No era su madre de sangre, para esos cinco ¿Pero quién podría decirlo?
A Evaristo se le había muerto la esposa. No logró recuperarse del último parto.
Por más que te consuma el dolor, ahí estaban cinco criaturas esperando. El mayor, Nicolás, tenía nueve años. A Iñigo, siete. Los gemelos, Alejandro y León, cuatro cada uno. Y la pequeña, de apenas tres meses, Elena, la hija tan esperada
Nunca hay tiempo para lamentarse cuando los niños piden de comer. Pero cuando los acuesta, a medianoche se sienta en la cocina, fumando
Al principio, Evaristo hacía lo que podía. Su cuñada vino un tiempo a echar una mano. Más familia no tenían. Quiso llevarse a Alejandro y León, diciendo que así le aliviaría la carga. Luego vinieron dos de los servicios sociales.
Le propusieron meter a todos los niños en un orfanato. Evaristo no estaba dispuesto a entregar a sus hijos. ¿Cómo iba a dar a sus propios hijos a extraños? ¿Y luego qué? Vivir así, claro que era duro, pero no había otra opción. Poco a poco iban creciendo, y algún día serían mayores.
A veces hasta revisaba los deberes de los mayores. Con Elena era más complicado, claro. Pero Nicolás e Iñigo ya ayudaban en lo que podían.
Y la enfermera de atención primaria, Nina Isabel, iba a menudo, pendiente de ellos. Una vez le prometió a Evaristo mandarle una cuidadora. Un hombre solo con un bebé demasiado difícil. Le dijo que era una buena chica, trabajadora. Auxiliar en el hospital.
No tenía hijos propios, soltera todavía. Pero había criado a sus hermanos, venía de una familia numerosa de un pueblo cercano. Y así llegó Lucía a aquella casa.
Bajita, fuerte, de rostro redondo y una trenza anticuada que le llegaba a la cintura. Y callada. No decía ni una palabra de más. Pero todo cambió en la casa de Evaristo. La casa relucía: todo limpio, todo en orden.
Remendó la ropa de los niños, la lavó una y otra vez. Atendía a Elena, cocinaba guisos abundantes. En el colegio y la guardería notaron la diferencia enseguida. Los niños iban aseados, limpios, los botones ya no estaban cosidos con hilo negro sobre tela blanca, los codos sin rotos.
Una vez Elena enfermó, con fiebre alta. La doctora dijo que se recuperaría, pero necesitaba cuidados. Lucía pasó noches enteras a su lado, sin acostarse ni una vez. La sacó adelante. Y sin que nadie se diera cuenta, se quedó para siempre en aquella casa
Los pequeños empezaron a llamarla mamá, hambrientos de cariño maternal. Y Lucía no escatimaba afecto. Los elogiaba, les acariciaba la cabeza. Los abrazaba. Claro que sí, al fin y al cabo eran niños
Los mayores, Nicolás e Iñigo, al principio se mostraban esquivos, no la llamaban de ninguna forma. Luego pasaron a decirle simplemente Lucía. Ni niñera ni madre, solo Lucía. Para recordar, supongo, que su verdadera madre había existido Y por edad, apenas les llevaba unos años.
Su familia no lo aprobaba.
¿Por qué te echas esa carga encima? ¿No hay hombres suficientes en el pueblo?
Los hay contestó ella, pero me da pena Evaristo Y los niños ya se han encariñado, no puedo dejarlos ahora.
Y así vivieron. Quince años pasaron volando Los niños estudiaron, crecieron. No todo fue fácil: hubo travesuras, problemas. Evaristo se enfadaba, buscaba el cinturón. Pero Lucía lo frenaba: «Espera, padre, primero hay que entender qué pasó».
Hubo discusiones, reconciliaciones. En el pueblo ya nadie la llamaba Lucía. Era doña Lucía Vasílievna, una mujer respetada. Nicolás, para entonces, ya estaba casado, esperaban su primer hijo.
