14 de julio de 2023
Hoy mi paciencia ha tocado fondo. No sé cuánto más podré soportar la presencia de la hijastra de Ana en nuestro hogar. Esta tarde, mientras el sol de Granada quemaba las tejas, la realidad se volvió una tormenta de ira y dolor que ya no puedo contener.
Conocí a Ana hace ocho años, tras su divorcio de un matrimonio destrozado. Traía consigo a su hija de dieciséis años, Almudena, fruto de esa unión. Desde el primer día su mirada me hizo sentir como un intruso, como si hubiera llegado a saquear su reino. No podía imaginarme acercarme a una adolescente que siempre me veía como el lobo en el patio.
Almudena llegó con el corazón ya envenenado. Sus abuelos y su padre le habían inculcado que la nueva familia de su madre significaba el fin de su mundo cómodo, que la atención y el cariño ya no le pertenecían. No estaba muy lejos de la verdad. Tras la boda, forzamos una conversación que nos dejó al borde del colapso. Ana, que trabajaba como administrativa en una empresa de logística y cobraba un sueldo decente, destinaba gran parte de su pasta a los caprichos de Almudena: portátiles de última generación, chaquetas de marca, todo lo que superaba con creces nuestro presupuesto mensual. Vivíamos en una casa modesta en las afueras de Granada y apenas nos quedaba nada.
Después de varias discusiones que hacían temblar los muros, llegamos a un acuerdo mezquino: reducir al mínimo los gastos de Almudena, limitarnos a la pensión alimenticia, regalos puntuales y alguna escapada ocasional. Creímos haber puesto los puntos sobre las íes, pero el sueño duró poco.
Todo cambió cuando nació nuestro hijo, el pequeño Elías. Mi mayor anhelo era que los niños crecieran como hermanos, compartiendo alegrías y confianza. Sin embargo, la diferencia de edad diecisiete años hacía que Almudena viera a Elías como una afrenta, como si la atención de su madre se hubiera dividido. Aun así, Ana insistía en que ambos debían recibir el mismo amor. Cediendo, permití que Almudena visitara nuestra casa en las cercanías de Almería cuando Elías tenía trece meses, alegando que quería jugar con su hermanito.
Desde entonces tuve que lidiar con ella día a día. No podía simplemente hacer la vista gorda. Cada gesto suyo estaba cargado de frialdad; sus miradas eran puñaladas que me acusaban de haberle arrebatado a su madre y a su vida. Empezó a lanzar pequeñas agresiones: derramó por accidente el aftershave en el baño, dejando un olor penetrante; olvidó echar una mano de pimienta en mi cocido, convirtiéndolo en una sopa insoportable; una vez, frotó sus manos sucias sobre mi abrigo de cuero colgado en el pasillo y se fue sonriendo. Cuando lo denuncié a Ana, ella desestimó mis quejas con un son cosas pequeñas, no le des tanta importancia.
El punto de inflexión llegó este verano. Ana llevó a Almudena a quedarse una semana con nosotros mientras su padre disfrutaba del sol en la Costa del Sol. Vivíamos en nuestro refugio en la sierra de Granada y noté que Elías se volvía más irritable, lloraba sin motivo y se quejaba de un dolor en los dientes. Pensé que era la fiebre del verano, pero una noche descubrí la horrenda verdad.
Me acerqué al cuarto de Elías y, al abrir la puerta, vi a Almudena apretando con fuerza sus pequeñas piernas. El niño sollozaba, y ella mostraba una sonrisa perversa, como si nada hubiera ocurrido. Recordé los suaves hematomas azules que había notado en su muñeca hacía días y que había atribuido al juego. Todo encajaba: era ella quien había marcado a mi hijo con sus manos llenas de odio.
Una ola de rabia me invadió, un fuego que apenas podía apagar. Almudena ya no era una niña de trece años; tenía casi dieciocho y ya sabía lo que hacía. Le grité con una voz que retumbó como un trueno en la casa, pero ella me devolvió un torrente de insultos, deseando que muramos todos. Vuelve a tu madre y a tu dinero, me escupió. No sé si logré contener el impulso de darle un bofetón; tal vez el hecho de sostener a Elías en mis brazos y sentir sus lágrimas empapando mi camisa me frenó.
Ana no estaba; había salido a hacer la compra. Cuando volvió, le conté cada detalle. Como era de esperar, Almudena se hizo la inocente, alzando la voz y jurando que no había hecho nada. Ana, cansada, me acusó de exagerar, de que la rabia me había nublado la razón. No contesté. Solo le di un ultimátum: esa sería la última visita de Almudena. Tomé a Elías, empaqué una maleta y me dirigí a la casa de un amigo en Sevilla para desconectar unos días y apagar las llamas que llevaba dentro.
Al regresar, encontré a Ana con el rostro endurecido. Sostenía que había sido injusto conmigo, que Almudena había demostrado lágrimas amargas y había clamado su inocencia. Yo guardé silencio, sin fuerzas para defenderme. Mi decisión estaba tomada como una roca: Almudena no volverá a cruzar el umbral de nuestra casa. Si Ana no está de acuerdo, que elija: a su hija o a nuestra familia. La seguridad y la tranquilidad de Elías son mi mayor juramento.
No cederé. Ana tendrá que decidir qué valora más: las lágrimas fingidas de Almudena o la vida que hemos construido junto a Elías. Estoy harto de vivir bajo una sombra de rencor y de ver nuestro hogar convertido en un campo de batalla. Si es necesario, llegaré al divorcio sin titubear. Mi hijo no debe sufrir el odio ajeno de nuevo. Nunca más. Almudena está fuera de nuestras vidas y he cerrado la puerta con una determinación de acero.







