Nadie Es Perfecto: Una Historia de Conexiones y Descubrimientos

Life Lessons

¡Entiende, que esa anciana no es nadie! chilló Elvira, intentando convencer a su hija de que tenía razón. Crisanta frunció el ceño, como a punto de soltar una lágrima, pero de pronto alzó la cabeza y exclamó: ¡Entonces para mí ella es la más querida Niñita del mundo y no será de otra forma!

Así fue como, en una familia numerosa del pueblo de Valdehuesa, en la zona de la Sierra de Gredos, todos los hijas de Iván de la Loma y su esposa Lucía se casaron, salvo la menor, Melisa tranquila, dócil y siempre callada, que quedó sin pretendientes. O quizá su futuro marido se perdió en algún paraje de la comarca o nunca nació. La propia Lucía, lamentándose, decía que el destino había sido injusto con su hija. Mientras tanto, Melisa era el sostén de sus padres ancianos, hasta que los hijos de sus sobrinos, ya convertidos en citadinos, tardaron en tener niños.

El primero en aparecer fue Vidal, hijo de la hermana mayor, con una reverencia baja y una petición que no dejaba dudas: Tía Melisa, ven a cuidar a mi hija. No hay guardería y mi mujer tiene que volver al trabajo.
Melisa, ya mujer adulta, se encontró en una encrucijada: sus padres envejecían, ¿cómo los dejaría? Además, el mundo de la ciudad le daba escalofríos. Vidal, sin embargo, la suplicó, prometiendo no descuidar ni al abuelo ni a la abuela. Ya había venido antes a sembrar patatas, a arreglar el tejado y a echar una mano con la leña.

Los padres, cansados de tanto esperar, le dieron el consejo de marcharse. Quizá en la ciudad encuentres a algún caballero, le dijeron, aunque ya habían superado los cuarenta años. No sabían que, mientras ella empaquetaba su ropa, ellos ya estaban pensando en cómo la despedirían con una cena de despedida y una promesa de volver a visitarla.

Así, la campesina se convirtió en niñera de la familia Vidal. Él, que había conseguido un empleo en una oficina de la capital, Madrid, pensó que la auntí tendría un ingreso extra y que, de paso, seguiría aprendiendo el oficio de cuidar niños.

La hija mayor de Vidal empezó la escuela, la segunda llegó pronto. Los padres de Melisa fallecieron, y ella siguió cuidando no a los hijos de Vidal, sino al sobrino de otro hermano, Jorge, que había llegado de Sevilla con su mujer y su pequeño. El trabajo de niñera se fue pasando de mano en mano dentro de la familia, como una antorcha que nunca se apaga. Cada niño que llegaba hasta la guardería o hasta la primaria, pasaba por sus manos.

Cuando la casa del pueblo un caserío rodeado de bosque de castaños y a la vera del río Tajo se vendió, los sobrinos, con la puja de un buen precio en euros, propusieron: Comprémosle a tía Melisa una habitación en el piso que heredamos, para que no tenga que vivir bajo el jardín.

Los sobrinos se pusieron de acuerdo y, tras un pequeño regateo, lograron reunir unos 15000. Vidal, con su habitual generosidad, dijo: Si juntamos los dineros, le compramos una habitación. No va a seguir durmiendo bajo la azotea.

Las hijas de los sobrinos, curiosas, preguntaron: ¿Qué pasa si ella muere? ¿A quién le quedará su modesta casa? El tema del alquiler siempre había sido una espina. Vidal, con su buen humor, respondió: Quien sirva la taza de café, que se la quede. O como diría la abuela Melisa: «Al que le guste, que se la quede».

Vidal nunca llegó a los 50; la gastritis lo acabó y una enfermedad más grave le quitó la vida. Con su partida, la familia dejó de llamar a la niñera «la tía» y, poco a poco, olvidó a Melisa. Los niños ya crecían, los sobrinos tenían sus propias casas y la anciana, con casi setenta años, se quedó sola, con su pequeña habitación, una mesa, un armario y una litera.

Un día, mientras hacía la compra en el mercado de Valdehuesa, una joven que hacía cola en la caja le habló: ¿Acaba de cuidar niños? Tengo una hijita que, después de una operación del corazón, no puede ir a guardería. Necesito a la persona más buena y con habitación incluida.
Melisa se acercó, la niña, pálida y frágil, la miró y, de repente, sonrió. ¡Ven! Te contaré cuentos. dijo la niña, mientras la madre asentía. Así fue como Melisa obtuvo una nueva pupila, a quien llamó Ana.

Ana tuvo cuatro años y medio cuando llegó a la casa de Melisa. Se hicieron inseparables, compartiendo habitación amplia y luminosa. Los padres de Ana trabajaban mucho, y la niña pasaba la mayor parte del tiempo con «Cachupín», como la llamaba cariñosamente a Melisa. La niña hacía ejercicios de respiración, paseaba lejos de las calles contaminadas y seguía una rutina estricta. Melisa, aunque sin estudios formales, cumplía al pie de la letra todas las indicaciones.

Al caer la noche, Ana pedía: Cachupín, cuéntame una historia de tu vida. Y Melisa, con una voz grave pero tierna, le relataba anécdotas simples pero llenas de moraleja. Incluso contó el día en que, en un barco que volvía de la sierra, encontró a una estudiante universitaria, Ólga, que había abandonado a su bebé en una bodega. Ólga, desesperada, había dejado al niño al cuidado de Melisa y había huido.

