrés volvió otra vez, trayendo un juguete para Santi y hablando de cuánto lo había extrañado.

Celia mantuvo la calma hasta que el niño se encerró en su habitación.

¿Por qué insistes en volver? preguntó.

Quiero recuperar a mi familia.

¿Qué familia, Andrés? Ya no existe.

Él se acercó, jurando haber cambiado.

Es demasiado tarde.

Celia salió al balcón; la noche se había oscurecido, las farolas reflejaban el pavimento, y allí estaba Alejandro, apoyado en la puerta, como vigilante. Su corazón latió de nuevo.

Andrés, vete dijo firmemente no destruyas lo que poco a poco se ha estabilizado.

Él se quedó unos momentos, luego se marchó sin decir nada. Cuando la puerta volvió a sonar, Alejandro entró con cautela.

Lo vi irse. ¿Todo bien?

Sí. Ahora sí.

Le puso la mano en el hombro.

No tengo prisa. Sólo que sepas que no estás sola, tienes a quien apoyarte.

Celia lo miró y, por fin, creyó: la vida sí ofrece una segunda oportunidad.

El verano se volvió abrasador; el aire era denso, pero la casa brillaba con una luz extraña, no del sol, sino de la tranquilidad que había entrado poco a poco.

Desde que Andrés desapareció, todo volvió a su lugar. Santi sonreía más, María seguía refunfuñando a veces, pero ya no era una amenaza; Celia vivía sin el miedo de que todo se derrumbara de un día para otro.

Alejandro se convirtió en parte de sus vidas sin pompas ni promesas grandiosas. No intentó ocupar el puesto de Andrés, sólo estaba allí: llevaba patatas de la huerta, reparaba el plancha, llevaba a Santi al colegio.

Mamá, hoy el tío Luis me ha invitado a pescar con Lucía exclamó Santi, tirando la mochila al suelo. ¿Puedo?

Claro respondió Celia. Pero no olvides el gorro.

A veces parecía que todo era un sueño, que pronto despertaría en aquel matrimonio frío donde cada palabra del marido era una puñalada y el aire estaba cargado de soledad. Pero al ver a Alejandro arreglando la bicicleta de su hijo, a María sirviéndole el té, comprendió que esa era la vida real: simple y amable.

Una noche, todos estaban en el balcón; María tejía, los niños jugaban en la sala y Alejandro afinaba el reloj de la pared que hacía años no sonaba.

¿Cómo haces para estar siempre tan ocupado? preguntó Celia.

No me apresuro respondió él, sonriendo después del servicio militar aprendí que la prisa es enemiga de la felicidad.

Celia lo miró pensativa.

¿No te da miedo volver a abrir tu corazón?

Sí, al principio. Pero la soledad asusta más. ¿Y tú?

Celia tardó en contestar.

No temía a que todo se repita, sino a no creer si algo cambiara.

Él dejó el reloj y tocó su mano con delicadeza:

Entonces hay que intentar confiar, paso a paso.

Ella sonrió, y sintió cómo una pesada carga abandonaba su pecho.

Semanas después, Alejandro propuso ir a la casa de su madre en el campo.

La casa es grande, el jardín está en flor, los niños pueden correr. Nosotros solo descansaremos dijo.

El viaje fue largo, pero ligero. Lucía y Santi reían en el asiento trasero, María dormía, y Celia contemplaba los campos que pasaban, pensando en lo extraño que era que un encuentro casual pudiera cambiar el rumbo de la vida.

Al anochecer, junto a la hoguera, Alejandro dijo:

Empezaba solo para ayudar, pero luego comprendí que tú me haces falta. No por soledad, sino porque eres fuerte y a tu lado hay paz.

Celia guardó silencio, luego respondió:

Yo nunca pensé oír esas palabras. No de amor ni de pasión, sino de tranquilidad. Porque solo con ella se alcanza la verdadera felicidad.

Él la abrazó; escucharon el crujido de la leña y la risa de los niños al fondo.

En otoño alquilaron una casita a las afueras de la ciudad. María, con su habitual terquedad, insistió:

Id, vivid, mientras yo aún respire, disfrutad del aire. Yo me conformo.

El traslado fue sin prisas. Alejandro ayudó a cargar los muebles, Santi adoptó esa misma noche a un gatito que encontró en la calle, y Lucía llevó un ramo de margaritas a la mesa.

Celia salió al porche bajo la luna baja, el aroma a hierba llenaba el aire. Alejandro se acercó, le puso las manos enAsí, Celia aprendió que la verdadera fortaleza no reside en esconderse tras la rutina, sino en abrir el corazón a la esperanza que siempre vuelve a llegar.

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