Necesita un hombre casado

Life Lessons

¿Nos vamos a algún sitio el fin de semana? ¿Quizá al cine? preguntó Almudena, acomodándose al lado de Pedro en el sofá.

Últimamente apenas se cruzaban, y ella ansiaba recuperar la cercanía que antes los envolvía.

Lo siento, estoy liado. Ya le prometí a mi madre echar una mano con la teja. Se acerca el frío y el tejado sigue goteando. Pasaré todo el finde ahí respondió Pedro sin apartar la vista del móvil, devorando alguna publicación en la red.

Almudena asintió, disimulando la desilusión. Un presentimiento incómodo la pinchó, pero lo apartó con fuerza.

El viernes por la tarde la vio despedir a su marido frente a la casa de su madre. Pero el atuendo de Pedro llamó su atención: pantalones nuevos y la camisa que ella le había regalado por su cumpleaños, cara, de una sastrería de la Gran Vía.

¿Te vas a trepar al tejado con eso? observó Almudena, escudriñando la ropa. ¿No temes mancharla con brea y polvo?

Ah, sí me cambiaré allí dijo Pedro, tomando las llaves del coche sin mirarla. Mi madre tiene ropa de trabajo en el cobertizo. No te preocupes por la camisa.

Almudena lo acompañó hasta la puerta, le dio un beso de despedida, el ritual que llevaban cinco años de matrimonio. Pedro la abrazó, pero con prisa, como si el tiempo le fuese a escapar de las manos. Cuando la puerta se cerró tras él, Almudena se apoyó contra ella, cerró los ojos y sintió que algo había cambiado.

En la habitación cayó de bruces sobre la almohada, inhalando el perfume de colonia que aún impregnaba la funda. En los últimos dos meses Pedro se había vuelto distante, más frío, menos abrazos, más horas en la obra. Todo apuntaba a una infidelidad, a una mujer ajena. Almudena empujó esos pensamientos, rehusándose a aceptar la evidencia.

Son tonterías susurró al cojín, intentando convencerse. Solo está cansado del trabajo, y le ronda la melancolía otoñal.

Ayer por la mañana le había dicho que la amaba, que ella era lo mejor que le había pasado. Lo repetía a manos llenas, como un mantra. Cambian las personas, lo sabía bien, pero no Pedro, no su Pedro, con quien había imaginado hijos y una vejez compartida. Rechazó la idea de la traición, considerándola una paranoia sin fundamento.

El sábado por la mañana Almudena salió temprano al mercado, cuando aún había poca gente. Llenó el carrito: carne de ternera para asar, verduras frescas para ensalada, y un lujoso bacalao que solo sacaban en ocasiones especiales. En casa pasó la tarde en la cocina, cocinando con esmero. El cocido quedó caldoso, humeante, como lo hacía la madre de Pedro, Doña Carmen. Las albóndigas quedaron esponjosas y jugosas, añadiendo un chorrito de nata al relleno, tal como le había enseñado su abuela. Empaquetó todo en tupper y cañuelas.

Los llevaré a comer pensó. Pedro me dijo que su madre se quedaría con una amiga todo el día y que él estaría todo el jueves en el tejado. No habrá quien prepare la cena.

Cargó el coche con cuidado, revisó que nada se derramara y se puso en marcha hacia el pueblo. El trayecto a la casa de la suegra era de cuarenta minutos por la autovía, y luego un tramo de camino de tierra. Doña Carmen vivía en una casita de campo, vieja pero acogedora, con amplio huerto y jardín. Al llegar a los verdes portones, lo primero que vio Almúdena fue la ausencia del coche de Pedro en el patio.

Bajó del coche, asomó la cabeza por la verja y observó el tejado recién instalado: láminas de zinc relucían bajo el sol de otoño, los canalones recién puestos. Doña Carmen, con una bata de algodón, revolvía la tierra del huerto tarareando una canción sin letra.

Almudena volvió al coche y se alejó sin pronunciar palabra, sin entregar la comida preparada con tanto cariño. Dentro de ella se estrechó una herida de dolor y engaño. Pedro le había mentido, descaradamente. ¿Por qué? La respuesta era evidente, pero ella se aferraba a la última chispa de esperanza.

Todo el camino de regreso buscó una explicación lógica. ¿Tal vez ya había terminado de reparar el tejado? ¿O se había marchado a comprar materiales? Pero el tejado nuevo hablaba por sí mismo: no se había puesto ayer ni anteayer.

El domingo por la tarde Pedro volvió a casa, cansado pero satisfecho, con el leve aroma de perfume ajeno. La camisa seguía tan impecable como siempre, aunque un poco arrugada.

Menuda faena exclamó al entrar, quitándose los botines sin mirarla. Imagínate, hasta el domingo por la noche lo terminé. El tejado quedó como nuevo, durará veinte años, mamá está contenta.

Bien hecho asintió Almudena, observándolo desde la cocina, notando cada detalle. ¿Qué te parece si el próximo fin de semana vamos todos a casa de tu madre? Quiero hablar con ella, hace tiempo que no la veo. Además, me gustaría ver vuestra obra.

Pedro se quedó un instante paralizado, luego aceptó a regañadientes, frotándose el cuello, ese gesto suyo cuando se ponía nervioso:

Vale aunque seguro estará ocupada preparando mermeladas y encurtidos.

