Mejor sin ti

Life Lessons

Me acuerdo, como si fuera ayer, de aquella noche en que Pablo intentó abrir la puerta con su llave y la encontró ajena. Dentro había gente que no conocía, un niño jugando en el sofá y objetos que jamás había visto.

Disculpen, ¿qué hacen aquí? exclamó Pablo, atónito ante los extraños.

Los ocupantes apenas lo miraron hasta que él abrió la boca. El marido y su mujer dejaron caer tabletas y móviles y se lanzaron al pasillo para echar fuera al intruso.

¿Vosotros nos habéis venido a nosotros y ahora nos preguntáis? gritó la mujer. ¡Largo, que llamaremos a la Guardia Civil!

¿Qué Guardia Civil? ¡Yo vivo aquí!

Se ha equivocado, señor repuso ella. ¿O será que la puerta le ha jugado una mala pasada?

***

Era viernes por la tarde. Lola, con el pelo suelto y ondas ligeras, pelaba patatas ya frías. Se preguntaba si Pablo volvería otra vez. Ya estaba harta de sus desapariciones. Miró la cajita de colores en la repisa, pequeño regalo que se había hecho a sí misma: Si no te das un capricho, nadie te lo hará. Con el móvil en la mano, llamó:

¡Pablo, hola! ¿Dónde estás? Ya son casi las siete… le recordó a su novio, que debía terminar el curro a las cuatro, si es que todavía tenía trabajo; él se despedía cada mes o le despedían.

Lola siempre lo aguantaba.

¡Ay, siete! ¿Qué haces, te aburres? Yo me quedaré con los colegas respondió Pablo con voz alegre, de fondo el ruido de un bar de viernes. Te llamo más tarde, ¿vale?

Con los colegas ya veo dijo Lola. Entonces cenaré sola.

No, ¿qué? Yo intentaré dijo él antes de que la llamada se cortara.

Mejor lo intento se murmuró Lola, mirando el reloj.

Así pasó un rato más.

Ya pasaba la mitad de la ocho. Sabía que el intentaré de Pablo solía significar no lo prometo. Él llegaba cuando le daba la gana y se iba cuando le apetecía.

Cuatro años. Cuatro años juntos, una montaña rusa de emociones: subidas vertiginosas cuando Pablo era atento y cariñoso, y caídas igualmente bruscas cuando desaparecía sin avisar, dejándola llorando en un rincón. A veces se marchaba después de una discusión, en silencio, y ella se quedaba a sollozar. Otros días ni aparecía del trabajo, ni los fines de semana. Para él era cosa menor: Salí, me disculpo después. Para Lola, un mar de lágrimas.

Pero esa noche era su cumpleaños.

Y Pablo otra vez se había escapado.

Ocho, nueve, diez los números del reloj le parecían burlas. Lola había lavado los platos, ordenado la ropa y hasta puesto una película vieja que habían visto juntos. Pero los tiempos en que Pablo era su Pablo ya habían quedado atrás.

La cena se había quedado en el refrigerador, la vajilla limpia en la repisa.

Alrededor de la once volvió a sonar el teléfono. No quería discutir con Pablo, pero la llamada no venía de él. Era Julián, su mejor amigo en esas escapadas.

¿Lola? ¿Estás en casa?

Sí, pero, ¿por qué llamas tú? ¿Dónde está Pablo?

Lola jadeó del otro lado, como si le costara respirar. Hicimos una vuelta, no salió bien, lo metieron en urgencias. ¿Quieres la dirección? ¿Vas a ir?

El mundo de Lola se congeló. La mesa de celebración, el té sin terminar, la película silenciosa, todo se desvaneció en una densa niebla de horror.

¿Urgencias? ¿Qué tan grave?

No lo sé, los médicos no me explican nada Yo estoy bien, bajo la ventana. Ven, te paso la dirección.

Media hora después, con los puños apretados y los labios mordidos, Lola ya estaba en un taxi que se precipitaba hacia el Hospital General. Pablo, ese fruta que siempre la había dejado plantada en su cumpleaños, ahora estaba en la UCI. ¿Cómo lo soportaría si él moría?

En el hospital no encontró a Julián, aunque él había prometido esperarla en el vestíbulo. Lola recorría los pasillos, sintiéndose a punto de desmayarse, buscando a dónde ir, a quién acudir. Entonces, detrás de una esquina, escuchó una carcajada estruendosa.

Se apresuró, casi corriendo.

Y allí estaban: Pablo y Julián, sentados en sillas de plástico frente a una puerta, agarrados al estómago de la risa. Pablo, ileso, con esa mirada desorbitada que ella conocía tan bien.

