Me transportaban en una camilla por los pasillos del Hospital Universitario La Paz.
¿A qué unidad? le preguntó una enfermera a la otra.
¿Tal vez a la de cuidados intensivos? repuso la segunda.
¿Y por qué no a la de aislamiento, si hay plazas disponibles?
Las dos miraron mi rostro con una compasión sincera. Después descubrí que en la unidad de aislamiento se internaban a los que estaban al borde de la muerte, para que no los vieran los demás.
El médico la ha puesto en aislamiento repetía la enfermera.
Me tranquilicé. Cuando finalmente llegué a la cama sentí una paz profunda, simplemente por saber que ya no tenía que ir a ningún sitio, que no le debía nada a nadie. Una extraña distancia se abrió entre yo y el mundo exterior; me importaba poco lo que sucedía allí. Nada y nadie me interesaba. Había recuperado el derecho al reposo. Estaba sola con mi alma, con mi vida. Los problemas, el bullicio y las preguntas importantes desaparecieron. En ese instante la vorágine de la vida pareció insignificante frente a la eternidad.
Entonces, como si despertara de la nada, la vida verdadera volvió a latir a mi alrededor. Resultó ser tan maravilloso: el canto de los pájaros al alba, el rayo de sol que se arrastra por la pared junto a la cama, la hoja dorada de un roble que se asoma por la ventana, el cielo otoñal de un azul profundo, el ruido de la ciudad que desperezael claxon de los coches, el taconeo apresurado de los tacones sobre el asfalto, el crujido de las hojas que caen ¡Madre mía, qué vida tan preciosa! Y sólo ahora lo comprendía.
Pues nada, me dije. Ya lo entiendo. Aún me quedan unos días para saborear cada instante y amarla con todo el corazón.
La sensación de libertad y dicha que me invadía exigía expresarse, así que recurrí a Dios, que ya estaba a mi lado.
¡Señor! exclamé. Gracias por permitirme descubrir cuán bella es la vida y por darme la fuerza para amarla. Aun estando a punto de morir, aprendí lo maravilloso que es vivir.
Un tranquilo gozo se instaló en mi interior; el mundo vibraba con una luz dorada de amor divino. Sentí que el amor, por fin, se hacía real y nutritivo. Todo lo que veía se llenaba de esa luz y energía. ¡Yo amaba!
La habitación individual y el diagnóstico de «leucemia aguda de cuarto grado», junto al estado irreversible que el médico confirmaba, tenían su lado siniestro, pero también sus ventajas. A los pacientes terminales se les permitía recibir visitas en cualquier momento. A mis familiares les ofrecieron organizar el funeral, y una fila de parientes afligidos se acercó a despedirse. Comprendía sus dudas: ¿de qué hablar con quien está a punto de partir? Me resultaba casi cómico observar sus rostros perdidos. Me alegré de que pudieran verme una vez más; lo que más anhelaba era compartir mi amor con ellos. Les contaba anécdotas divertidas; todos, gracias a Dios, estallaban en carcajadas y la despedida se tornó en una fiesta de alegría.
Al tercer día me cansé de quedarme inmóvil, comencé a pasear por la habitación, a sentarme junto a la ventana. El doctor, al verme, estalló en una especie de histeria porque, según él, no debía levantarme.
¿Cambiará algo? pregunté.
No respondió, desconcertado. Pero no puedes caminar.
¿Por qué? insistí.
Tus análisis muestran que tu cuerpo está en pausa. No puedes vivir, pero te has puesto a levantarte.
Cuatro días transcurrieron como máximo; no moría, pero devoraba plátanos con apetito. Me sentía bien. Al médico le costaba comprenderlo; los análisis no variaban, la sangre apenas tenía un tono rosado, y yo salía al pasillo a mirar la televisión.
Doctor, ¿cómo le gustaría ver esos resultados? le pregunté.
Como están, al fin y al cabo dijo, garabateando letras y números que apenas pude descifrar.
Al día nueve irrumpió en mi habitación gritando:
¡¿Qué está haciendo con esos análisis?!
¿Qué hago? respondí. Los resultados son como los anoté.
¡Exacto! exclamó. ¿Y a mí qué? No importa.
La discusión se desvaneció. Me trasladaron a la sala común. Los familiares ya se habían despedido y dejaron de venir. En esa habitación había otras cinco mujeres, fijas contra la pared, mudas y resignadas a su destino. Resistí tres horas; mi amor empezaba a ahogarse. Tenía que actuar.
Saqué de debajo de la cama un melón, lo coloqué sobre la mesa, lo corté y, alzando la voz, proclamé:
El melón alivia la náusea después de la quimioterapia.
Un aroma de esperanza se esparció por el pasillo. Mis compañeras se acercaron vacilantes.
¿Y de verdad funciona? preguntó una.
Sí afirmé con seguridad.
El melón crujió jugoso.
¡Vaya, ya me siento mejor! exclamó la que estaba junto a la ventana.
¡Yo también! añadieron las demás con una alegría contagiosa.
Continué contando historias cómicas. A la segunda de la noche, una enfermera entró y, enfadada, gritó:
¿Cuándo van a dejar de reír? ¡No dejan que el resto del piso duerma!
Tres días después, la doctora, indecisa, me pidió:
¿Podrías pasar a otra habitación?
¿Por qué?
En la nuestra todos mejoran, pero en la contigua hay casos graves.
¡No! gritaron mis compañeras. ¡No nos dejan ir!
No nos dejaron salir. Solo llegaron vecinos curiosos a sentarse, conversar y reír. Entendí por qué: en nuestra sala vivía el amor. Lo envolvía todo y a cada uno le producía una cálida tranquilidad. Me llamó la atención una niña de dieciséis años, de pañuelo blanco atado con un nudo en la nuca, cuyas puntas asomaban como orejitas de conejo. Tenía cáncer de ganglios y parecía incapaz de sonreír. Una semana después, su sonrisa tímida se abrió como una flor, y cuando anunció que los tratamientos estaban funcionando, organizamos una celebración con una mesa espléndida. El médico de guardia, al ver la escena, quedó boquiabierto:
Llevo treinta años aquí y nunca había visto algo así.
Se dio la vuelta y se fue, mientras nos quedábamos riendo, recordando la expresión asombrada de su rostro.
Leía libros, escribía poemas, miraba por la ventana, charlaba con las compañeras, recorría el pasillo y amaba cada cosa que veía: el libro, la vecina, el coche que pasaba por la calle, el árbol centenario Me inyectaban vitaminas. Tenía que pincharme algo. La doctora casi no hablaba conmigo, solo me lanzaba miradas extrañas. Tres semanas después, susurró:
Tu hemoglobina está veinte unidades por encima de lo normal. No la eleves más.
No puedo confirmar su diagnóstico. ¡Te estás recuperando, aunque nadie te esté curando!
Al darme el alta, la doctora confesó:
Qué pena que te vayas; todavía tenemos muchos casos críticos.
Todos los pacientes de mi sala fueron dados de alta y la mortalidad del servicio bajó un treinta por ciento. La vida siguió, pero mi mirada cambió; el sentido se volvió sencillo. Basta aprender a amar y los deseos se cumplen, siempre que se formen con amor, sin engaños, sin envidias, sin rencores, sin desear el mal a nadie. Así de simple.
Porque es verdad que Dios es Amor. Solo hay que acordarse a tiempo y transmitirlo. Que el Amor divino llene a todos y a todo.