Vivían aparte, Nicolás trabajaba en la cooperativa agrícola. No era un simple tractorista: cada año, diplomas, premios, así era. Iñigo estaba terminando la carrera en la ciudad, Lucía estaba especialmente orgullosa de él: su hijo sería ingeniero.
Todo lo hacían juntos: jugaban de niños, se defendían entre sí si hacía falta. Elena ya iba a cuarto de la ESO, otro orgullo para Lucía. Cantaba, bailaba, ninguna fiesta del pueblo estaba completa sin ella.
Y Evaristo, una vez más, pensaba qué suerte había tenido con que Nina Isabel le hubiera encontrado aquella mujer
Este verano, Lucía notó que algo no iba bien. No solía enfermar, pero de pronto se mareaba, le dolía la cabeza
Empezó a echar a Evaristo y su cigarrillo al porche, el humo la mareaba. Al principio pensó que pasaría, pero no. Al final fue al médico.
Volvió callada, ensimismada. A las preguntas de Evaristo, respondió evasiva: tonterías, decía, no era nada.
Pero esa noche, cuando todos dormían, llamó a Evaristo al porche.
Siéntate, padre, hay que hablar ¿Sabes lo que me ha dicho el médico? Que voy a tener un hijo Es tarde para hacer nada, hay que quedárselo Se tapó la cara con las manos. Qué vergüenza, Dios mío
Evaristo se quedó atónito. Tantos años sin hijos y, ¡ahora esto!
¿Vergüenza? Los mayores ya casi son independientes, ¿qué, nos quedamos solos? Mira, la naturaleza sabe lo que hace. ¡Pues a prepararse!
¿Qué les digo a los niños? Dirán que ya soy vieja, y encima esto
¿Vieja? ¡Si tienes treinta y nueve!
Ay, no sé qué hacer, qué hacer Es una vergüenza
Bueno. Yo se lo diré. Mañana mismo, cuando estén todos.
Y lo hizo. En cuanto se sentaron a la mesa, lo soltó: «Mis queridos hijos, pronto tendréis otro hermano. O hermana. Eso es».
Lucía bajó la cabeza, como si buscara algo en el plato, enrojecida hasta las lágrimas.
Nicolás, que estaba de visita con su mujer por ser domingo, soltó una carcajada.
¡Genial, madre! ¡Fenomenal! ¡Así mi niño tendrá compañero de juegos!
Alejandro también se alegró:
¡Venga, madre! ¡Otro hermanito!
Pero León protestó:
No Que sea niña. Ya hay muchos chicos, y solo una hermana. Además, esta princesa está mimada
Elena le lanzó una mirada.
Mimada ¿Tú me has mimado? ¡Claro que sea niña, madre! ¡Le haré moños, le compraremos vestidos bonitos!
Vestidos ¿Te crees que es una muñeca? intervino Iñigo. A los niños hay que educarlos dijo con tono de reproche.
Los educaremos dijo Evaristo.
Pero Lucía seguía avergonzada, cubriéndose el vientre creciente con un chal, o un abrigo en pleno verano, como si tuviera frío.
Los meses pasaron volando. Ya habían celebrado el nacimiento del hijo de Nicolás, ¡un niño! Iñigo volvió a la universidad, se acabaron las vacaciones. Alejandro y León también se marcharon: entraron en la escuela de agrónomos.
Y Elena empezó el nuevo curso. La casa quedó en silencio, vacía. Elena estaba en el instituto o con sus amigas. Hasta había un chico que la acompañaba a casa después de los bailes del domingo.
Lucía no dormía, esperando a Elena. Y de pronto, el dolor Tan agudo que vio todo negro.
Evaristo llamó débilmente, Evaristo, creo que ha llegado el momento
Él palideció, los pies no le entraban en los zapatos.
Espera, madre, ahora mismo







