¿No ha vuelto a llamar, mamá?” —preguntó Andrés, mirando a la mujer sentada a la mesa con ojos desprovistos de defensa.

Life Lessons

¿No ha llamado otra vez, mamá? preguntó Andrés, mirando a la mujer sentada a la mesa con ojos desarmados.

No, mi cielo… Tu padre debe estar ocupado, trabaja mucho allí en Italia.

Sí, dijiste que la Navidad se acerca…

Ya viene, seguro que sí. Me escribió que nos traerá regalos y que en verano nos llevará a la playa.

La mujer forzó una sonrisa, pero su corazón se partió en dos. En la cocina, una pequeña olla de patatas hervía, y en el horno ardía la última astilla de leña. Ana abrazó a sus hijos y en silencio rezó:

“Dios mío, dame fuerzas para no llorar delante de ellos…”

Hubo un tiempo en que la vida fue distinta. Ella e Iker se amaban con fuego. Se casaron jóvenes, llenos de esperanza, con dos niños pequeños y una casita a medias pagar. Iker era trabajador, pero el pueblo no ofrecía mucho.

“Me voy a Italia, solo unos años. Ganaré dinero, volveré y te daré todo lo que mereces.”

Ana lloró entonces.

No te vayas, Iker…

Es por nosotros, mujer. Por nadie más.

Y se marchó.

Al principio, llamaba cada noche. Mandaba dinero, hablaba con los niños, le decía a Ana que la amaba. Después, las llamadas se espaciaron.

“Estoy cansado, no hay cobertura, trabajo hasta tarde.”

Luego vinieron las mentiras: “Perdí la cartera, este mes no puedo enviar nada.”

Ana le creyó. Siempre le creía. Trabajó, crió a los niños, mantuvo la casa. Limpiaba en la escuela, cosía ropa para los vecinos, iba al campo. Pero no se quejaba.

“Es solo una temporada. Cuando Iker vuelva, todo irá bien.”

Tres años después, Iker no regresó. Los niños crecieron. Andrés tenía doce, María, ocho. Las preguntas llegaban cada vez más:

Mamá, ¿papá sigue vivo?

Claro, mi vida, está lejos, pero vive.

¿Y si no vuelve?

Ana sonrió con amargura.

Entonces seremos tres. Y nos bastaremos.

Una tarde, el cartero le trajo una carta. Las palabras cayeron como cuchillo:

“Ana, no me odies, conocí a otra. Me caso aquí, tengo otra vida. Cuida de los niños. Iker.”

La mujer se quedó quieta unos minutos. Luego rompió la carta y la arrojó al fuego. No quería que los niños vieran el dolor en sus ojos.

¿Qué pasa, mamá? preguntó María.

Nada, cariño. Tu padre dice que mandará dinero el mes que viene.

Pero el dinero nunca llegó.

Los años pasaron. Ana envejeció de golpe, con la espalda doblada y las manos agrietadas. Pero la casa estaba limpia, el huerto florecía y los niños, bien criados. Andrés trabajaba en la ciudad, María estudiaba.

Un día, casi veinte años después, la puerta chirrió.

Era Iker.

Canoso, bien vestido, con una maleta grande en la mano. Ana salió al umbral.

Buenas tardes… dijo él con suavidad.

¿Qué buscas aquí, Iker?

He venido… a casa.

La mujer calló. Detrás de ella, Andrés se detuvo, mirándolo fijo.

¿Quién es, mamá?

Tu padre.

Silencio. Un silencio denso, pesado. Andrés cruzó los brazos.

Para mí, estás muerto.

Hijo, déjame explicarte…

¡Tuviste veinte años para explicarte! ¡Tuviste mi infancia, mi juventud, mis problemas…! ¿Dónde estabas?

Iker bajó la mirada.

Cometí un error… fui un necio.

No, fuiste un cobarde.

Andrés…

¡Deja de llamarme así!

Ana alzó la mano con calma.

Basta. Pasa, Iker.

Entró, avergonzado. La casa olía a limpieza y pan recién hecho.

No encontré mi lugar murmuró, mirando alrededor.

La vida sigue. Solo tú te quedaste quieto.

Iker intentó mirarla a los ojos.

Ana, yo… nunca fui feliz.

Pero elegiste, Iker.

Era joven, tonto, cegado por otra mujer… creí que podía empezar de cero.

¿Y qué quieres ahora?

Quedarme aquí. Contigo. Con los míos.

Ana sonrió con tristeza.

¿Conmigo? ¿Después de veinte años?

Sí, mira, tengo dinero. Podemos arreglar la casa, vivir bien.

No quiero tu dinero. Viví con dignidad, no por limosna.

Iker cayó de rodillas.

Perdóname…

Hace tiempo que te perdoné, Iker. Pero no puedo volver atrás.

Andrés salió al patio. Iker lo siguió.

Hijo, no me odies.

No te odio. Pero ya no puedo quererte.

Tal vez algún día…

Quizá. Pero hoy no.

Iker se marchó otra vez. Esta vez, sin promesas. Dejó un fajo de billetes junto a la verja. Ana no lo tocó.

Meses después, llegó otro telegrama.

“Señora Ana, noticia desde Italia.”

El papel decía poco:

“Iker Domínguez ha fallecido. Sin familiares cercanos. Enterrado allí.”

Ana miró al cielo y susurró:

Que Dios lo perdone… Quizá allá, al fin, entendió lo que perdió.

Al caer la tarde, Andrés llegó a casa.

Mamá… lo supe.

Lo sé, hijo.

¿Crees que merecía perdón?

Todos merecen perdón. Pero no todos merecen otra oportunidad.

Luego suspiró, viendo las llamas en el hogar.

¿Fue muy duro, mamá?

Fue duro. Pero te tenía a ti. Eso me mantuvo en pie.

Pasaron más años. María se casó, Andrés tuvo hijos. Ana se quedó en su casita, en silencio, con viejas fotos y dibujos infantiles en las paredes.

Una noche, abrió un cajón. Dentro, una foto de Iker, joven, sonriendo de verdad.

Fuiste mi amor y mi cruz, Iker. Pero sin ti, aprendí a ser fuerte.

La lámpara se apagó, dejando su pensamiento perdido en la oscuridad.

¿Cuántas mujeres, pensó, entierran lágrimas en silencio, levantando un mundo entero solas, mientras los hombres que juraron amarlas olvidan el camino a casa?

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