Mi hijo me abandonó en una residencia de ancianos… y ahora me pide dinero para su boda

Life Lessons

**15 de octubre, 2023**

Nunca pensé que mi vejez oliera a lejía y puré frío. Soñaba con mis setenta años pintada de carmín, bailando sevillanas los domingos en la plaza Mayor, coqueteando con los abuelitos del casino y tomando café con churros mientras discutíamos sobre toros o política. Pero no. La vida me depositó en una residencia llamada “Amanecer Dorado”, que suena bonito pero tiene más normas que un cuartel.

Mi hijo me dejó un miércoles, justo después de la siesta.
Mamá, aquí estarás mejor dijo con esa voz de cordero degollado que usa cuando sabe que está haciendo algo ruin. Tendrás compañía, médicos, talleres de manualidades
Ajá contesté. Entonces déjame también la tarjeta del Corte Inglés, así me compro un viaje recreativo a Mallorca.
No respondió. Me dio un beso fugaz, de esos que das cuando quieres escapar antes de que te remuerda la conciencia, y se marchó. Me quedé mirando el techo, con ese olor a amoníaco que se pega al alma, pensando que si esto era “lo mejor”, prefiero mil veces el caos.

Los primeros días fueron un suplicio. No dormía: mi compañera Adela ronca como un motor diésel, y la otra, Carmen, esconde los zapatos de todos “para ver quién los reclama”, como si fuera un juego macabro. Pero me adapté. A los viejos nos creen frágiles, pero no saben lo resistentes que somos cuando no hay alternativa. Hago gimnasia en silla (aunque parezco un espantapájaros), juego al dominó los viernes y, de paso, me hice buena amiga de don Jacinto, un señor encantador que me pide en matrimonio cada tarde.
Señora, usted y yo haríamos buena pareja me dice con un clavel de plástico en la mano.
Claro, Jacinto, pero primero acuérdate de cómo me llamo le respondo.
Él se ríe. Yo también. La verdad, no lo paso tan mal como creía.

Hasta que un domingo, mi hijo apareció de improvisto. Traía esa sonrisa de niño pillado que conozco desde que tenía seis años: la de “mamá, necesito un favor”.
¡Maaaamááá! arrastró las sílabas como cuando quería una bicicleta nueva.
Dime, ¿qué has roto ahora? pregunté, cruzando los brazos.
Nada, es que me caso.

Lo miré con escepticismo.
¿En serio? ¡Qué emocionante! No sabía que existiera alguien tan temerario.
Él rió nervioso. Yo no.
Bueno, mamá, como las bodas son caras pensé si podrías echarme un cable.
¿Un cable? ¡Si me metiste aquí porque decías que no cabía un alfiler en tu piso! ¿Y ahora quieres que te pague el banquete?
Puso cara de perro apaleado. Yo lo miré con la de madre que ya ha visto demasiadas tretas.

A ver si lo entiendo continué. Me dejas aquí, entre abuelos que se pelean por el mando de la tele, y ahora quieres mi dinero para comer jamón ibérico en tu boda.
No es jamón, mamá, es un salón con clase.
Clase la tuya. ¿Por qué no os casáis aquí? Mis amigas del dominó pueden ser tus damas, y don Jacinto nos hace de cura. ¡Hasta sabe decir “acepto”!

Se puso rojo como un pimiento.
Mamá, hablo en serio.
Yo también dije. Y si queréis fiesta, hacedla tipo potaje: que cada uno lleve su tupper y todos contentos.

Se llevó las manos a la cabeza.
No puedo creer que no quieras ayudarme.
Ay, cariño suspiré. Ya ayudé bastante: te parí, te limpié el culo, te consolé cuando te dejó tu primer novio, y hasta te avalé el préstamo del coche. Mi contrato de madre bancaria caducó.

Se quedó callado. La cuidadora, que pasaba por ahí, me hizo un guiño. Creo que todas las abuelas de la residencia me hubieran vitoreado.

Al final, no le di dinero. Pero sí algo mejor: un consejo de esos que valen su peso en oro.
Escucha, hijo. Para casarse hacen falta tres cosas: amor, paciencia y ganas de aguantarse. Lo demás el salón, el vestido, el coche de caballos se paga a plazos. Y esos plazos no los firmo yo.

Suspiró, me besó en la frente y se fue cabizbajo. Yo me quedé mirando por la ventana del comedor, sonriendo. Porque entendí que aún tengo algo que darle: no dinero, sino sabiduría.

Esa noche, don Jacinto repitió su propuesta.
¿Qué dice, vecina? ¿Nos casamos y hacemos fiesta en el salón de actividades?
Solo si prometes no roncar en la luna de miel respondí.

Los dos reímos.

Y mientras la residencia se iba durmiendo, con su olor a caldo y a recuerdos, pensé que quizás no estoy tan mal aquí. Sigo siendo útil, sigo enseñando, sigo viva. Y cuando llegue el día de la boda de mi hijo si me invita, claro, iré vestida de rojo, con mi bastón más reluciente, y brindaré con mis amigas del dominó. Porque, aunque me haya dejado aquí, todavía tengo algo que él no tiene: experiencia y mucha mala leche.

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