Ay, te cuento el lío que tengo en casa. Hace tres meses que me jubilé, y aunque lo digo con calma, por dentro es un terremoto. Por un lado, ya no tengo que madrugar a las seis, aguantar el autobús con las rodillas hechas polvo y escuchar al jefe gritar que “los papeles no están bien archivados”. Pero, por otro, la pensión es tan miserable que mis bolsillos están más flacos que la maceta de albahaca después de un verano de solazo.
Y aquí empezó el drama familiar.
Una noche, después de cenar, todos tranquilos en la mesa, riendo y con el móvil en mano, pensé: “¿Saben ellos quién paga todo esto?”. Y entonces, con toda la serenidad del mundo, solté:
Bueno, hijos a partir del mes que viene, voy a cobraros un alquiler.
Se hizo un silencio que podías cortar con cuchillo. Hasta el frigorífico dejó de zumbar. El perro se quedó con la pata en el aire, como si también estuviera procesando la noticia.
Mi hija, Laura, fue la primera en reaccionar:
¿Qué alquiler, mamá? ¡Si esta es tu casa!
Exacto respondí, por eso mismo. Porque es mi casa, y mi pensión es tan justa que si quiero algo más que pan y té, tendría que vender la tele. Vosotros veis Netflix, y yo me conformo con las noticias en la radio porque no me llega para suscripciones.
Mi hijo, Miguel, el autoproclamado “abogado de la familia”, se cruzó de brazos y, con cara de filósofo, dijo:
Mamá, los hijos no pagan alquiler a sus padres. ¡Eso va contra la naturaleza!
Contra la naturaleza le repliqué es que un tío de treinta años siga durmiendo en la misma habitación donde guardaba su osito de peluche y me pedía que le soplara la sopa.
Se quedó callado, porque ¿qué iba a decirme?
Empezaron las discusiones, los aspavientos, las quejas. Ellos soltaban cosas como “¡somos familia!” o “¡esto es explotación!”, y yo, tranquila, les recordaba: “Esto son las facturas” y “esto es la comida que os metéis entre pecho y espalda”. Cuando mencioné la factura de la luz, Laura hasta se persignó.
¡Pero si yo cocino! protestó, como si fuera un argumento definitivo.
¿Cocinas? le pregunté. ¿Te refieres al arroz del otro día, tan crudo que hasta el perro lo rechazó? Y eso que este animal se come hasta los calcetines.
Miguel intentó otra táctica: el chantaje.
¡Pues nos vamos! ¡Nos vamos y te quedas sola!
Respiré hondo, me ajusté las gafas y, con una sonrisa de Buda, respondí:
Cariño, ¿para cuándo lo tenéis planeado? Porque llevo diez años escuchando lo mismo.
Otra vez silencio. Laura se puso a mirar el móvil, y el perro, Canelo, se tumbó en el suelo como testigo que no quiere meterse en líos.
Tras largas negociaciones casi como una cumbre de la ONU llegamos a un “acuerdo”: de momento, no les cobro alquiler. Pero se comprometen a pagar la mitad del Wi-Fi y a sacar la basura todos los días.
Ha pasado una semana. La basura, claro, sigue ahí. Supongo que esperan que las bolsas se teletransporten solas al contenedor a medianoche. Y cuando les recuerdo, ponen cara de ofendidos, como si les pidiera un riñón.
Lo más gracioso es cómo se mueven ahora por la casa. Con aire digno, mirándome como si fuera una déspota. Ayer escuché a Laura decirle al perro:
Mira, Canelo, ahora vivimos bajo un régimen. Mamá se ha vuelto feudal.
Y el perro, como si estuviera de acuerdo, suspiró y se acercó más a ella.
Yo, desde la cocina, pensé: “¿Feudal? Bueno, al menos es un feudalismo con agua caliente y facturas pagadas”.
A los sesenta, solo quieres un poco de paz. No lujos, no viajes, solo saber que puedes comprarte un café sin remordimientos. Les he dado mi vida entera: tiempo, nervios, energía. Y no me arrepiento. Pero a veces siento que no han entendido que el amor no es un all-inclusive gratuito.
Si el mes que viene vuelven con quejas, ya tengo plan. Imprimiré un contrato de alquiler de verdad, con cláusulas como “limpiar la vitro”, “no dejar platos sucios” y “recoger la ropa del tendedero antes del anochecer”. A ver cómo discuten eso.
Porque los tiempos de las comidas gratis se acabaron. Y aunque sea jubilada, no estoy indefensa. Tengo mi casa, mi sentido del humor y un perro que, al menos, siempre está de mi lado.
¿Y sabes qué? Si algún día se van de verdad, los echaré de menos. Pero al menos sabré que los crié para valerse por sí mismos.
Y mientras tanto, yo sigo sacando la basura, veo series sin Netflix y me digo, con una sonrisa:
“Bueno, puede que sea una madre tirana pero con la luz pagada”.