Mi marido me preparó un café con aroma a almendras amargas. Intercambié las tazas con mi suegra. Y 20 minutos después…

Life Lessons

**Diario de un Hombre: El Aroma del Almendro Amargo**

El día comenzó como cualquier otro. Aún no había amanecido, pero el rumor lejano de la ciudad despertando ya se filtraba por la ventana. Abrí los ojos, me estiré y miré a mi esposa, Lucía, que dormía a mi lado. Tenía el rostro sereno, como el de una niña. En esos instantes, intentaba no recordar nuestras recientes discusiones, su distante frialdad, sus excusas de llegar tarde del trabajo diciendo: *«No es nada, solo tengo mucho que hacer»*. Quería creerla. Quería que todo estuviera bien.

Buenos días susurré, rozando su hombro.

Ella se estremeció, abriendo los ojos.

¿Ya? murmuró, bostezando. Te has levantado temprano.

Quiero café sonrió. ¿Desayunamos juntos?

Claro asentí, levantándome. Yo lo preparo.

Su sonrisa se iluminó. Era un gesto raro de mi parte. Últimamente, apenas participaba en las tareas de casa, y ella debía pensar que estaba agotado. Pero hoy hoy me esforzaba demasiado. Demasiado atento.

Mientras ella se duchaba, el aroma del café recién hecho llenó la cocina. Lucía regresó y me encontró junto a la mesa, sirviendo la oscura infusión en dos tazas. Una, su favorita, de porcelana con flores azules; la otra, la de mi madreagrietada en el asa, quedó vacía.

Te lo he preparado especial dije, entregándole la taza. Como te gusta: con un toque de leche y canela.

Gracias sonrió, pero su nariz captó algo extraño. Un olor penetrante, químico a almendras amargas.

¿Qué es ese aroma? frunció el ceño. ¿Viene del café?

Evité su mirada.

No lo sé. Quizá el molido es nuevo.

Ella olfateó de nuevo. Almendras amargas. Un olor que reconocía. Su abuela le había contado que ese aroma era el del cianuro. Mortal en cuestión de minutos.

Su corazón se aceleró.

Carlos, ¿seguro que no has mezclado algo? preguntó, disimulando el temor. Tengo alergia a ciertos aditivos. Quizá debería tomar otra taza.

Me quedé inmóvil. Luego, forcé una sonrisa.

No exageres, es solo café. Bébela antes de que se enfríe.

Ella asintió, pero en ese momento, pasos resonaron en el pasillo. Era mi madre, Isabel Martínez. Una mujer fría, de mirada calculadora, que nunca había aprobado a Lucía. *«No es lo suficientemente buena para ti»*, solía decir.

Buenos días dijo secamente, acercándose a la mesa.

Buenos días, mamá la besé en la mejilla. He preparado café. Esta es tu taza.

Le alcancé la vacía, la agrietada.

¿Y mi café? preguntó, irritada.

Ahora te sirvo respondí, tomando la cafetera.

Entonces, hizo lo que salvó a Lucía.

Cogió la taza de mi esposa con brusquedad y dijo:

Tú espera.

Sus ojos se clavaron en Lucía con desprecio.

Yo me paralicé. Ella bebió.

Nos sentamos. Mi corazón latía con fuerza. No podía apartar la mirada de la taza que ahora sostenía mi madre. Aquella con el aroma a almendras amargas.

Está fuerte refunfuñó. Pero se puede tomar.

Yo callé. Clavé el tenedor en el omelet sin hambre.

Diez minutos después, mi madre palideció.

No me siento bien murmuró. La cabeza me da vueltas.

¿Qué ocurre? preguntó Lucía, disimulando el pánico.

No lo sé se llevó una mano al pecho. Siento que me falta el aire.

Se levantó tambaleándose. La agarré antes de que cayera.

¡Mamá! ¿Qué te pasa?

Ella me miró, con los ojos desorbitados.

Tú tú querías

Y se desplomó.

Grité. Llamé a urgencias. Todo fue rápido. Los médicos llegaron, olieron la taza y confirmaron: envenenamiento por cianuro. Pocas esperanzas.

La policía me interrogó.

¿Por qué tocaste la taza? preguntó el agente.

¡No he hecho nada! mentí. ¡Era mi madre!

¿Y tu esposa? su mirada se posó en Lucía.

Ella guardó silencio.

Tres días después, mi madre murió. En el funeral, Lucía me vio aliviado, no afligido. Esa noche, lo confesé todo.

Quería matarte susurré. Por el seguro. Por las deudas del casino. Por la hipoteca Pero ella lo sospechaba. Iba a contártelo.

Lucía no se sorprendió.

Y aún así, me diste el café musitó.

Fue un error dije.

Vete ordenó. Y no vuelvas.

Me fui. Ella denunció todo. La taza tenía mis huellas. El juez me condenó a quince años.

Ahora, cada mañana, cuando huelo café, recuerdo el almendro amargo. Ese aroma que me delató.

**Lección aprendida:** La traición no siempre viene del enemigo. A veces, es la persona que duerme a tu lado la que elige tu taza. Y el destino, caprichoso, cambia de manos.

Hoy, Lucía tiene una cafetería junto al lago. Se llama *«Almendro»*. Nunca acepta café que no haya preparado ella.

Y yo yo solo tengo el recuerdo de un aroma que lo cambió todo.

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