Mi hija me pidió que la cambiara de colegio. Sin lágrimas. Sin gritos. Sin pelea. Simplemente se acercó a mí mientras yo recogía mi mochila para ir a trabajar y, en silencio, me preguntó:
Papá ¿puedo ir a otro colegio?
Me detuve. Le pregunté si había pasado algo. Ella respondió que no. Indagué si tenía amigos, y se encogió de hombros: no lo sabía. La pregunté si alguien la trataba mal, y ella permaneció en silencio.
Esa noche apenas pude dormir. Al día siguiente, inventé una excusa para ir al colegio. Dije que necesitaba hablar con la dirección, pero en realidad solo quería averiguar qué estaba sucediendo. Me quedé en el pasillo esperando el recreo.
Y entonces la vi. Estaba junto a la valla, un poco encorvada, con un termo en la mano, posando para captar la atención. Un grupo de chicas pasó riendo y empujándose entre ellas. Un chico le lanzó zumo a su blusa y salió corriendo. Una de las chicas le sacó una foto sin que ella lo notara y la mostró a las demás; todas se rieron a carcajadas. Y ella no dijo nada. Simplemente apretó los labios, como si ya se hubiese acostumbrado a eso. Pero lo que más dolía era que no había niños. Todos eran adultos.
El profesor entró en el aula. Miró a mi hija, siguió cuidando a los demás y continuó con la lección como si nada pasara. Mi hija parecía invisible.
Al regresar a casa, escribí a la escuela. Describí todo lo que me había contado: que escondían sus cuadernos, que la acosaban en los pasillos, que se reían de sus fotos en un grupo de WhatsApp. La respuesta llegó rápido: “No te preocupes, son cosas de niños. Nos ocuparemos de ello.” Pero no hicieron nada.
Esa noche, ella me preguntó en silencio:
¿Y tú, papá, has pensado en esto?
Dije que sí. Y que nunca tendría que volver allí. No preguntó por qué. Simplemente dejó su mochila en un rincón y respiró hondo, como quien finalmente se libera de una carga que ha llevado solo por mucho tiempo. Hoy va a otro colegio. No más grande. No más moderno. Solo un lugar donde le vean, donde la llamen por su nombre, y donde no tenga que encogerse para no ser dañada.
Un niño no pide cambiarse de colegio por capricho. Lo pide cuando ya no tiene fuerzas. Lo más doloroso no son las acciones de otros niños sino la inacción de los adultos que deberían protegerla.
No ignoremos las señales silenciosas de nuestros hijos. Tras un simple “no quiero volver” pueden esconderse la soledad, el miedo y el sentimiento de rechazo. Demos a nuestros hijos el derecho a expresarse. Y tengamos el valor de escuchar y actuar. Porque a veces, los gritos más fuertes de los niños suenan como susurros.
No esperemos a que sea demasiado tarde. Observemos, escuchemos, respondamos porque cada niño merece seguridad y cuidado.