¡Lola! ¡Has venido! exclamó Pablo, secándose las lágrimas. ¡Te hemos engañado! ¿Qué? ¿Tan confiada? ¡Era una broma! Me corté el dedo, vine a curarme y Julián decidió hacer una jueguetona.

¿Una broma? repitió Lola, sin voz.

Claro que sí. ¿Qué? ¿Qué pasa si nos ponemos al volante borrachos? Llegamos en taxi, tú frenaste. ¿Pensabas que te íbamos a dejar pasar el día? Julián se le ocurrió y, ¡vaya genio! dijo Pablo, abrazándola, pero ella lo empujó.

Broma de cumpleaños, eso sí que es de buen gusto… dijo ella, cansada.

Lola se echó la mochila al hombro.

Me voy.

¿A dónde? ¡Estábamos celebrando! intentó retenerlo Pablo. ¿No te llamé antes?

Ustedes no me invitaron a celebrar

Anda, no te vayas insistió él. Si no vienes, la fiesta se arruina.

Me marcho repitió más firme, y dejaron de insistir. La diversión continuó sin ella.

Al llegar a casa, dejó el abrigo y el pijama sin encender la luz, se dirigió a la cocina. El frigorífico estaba lleno, pero no tenía ganas de comer. Sentada en la mesa, miraba el reloj sin poder moverse, todavía bajo el impacto.

Una hora después, volvió Pablo.

¡Lola, qué dices! Es sólo una broma se sentó en otra silla e intentó abrazarla, como en el hospital.

Broma repitió ella. Ya estoy cansada de tus bromas.

Le mostró una tableta de chocolate.

Mira, te traigo esto como señal de paz. No te enfades. Soy joven, quiero salir, no quedarme en casa. No es mi culpa que no estés de acuerdo conmigo replicó, sin invitarla a acompañarle.

No te retengo, Pablo dijo Lola, levantándose. Pero yo también quiero salir, a otros lados. Me voy ahora mismo miró su pijama. Así de simple.

¿Y a dónde vas? preguntó él, curioso y algo irritado.

A donde quiera, pero lejos de ti contestó.

Él, intentando sonar caballeroso, replicó:

Como desees, su majestad. Entonces iré a casa de Julián.

***

Pasaron tres días sin noticias. Lola no llamaba a Pablo y él tampoco a ella. Ella seguía su vida, pero cada rincón de la vivienda le recordaba su ausencia: la silla vacía, el libro sin terminar en la mesita de noche, la taza favorita en el lavavajillas.

En el cuarto día, mientras coloreaba un cuadro por números para despejarse, apareció Pablo, irrumpiendo con un ramo de rosas rosadas, sus favoritas.

Hola dijo. Traje esto. Sé que te gustan.

Lola lo miró sin decir nada, sin tomar el ramo.

Sé que estás enfadada prosiguió él, acercándose. Es tu derecho. Pero no voy a justificame. Soy joven, quiero salir, siempre he sido así. Dijiste que amarías a cualquiera. ¿Sabes?

Lo sé respondió ella. Pero estoy harta, Pablo. No quiero tus roses de consolación barata.

No son baratas

¿Qué importa si no vienen del corazón, sino como un soborno para que te perdone?

No te perdonaré, aunque lo intente. Lo sé, ya lo he dicho durante tres días

Mira, llévate el rencor dijo él. Yo soy casaña, quiero variar mi vida. No pido disculpas.

Yo tampoco lo perdonaré.

Al final, el tiempo la curó y, tras varios días, perdonó. Pero, entonces, sintió algo extraño. Una mañana, tras un sueño muy vívido, se sintió mareada. Al día siguiente volvió lo mismo: ligera náusea, cansancio. Compró una prueba de embarazo y la hizo. Dos líneas.

No sabía cómo decírselo a Pablo.

Parecía que el destino ya había decidido.

Pablo, estoy embarazada le soltó.

El rostro de Pablo se llenó de sorpresa, miedo y desconcierto.

¿Ahora me vas a hacer una broma? dijo él.

No. Le entregó la prueba. Sé que es inesperado…

¿Qué? ¡Un hijo es alegría! exclamó él. ¡Ya no lo esperaba! Todo cambiará, créeme.

Al día siguiente desapareció otra vez, esta vez durante una semana. Se fue con Julián a la casa de campo de un amigo para celebrar la buena nueva, y allí también estaba la ex de Pablo, Catalina.

Lola quedó sola, con la noticia que debía transformar sus vidas, pero sin él. Llamó sin respuesta, el móvil apagado. Entonces comprendió que nada cambiaría.