No importa, no nos quedaremos mucho sonrió Almudena, mientras una premonición de desastre se apretaba en su interior.

Durante la semana preparó el discurso, escogía cada palabra. Pedro actuó con la misma rutina: salida al trabajo, regreso al anochecer, relato de sus faenas, pero evitaba mirarla a los ojos y se giraba en la cama hacia la pared.

El sábado siguiente el sol brilló cálido y dorado. Condujeron en silencio; Pedro tamborileaba los dedos sobre el volante, ajustaba el espejo retrovisor. Almudena miraba por la ventanilla los campos amarillentos, meditando cómo iniciar la conversación, cómo sacarle la verdad a la luz de la razón.

En la mesa del comedor Doña Carmen se movía como siempre: servía ensaladas, cortaba pan, sacaba del sótano los encurtidos. Pedro se sentó tenso, casi sin comer, solo hurgaba con el tenedor.

Doña Carmen, empezó Almudena, ¿cómo está el nuevo tejado? Pedro me comentó que lo cambiaron el fin de semana pasado. ¿Le ha costado mucho?

El silencio se posó sobre la mesa, denso y pesado. Doña Carmen miró desconcertada a su hijo, luego a su nuera, sin entender la escena.

¿Qué tejado? Lo cambiamos en junio, cuando ambos estábamos de vacaciones. ¿Te acuerdas que te llamé para preguntar del color de las tejas?

Mamá, estás confundida intervino Pedro rápidamente, pero su voz tembló, delatando pánico.

¡Ay, he mezclado todo! se apresuró Doña Carmen, viendo palidecer a su hijo. Pensaba en la teja vieja y he hablado de la nueva sólo le di un retoque el fin de semana pasado.

No hay necesidad de inventar cortó Almudena. Ya sé todo. Se volvió directamente a Pedro, clavando la mirada en sus ojos. ¿Me estás engañando?

Pedro balbuceó algo incoherente, bajó la mirada a la bandeja, apretando y relajando los puños bajo la mesa. Almudena se levantó, las piernas temblaban, pero se mantuvo erguida.

No esperaba esto de ti. Siempre fuimos sinceros, o al menos eso creía. Si conociste a otra, debiste decírmelo. Yo podría haber puesto fin al matrimonio sin escándalos.

¡Almudena, no seas tan dura! exclamó Doña Carmen, levantándose de la silla. ¡Un tropiezo! ¿A quién no le ocurre? Los hombres son así, hay que perdonarlos, la familia se mantiene.

No afirmó firme Almudena, dirigiéndose a la salida con paso firme. No perdono una traición así. Pedro, quédate aquí con tu madre; yo llevo tus cosas en los próximos días. No vuelvas.

¡Almudena, espera! corría tras ella, sujetando su mano en la verja, girándola hacia él. ¡Perdóname! Fue un delirio, una ilusión, no significó nada, fue sólo una tontería, no quise!

Almudena soltó su mano, los ojos relucían con lágrimas contenidas, pero no permitió que el llanto escapara.

Me engañaste y me traicionaste. No me importa que fuera un delirio, un eclipse o Mercurio retrógrado. Me has hecho daño, has destruido nuestra vida, y no te perdonaré. Vive con eso.

Se marchó hacia la parada del autobús sin mirar atrás. Pedro quedó inmóvil bajo la verja, la cabeza gacha, mientras Doña Carmen murmuraba sobre la juventud y la pasión, asegurando que todo se arreglaría.

En casa Almudena empaquetó metódicamente las pertenencias de su marido: ropa, artículos de afeitado, su taza favorita de SpiderMan, aquel recuerdo del primer año juntos. Las colocó en cajas y bolsas. Al día siguiente entregó todo en casa de Doña Carmen, quien volvió a intentar convencerla de que reflexionara, incluso sollozó ligeramente.

Almudena, piénsalo bien. Deja que Pedro vuelva, hablen tranquilos. ¡Cinco años no se borran así!

Decisión tomada repuso Almudena, descargando la última caja. El lunes presentaré el divorcio. No habrá nada que nos ate. Y, por favor, no me llames.

Pedro se quedó en la puerta de la casa materna, desaliñado, con una camiseta arrugada. Almudena no le dirigió ni una mirada, dio la vuelta y se fue para siempre de su vida.

El divorcio se resolvió rápido: poco patrimonio en común, sin hijos, gracias a Dios. El piso lo había adquirido Almudena antes del matrimonio, así que no hubo nada que dividir. Pedro no se opuso, solo pidió una reunión a través del abogado, pero Almudena lo rechazó.

Tres meses después, en una cafetería cerca del trabajo, se topó con su amiga Olga.

¿Has oído lo de Pedro? preguntó Olga, revolviendo su café, ansiosa por el chisme.

No, no quiero saberlo respondió Almudena, aunque Olga siguió, bajando la voz:

Resulta que la mujer lo dejó justo después del divorcio. Necesitaba a un hombre casado, eso la excitaba, la adrenalina Un hombre libre le parecía aburrido. Ahora vive con su madre, ha perdido el trabajo. Qué espectáculo, la verdad

Almudena encogió los hombros, terminó su té verde.

Ya no son mis problemas, ni mis preocupaciones.

Pagó y salió a la calle, donde el sol otoñal, frío, iluminaba el pavimento. Pensó que la vida seguía, sin mentiras, sin traiciones y sin Pedro.

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