Me humillaban por ser ‘pueblerina’, ¡y ellos venían de lo más profundo de la España rural!

Life Lessons

Me humillaban por ser «paleta», aunque ellos mismos venían de lo más profundo del campo

Crecí en un pequeño pueblo de la provincia de Ávila. Desde pequeña me acostumbré a la tierra, al trabajo duro, a ganarme las cosas con mis propias manos. No éramos ricos, pero vivíamos con dignidad. Y fue entonces cuando me enamoré de la tierra, no como una obligación, sino como un refugio para el alma. Me encanta cavar en la huerta, cultivar mis propias verduras, frutas y hierbas. Siento cómo me arraiga, me calma y me devuelve a mí misma. Por eso, cuando me casé, lo dejé claro: «Necesitamos una casa en el campo. Si no la tenemos, ahorraremos y la compraremos».

Al principio, mi marido no apoyaba mucho la idea, pero al ver mi pasión, accedió. Compramos una casita con un terreno cerca de Salamanca. Y todo iba bien hasta que aparecieron sus padres. Desde el primer día me miraron por encima del hombro. Sobre todo mi suegra, Carmen Montoya. Cada encuentro se convertía en un pequeño desprecio.

«¿Otra vez con tus zanahorias? Pareces una campesina», decía, torciendo el ceño.

«¡Mi hijo no estudió y se crió en la ciudad para terminar cavando en la tierra!».

Yo escuchaba y me encogía por dentro. No por vergüenza, sino por no entender tanta hostilidad. Nunca les obligué a ayudar, solo les invitaba a compartirlo. No era un castigo, era cariño, era vida.

Aguanté mucho tiempo. Pensaba: «Bueno, son de ciudad, no lo entienden. Tienen otras prioridades». Hasta que, por casualidad, descubrí la verdad. Y no me dolió, me dio hasta risa.

Se supo que los padres de mi marido eran de pueblo de toda la vida. Su madre era de un pueblecito cerca de Cáceres, y su padre, de lo más remoto de Soria. Además, sus propios padres seguían viviendo allí, en casas viejas, con gallinas y huerto. Pero ellos, al mudarse a la ciudad de jóvenes, borraron su pasado. Lo negaron con tanto empeño que parecía que temían que alguien descubriera sus raíces.

Y aún así, sin pudor, ella soltaba comentarios como: «Mira el interior de tu piso, parece la casa de una abuela. Esas figuritas, esos cuadros Nosotros tenemos todo moderno: paredes limpias, muebles empotrados, nada de trastos».

Pero a mí me gusta precisamente ese calor, ese hogar, los recuerdos en las estanterías. Puede que no esté de moda, pero es humano.

Durante años me callé. Nunca les reproché nada. Pero un día, tras otro comentario de «paleta», exploté. Estábamos en la terraza, y ella puso los ojos en blanco ante mi compota de fresas y mi tarta de grosellas:

«¡Qué asco, todo lo tuyo parece de pueblo!».

Yo sonreí y respondí tranquila:

«Hay un refrán que dice: puedes sacar a la persona del pueblo, pero no el pueblo de la persona. Solo que no lo digo por mí. Lo digo por usted, Carmen Montoya».

Se quedó helada. Vi cómo le temblaba el párpado. Intentó reírse:

«¿Esto me lo dices a mí?».

«A usted y a mí. Yo estoy orgullosa de mi pueblo. Usted lo esconde. Ahí está la diferencia».

Después de eso, se calló. No más reproches, no más indirectas. Nunca más me llamó campesina ni puso mala cara cuando llevaba mermelada casera o tarros de pepinillos. Hasta creo que empezó a respetarme.

Y no soy rencorosa. Pero aún me duele que intentaran humillarme por lo que ellos mismos vivieron. ¿Acaso las raíces son algo de lo que avergonzarse? ¿El trabajo es motivo de desprecio?

Soy una mujer que ama la tierra. No me avergüenzo de mi pueblo. Sé sembrar y cosechar, encurtir y cocinar. Y no soy menos que quienes viven en pisos «modernos» con paredes vacías. Porque donde no hay alma, no hay calor. Y yo lo tengo. Y lo tendré siempre.

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