¿Acaso soy tu mujer? ¿Fuimos acaso al registro civil? ¿Nos pusieron sellos? ¿Me colocaste un anillo en el dedo?
Lucía bajó la mirada. Soñaba con todo eso, pero los años pasaban y la vida fluía sin formalidades.
¡No! ¡No! ¡Y no! rugió Diego. ¡No eres nadie para mí! ¿En qué cabeza cabe que te llames mi esposa?
Dieguito, no te calles, háblame suplicó ella, rozando su mano.
¿Tienes algo más que añadir? se apartó él. ¡Ya has soltado demasiado!
Pero si no he dicho nada murmuró Lucía.
¡Grábatelo bien: el silencio es oro! ¡Sobre todo para ti! dio la espalda, mirando por la ventana con gesto teatral.
¡Deja de enfurruñarte, cielo! se acercó ella.
¡Más te valdría morderte la lengua! Diego alzó los brazos. ¿De dónde sacáis las mujeres ese talento para arruinarlo todo con una frase? ¿Os enseñan en la escuela cómo llevarnos a los hombres al infarto?
Lucía pensó que seguía resentido por la discusión de la mañana: Diego había roto dos tazas la suya y la de ella.
¿Cómo puedes ser así? se quejó. La gente tiene manos normales, pero las tuyas son como rastrillos. ¿La tuya rota? Bueno, pero ¿por qué tocaste la mía? ¿A propósito, para que no quedara ni una taza querida?
Una pelea doméstica sin importancia. Cosas que se dejan pasar. Pero Diego, amurrado, se fue al trabajo y, al volver, pasó la noche en un silencio glacial. La ignoró, no acudió a cenar aunque ella lo llamó tres veces. Era hora de hacer las paces.
¡Déjalo ya, compraremos tazas nuevas el sábado en El Corte Inglés! Y las manos bueno, ¡practica un poco!
¿De qué tazas me hablas? los ojos de Diego centellearon. ¿Te das cuenta de lo que has hecho con tu boca?
Puedo pedir perdón balbuceó Lucía. ¡No te enfades!
¿Perdón? soltó una carcajada histérica. Si pudiera borrar tus palabras con un “lo siento”, estaría en el séptimo cielo. Pero así solo me has rematado.
Por Dios, ¿qué dije de tan grave? por fin entendió: no era por la vajilla.
¿Quién le ha soltado hoy a mi jefa que hablaba con la mujer de Diego? temblaba de rabia.
Estabas en la ducha, sonó el teléfono balbuceó. Contesté, le dije que esperara. Preguntó quién era. Pues me llamé tu mujer. Y cuando te pasé el móvil ¡ella ya había colgado! ¿Qué hay de malo?
¡¿Y todavía lo preguntas?! se puso lívido, una vena palpitándole en la sien. ¿Qué mujer? ¿Fuimos al registro? ¿Hubo sellos? ¿Te puse anillo?
Lucía tragó saliva. Soñaba con eso, pero
¡No! ¡No! ¡Y no! gritó él. ¡No eres nadie! ¿Con qué derecho te crees mi esposa?
***
¿Y cuánto va a durar este circo? sonrió Esperanza.
Mamá Lucía frunció el ceño. Son otros tiempos. ¿Tú me juzgas? ¡Después de papá, anduviste con medio mundo!
¡No mientas sobre tu madre! la sonrisa no se borró. A mi edad, los chismes no pegan. Pero tú eres joven: piensa en el futuro.
¡Con cincuenta y cinco no estás vieja! ¡Aún podrías casarte!
Si apareciera un hombre decente, ¿por qué no? se ajustó una mecha canosa. De momento, me conformo con sucedáneos.
¡Vaya que eres! bufó Lucía.
Entonces, la madre se serenó:
Lucía, lo entiendo: hoy muchos viven juntos, tienen hijos. Pero legalmente es un concubinato. ¡Sin garantías!
Si hay amor, no hacen falta garantías.
El amor se va, y queda el vacío. Un marido oficial da derecho a alimentos o a una parte de los bienes. ¡Pero así, ni con un juicio sacarás nada!
Diego y yo estamos bien. Seis años juntos. ¿Para qué el papel? Ganos lo mismo.
¡Poco convincente! le señaló con el dedo. Insinúaselo, aunque sea en broma. Llámalo “maridito”, bromea con ser su “mujercita”. Que se acostumbre. ¡Luego, a la iglesia!
¿Y si lo asusto? negó con la cabeza. La felicidad es frágil.
Es tu vida suspiró Esperanza. Pero recuerda: la responsabilidad es signo de madurez. Y lo vuestro es un despropósito.
***
Los consejos de su madre se le clavaron. El matrimonio era un seguro. Hasta su amiga Irene insistía:
Imagina que sacáis una hipoteca. Si la ponen a nombre de Diego y os separáis
¡Qué pesimista!
Digamos que quiere regalar el piso a su sobrino. ¡No podrás chistar! Sin papeles, un juicio es perder el tiempo.
Guardaré recibos, buscaré testigos.
O Irene sonrió maliciosamente, simplemente, cásate con él.
Mamá también dice que lo llame “maridito”. Ir acostumbrándolo.
¡Pues actúa!
***
Lucía empezó a llamar “marido” a Diego en cuanto pudo. Al principio, él se reía, pero poco a poco se acostumbró. Hasta ella misma se creyó el juego hasta que le contestó a su jefa con ese fatal: “Soy su mujer”.
***
¡Llevamos seis años juntos! su voz temblaba. Creí que éramos familia. Hijos, vejez juntos
¡Pues a callar! paseaba furioso. ¿Por qué te metiste con la Sra. Margarita? ¡Ahora me despiden!
¡Pero si siempre te llamo mi marido!
¡La diferencia es que por tu culpa arruiné mi carrera! arrojó las llaves sobre la mesa. Ni al registro civil, ¡ni vivir contigo! ¡Hago las maletas!
¿En serio? se quedó helada. Solo dije que era tu mujer
La Sra. Margarita me aguantaba por interés personal. ¡Ahora que estoy “casado”, le has caído como un sapo!
***
A la semana, llamó a la puerta la propia Sra. Margarita:
Perdone la molestia dijo, pero quería aclararlo. No por el despido, sino por vuestros años de mentira. Todos creíamos que él estaba soltero
No estamos casados susurró Lucía.
Concubina corrigió ella. Pero ahora sois libres. Y sabes esbozó una sonrisa fría, él no está a tu altura. Ni marido, ni compañero solo un friki con “m” de mediocre.
Lucía asintió. No había nada que decir.







