Hace muchos años, cuando mi hija adolescente llegó a casa con dos gemelos recién nacidos, creí que había vivido el suceso más asombroso de mi vida. Pero una década después, una llamada inesperada sobre una herencia millonaria me demostró que estaba muy equivocada.
Quizás debí intuir que algo extraordinario ocurriría. Mi hija, Macarena, nunca fue como las demás niñas. Mientras sus amigas hablaban de chicos o de moda, ella pasaba las noches murmurando plegarias bajo las sábanas.
Dios, por favor, envíame un hermanito o hermanita, la oía suplicar. Seré la mejor hermana del mundo. Lo prometo. Solo dame un bebé al que querer.
Cada vez que la escuchaba, se me partía el alma.
Mi marido, Antonio, y yo habíamos intentado darle un hermano durante años. Tras varios abortos, los médicos nos dijeron, con amable firmeza, que no era posible. Se lo explicamos con cariño, pero Macarena nunca perdió la fe.
No éramos ricos. Antonio trabajaba como conserje en un colegioarreglando ventanas, limpiando aulasy yo daba clases de costura en el centro cultural. Vivíamos con lo justo, pero nuestra casa siempre estuvo llena de risas. Macarena nunca pidió más.
En el otoño de sus catorce años, era pura energía y trenzas desordenadastodavía inocente para creer en milagros, pero lo bastante mayor para entender el dolor. Pensé que, con el tiempo, olvidaría sus ruegos.
Hasta aquella tarde que lo cambió todo.
Estaba en la cocina remendando un vestido cuando se abrió la puerta. Macarena solía entrar gritando: ¡Mamá, ya llegué!, pero esa vez, solo hubo silencio.
¿Macarena? llamé. ¿Estás bien, hija?
Su voz tembló. Mamá tienes que venir. Ahora.
Algo en su tono me heló la sangre. Corrí hacia la entrada y allí estaba mi hija, pálida como un espectro, agarrando con fuerza un cochecito de bebé desgastado. Dentro, dos recién nacidos dormían arropados con una manta raída.
Uno movía sus manitas inquieto; el otro respiraba en paz, ajeno al mundo.
Macarena Las palabras se me atragantaron. ¿Qué qué es esto?
¡Los encontré en la calle, mamá! Estaban solos, sollozó. Son gemelos. No podía dejarlos allí.
Mis piernas flaquearon.
Sacó un papel arrugado del bolsillo. La letra era torpe, escrita con prisa:
*Por favor, cuidad de ellos. Se llaman Álvaro y Carmen. Tengo solo dieciocho años. Mis padres no me dejan quedármelos. Ámalos como yo no puedo. Se merecen más de lo que puedo darles.*
El papel temblaba entre mis dedos.
Mamá Macarena me miró con ojos suplicantes. ¿Qué hacemos?
Antes de responder, llegó Antonio. Al verlos, dejó caer su bolsa de herramientas.
¿De dónde salieron esos críos?
De la calle, al parecer, susurré. Y ahora son nuestros.
Al menos por esa noche, pensé. Pero la determinación en la mirada de Macarena me dijo que no sería tan fácil.
Lo que siguió fue un torbellino. Vino la policía, luego la asistente social, doña Rosario, que examinó a los bebés.
Están sanos, dijo con suavidad. Tienen pocos días. Alguien los cuidó antes de abandonarlos.
¿Y ahora? preguntó Antonio.
Deben ir a un centro de acogida, respondió.
Macarena estalló en llanto. ¡No! ¡No se los lleven! He rezado por ellos. Son míos. ¡Por favor, mamá, no permitas que se los lleven!
Sus lágrimas me quebraron.
Que se queden esta noche, dije de pronto. Mientras resuelven el papeleo.
Algo en nosotroso en el dolor de Macarenaconmovió a doña Rosario. Accedió.
Esa noche, Antonio salió a comprar leche en polvo y pañales, mientras yo pedí prestada una cuna a mi vecina. Macarena no se separó de ellos, murmurando: Esta es vuestra casa. Yo seré vuestra hermana mayor.
Una noche se volvió una semana. Nadie reclamó a los niños. La madre seguía siendo un misterio.
Doña Rosario volvió semanas después. Si queréis podríais quedaros con ellos.
Seis meses más tarde, Álvaro y Carmen eran legalmente nuestros.
La vida se llenó de caos y alegría. Los gastos se duplicaron, Antonio trabajaba horas extras y yo cosía por las noches. Pero lo logramos.
Luego empezaron los regalos del cielosobres con dinero, ropa en la puerta, siempre justo lo que necesitábamos. Bromeábamos sobre un ángel guardián, pero en el fondo, sospechaba algo.
Los años pasaron volando. Álvaro y Carmen crecieron llenos de vida. Macarena, ya universitaria, seguía siendo su protectora, viajando horas para no perderse ni un partido ni una obra de teatro.
Hasta que, el mes pasado, el teléfono sonó durante la cena. Antonio lo cogió y se quedó mudo. Un abogado, musitó.
El hombre al otro lado se presentó como el licenciado Delgado.
Mi clienta, Isabel, me ha encargado contactaros. Se trata de una herencia importante para Álvaro y Carmen.
Me reí sin humor. Esto suena a timo. No conocemos a ninguna Isabel.
Ella es real, insistió. Ha dejado a vuestros hijosy a vuestra familiauna fortuna de cinco millones de euros. Isabel es su madre biológica.
Casi se me cayó el teléfono.
Dos días después, en el despacho del licenciado, leímos una carta escrita con la misma letra que aquella nota de hacía diez años.
*Mis queridos Álvaro y Carmen,*
*Soy vuestra madre. No ha pasado un día sin pensar en vosotros. Mis padres eran gente severa, de fuertes convicciones religiosas. Mi padre era un predicador respetado. Cuando me quedé embarazada a los dieciocho, les avergoncé. Me encerraron y me prohibieron reconoceros. No tuve más remedio que dejaros donde alguien os encontrara.*
*Os observé desde lejos, creciendo en un hogar lleno de amor. Envié aquellos regalos anónimos cuando pude.*
*Ahora me muero, y no tengo más familia. Mis padres fallecieron, llevándose su orgullo. Todo lo que tengomis tierras, mis inversioneses vuestro.*
*Gracias por darles la vida que yo no pude.*
*Con todo mi amor,*
*Isabel*
Al fondo de la habitación, vi a Álvaro y Carmen, ya adolescentes, abrazando a Macarena. Antonio me tomó la mano, sus ojos brillantes.
Y comprendí que el destino, a veces, teje historias más hermosas de lo que jamás podríamos imaginar.