Ólga, estudiante de Filología de la Universidad de Salamanca, había llegado al barco para regresar a su pueblo después de una ruptura. Cuando le entregó al bebé a Melisa, le dijo: Si no lo cuido, moriría. y se marchó sin mirar atrás. Melisa, sintiendo la responsabilidad, tomó al niño, lo envolvió en una manta, le dio leche tibia y lo dejó en la litera.

El bebé, llamado Alón, miró a Melisa con ojos que parecían decidir su propio destino. Melisa, con una mezcla de ironía y compasión, murmuró: Yo también soy una «nadie», pero quizás a ti te convenga ser mi hija. Ólga, sin saber que el barco estaba a punto de zarpar, dejó al pequeño bajo la custodia de la anciana.

Poco después, el capitán del barco anunció la partida y, al subir a la cubierta, Ólga volvió con una bolsa grande, entregó al bebé y desapareció entre la niebla del río. Melisa, con el corazón latiendo fuerte, sostuvo al pequeño y, aunque nunca había sido madre, supo que había encontrado una razón para seguir adelante.

Los días pasaron y Melisa, aunque ciega, sabía manejar pañales, cambiar ropa y contar cuentos con la misma destreza con la que antes hacía tortillas de patata. Una nota de Ólga apareció, pidiéndole perdón por haberla dejado sola, y dentro había ropa de bebé, leche en polvo y un termo con agua caliente. No había ningún certificado de nacimiento, pero tampoco importaba; el amor se había instaurado bajo el sonido del río.

El barco se alejó, y Melisa, con la niña en brazos, cantó una canción de cuna mientras el viento le susurraba: «Dios te lo ha enviado». Sus pensamientos, aunque confusos, se llenaron de esperanza: «Tal vez esta niña será mi hija».

Cuando la esposa del sobrino, que había sido la madre de Ana, se enteró, se enfadó: ¿Qué haces con un hijo ajeno cuando tienes sangre propia? gritó, y el capitán, sorprendido, intervino para que la niña no fuera arrebatada. Al final, la niña quedó bajo el cuidado de Melisa, pero la familia siguió discutiendo.

Años después, la hija de Elvira, Crisanta, ya había terminado la universidad y se había mudado a Madrid para estudiar Arquitectura. Cuando volvió para anunciar su compromiso con Andrés, el médico oftalmólogo, deseó presentar a su prometido a los padres. Mamá, Andrés viene este fin de semana, nos presentaremos con él, y quiero que la niñera esté allí dijo, emocionada.

Al llegar a la casa, Crisanta buscó a Melisa y, al no encontrarla, preguntó a su madre: ¿Dónde está la niñera? Elvira, con una mueca, respondió: Está en el trastero, la hemos guardado allí. El abuelo la puso en una habitación de la bodega y, como está ciega, no importa.

Crisanta abrió la puerta del trastero y encontró a Melisa, sentada en una cama deteriorada, rodeada de polvo y telarañas. La anciana, con una sonrisa cansada, la recibió con un leve suspiro.

Elvira, intentando evitar el drama, se marchó a la cocina, pero la tensión quedó en el aire. Crisanta, con lágrimas en los ojos, abrazó a la anciana y le susurró: Gracias, niñera, por todo. y Melisa, con voz temblorosa, respondió: Chiquilla, eres mi tesoro.

Entonces, la situación cambió. Crisanta decidió pagar el alquiler de la habitación de Melisa con parte de la herencia que había recibido tras la venta de la casa familiar. Los 8000 se dividieron entre ambas, y la vivienda quedó a nombre de ambas, una en igualdad de partes.

Con los años, la familia dejó de necesitar a la niñera; los niños crecieron, se independizaron y la casa se quedó vacía. Melisa, ahora con setenta y siete años, vivía sola, con su mobiliario sencillo: una mesa, una silla y una litera. El día que la lluvia golpeaba el tejado, extrañaba el ruido de los niños.

Un martes, mientras hacía la compra, una empleada del supermercado le preguntó: ¿Cuidaría a una niña? Mi hija tiene una cardiopatía y no puede ir a la guardería. Melisa aceptó sin dudar, y así encontró a su última pupila, Lucía, de ocho años, que llegó a su casa con una maleta y una sonrisa tímida.

Lucía y Melisa se convirtieron en inseparables. La niña, siempre curiosa, le regaló a la anciana una caja de hierbas aromáticas y flores secas para perfumar su habitación. Melisa descubrió que, aunque ciega, podía “ver” el mundo a través del olor, el tacto y el sonido.

Mientras tanto, Elvira, cada vez más irritable, se quejaba con su hermana: ¡No puedo seguir trabajando mientras cuido a una anciana que no vale nada! pero la realidad era que, sin Melisa, los niños no tendrían a quien confiarles la cena.

Al final, tras la boda de Crisanta y Andrés, la familia decidió que la mejor solución era colocar a Melisa en un residuo de ancianos de la zona de Segovia, donde recibiría cuidados adecuados. Sin embargo, Crisanta, recordando las palabras de su madre, le dijo: Solo los solos van a los asilos, pero tú siempre tendrás un lugar en mi corazón.

Así, la anciana cerró los ojos una tarde de noviembre, a los noventa y dos años, sin quejarse, rodeada del perfume de las hierbas que Lucía le había regalado. Murió tranquila, como siempre había sido: buena, amable y luminosa, aunque a la vista nadie la hubiera notado.

Rate article
Add a comment

three × 1 =