Cuando Pablo volvió, llevaba otro ramo, grande y caro, para compensar su ausencia. Pero ya no regresó a su casa, sino a otra.

Abrió la puerta con su llave y… la vivienda era ajena. Dentro había gente desconocida, un niño en el sofá y objetos extraños.

Disculpen, ¿quiénes son? preguntó Pablo, aturdido ante los nuevos inquilinos.

Solo lo notaron cuando él habló. El esposo y su mujer dejaron caer tabletas y móviles y corrieron al pasillo para expulsar al extraño.

¿Ustedes nos han venido a nosotros y ahora nos preguntáis? gritó la mujer. ¡Fuera, que llamaremos a la Guardia Civil!

¿Qué Guardia Civil? Yo vivo aquí.

Se ha equivocado, joven repuso ella. ¿O será que la puerta le ha jugado una mala pasada?

¿Y cómo encaja mi llave en vuestra puerta? refunfuñó el hombre. ¿Ladrón? No, conozco una estafa donde varias personas comparten un piso. No puede ser Llamaremos

Pablo, temblando, tomó su móvil y marcó al dueño del piso.

¡Antonio! ¿Qué ocurre? ¿Quién está en mi apartamento?

Pablo, ya te habías mudado Lola una semana atrás dijo que te ibas, y yo ya había alquilado el piso. La dejó vacía, le devolví la fianza. ¿Qué preguntas tienes ahora?

¿Qué? ¿Lola se ha ido? ¿Nos mudamos? le dejó sin aliento su propio hábito de desaparecer.

Se quedó en la escalera del portal, con el ramo todavía en la mano. Lo echaron, claro. Entonces se le acercó el vecino Vero, con quien a veces intercambiaban palabras. Vero llevaba dos bolsas deportivas.

Hola, Pablo le dijo, entregándole las bolsas. Lola me las dejó. Dijo que pasaras a recogerlas.

Pablo tomó las bolsas, pesadas, llenas de sus cosas.

Se dirigió a la casa de la madre de Lola, la señora Lidia. Él estaba convencido de que allí estaba ella.

Lidia, al verlo en la puerta, se ajustó las gafas y se frotó los ojos.

¿Qué deseas, Pablo? preguntó. Llevo una semana consolando a Lola.

Necesito a Lola. ¿Dónde está?

Te dije que no la dejaras entrar.

¡Pero tengo que hablar con ella! Está está embarazada. Necesito decirle algo

Al escuchar embarazada, la anciana se emocionó, pensando en su futuro nieto, y accedió:

Entra. No me gusta la idea de que se quede sola. Ve y discúlpate.

Pablo, sin intención de disculparse, entró al cuarto de Lola con reproches:

¿Descansando? Qué bien Yo, imagina, hoy sin techo. ¡Casi pierdo la cabeza cuando llegué y tú no estabas! No pueden pasar estas cosas

Lola, sin ceder, le contestó:

¿Cuándo fue la última vez que pagaste el alquiler, Pablo? No pensabas en lo que cuesta una vivienda, en lo que se compra la comida. Solo desaparecías semanas enteras y luego volvías a la comodidad. Bienvenido a la realidad: hay que pagar el alquiler, gastar el sueldo en macarrones y pan, y nadie te espera con los brazos abiertos a cualquier hora

¡Yo vine a hablar, y tú! ¡Yo mismo me arreglo!

Pablo, enfadado, dio un portazo al marcharse.

Intentó pedir dinero prestado a sus amigos. A Julián, a otros pero todos negaban. Es divertido ser tu amigo, pero prestar a quien siempre está en la ruina después del salario, no da gusto.

Cansado y abatido, volvió al domicilio de la Señora Lidia al anochecer. Lola no le dejaba pasar. Entonces salió la propia Lidia.

Lola, no puedes hacer eso le dijo, con compasión. Dejar a un hombre en la calle, Lola ¿Y el niño? Necesita padre. Él tiene la cabeza en el aire, pero tú debes guiarlo…

Mamá

Lola, él pasará la noche aquí. Después pensarás cómo seguir criándolo

Lidia le puso una condición a Pablo:

Si quieres quedarte, no vas a salir más. Cásate con Lola. Piensa en el futuro del bebé.

Él aceptó. Parecía que algo cambiaba. Dejó de desaparecer y empezó a ayudar con las compras, aunque sólo duró poco.

Una tarde, mientras Lola trabajaba, Lidia volvió antes de lo habitual. La puerta del dormitorio estaba entreabierta y se escuchaba un susurro. Al asomarse, cinco segundos después una joven salió chirriando

¡Lidia! Yo gritó.

Pablo también saltó.

Mira dijo Lidia, mejor sin padre que con uno así

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