Me casé con mi vecino, que tiene ochenta y dos años para evitar que lo metan en una residencia de ancianos.
¡¿Estás loca?! casi derrama mi hermana Carmen su café cuando le suelto la noticia.
Primero, no tiene ochenta, tiene ochenta y dos le respondo con la mayor calma. Y, sobre todo, déjame terminar.
Todo empezó cuando escuché bajo la ventana de su piso a sus hijos hablar. Solo ven dos veces al año: para asegurarse de que el padre sigue con vida y luego desaparecen. Esta vez llegaron con folletos de guarderías y centros de día.
Papá, ya tienes ochenta y dos. No puedes vivir solo.
Yo tengo ochenta y dos años, no ochenta y dos enfermedades contesta él, con esa voz ronca y tibia que tanto me gusta. Yo cocino, voy al mercado y hasta veo series sin quedarme dormido. ¡Todo me va de maravilla!
Una tarde llama a mi puerta, con una botella de vino y el aspecto de quien se prepara para una conversación desesperada pero importante.
Necesito un favor algo raro.
Un par de copas y ese favor extraño se transforma en una propuesta de mano y corazón.
Sólo por formalidad me explica. Si me caso, a los hijos les resultará más complicado enviarme a algún sitio lejos de sus ojos.
Miro sus ojos azules, donde todavía arde la chispa y el carácter, y pienso en mis noches tranquilas: apartamento vacío, la tele encendida y el silencio que lo envuelve todo. Él era el único que cada día me preguntaba cómo me iba.
¿Y yo qué gano? le pregunto.
La mitad de las facturas, el guiso del domingo y alguien que valore que vuelvas a casa.
Tres semanas después estábamos en el Registro Civil de Madrid. Yo, con un vestido que parecía sacado de una tienda de segunda mano; él, con un traje viejo que desprendía naftalina y recuerdos. Testigos: la dependienta del kiosco y su marido, que apenas contenían la risa.
Podéis besar a los novios.
Él me dio un beso en la mejilla tan fuerte que pareció romper un sobre. A partir de entonces todo fluyó sorprendentemente fácil: se levantaba a las seis, hacía sus legendarias cinco flexiones; yo tomaba el café de ayer y me acostaba tarde tras el trabajo.
Eso no es café, es tortura refunfuñaba él.
Y tus ejercicios son una parodia del deporte le contestaba yo.
Los domingos la casa se llenaba del aroma del guiso y de carcajadas. Él hablaba de su esposa, a quien amó toda la vida, y de los hijos que ya no lo veían como padre, sino como un problema. Hasta que un día esos mismos hijos irrumpieron en nuestro salón con acusaciones.
¡Ella lo está usando!
¡Yo escucho perfectamente! gritó él desde la cocina. ¡Y, por cierto, tu café apesta!
¿Para qué quieren este matrimonio? preguntó su hija Celia, clavándome la mirada helada.
Yo miré al hombre que canturreaba mientras me servía el café.
¿Para qué? Porque no estoy solo. Tengo con quien cenar los domingos. Tengo a quien decirle: «Ya llego». Tengo a alguien que se alegra con mi risa. ¿Eso es un delito?
La puerta se cerró con un golpe que pareció poner punto final a sus argumentos. Él trajo dos tazas.
Piensan que me he vuelto loco.
No se equivocan le sonreí.
Tú también estás loca.
Por eso somos la pareja perfecta.
Tu café sigue siendo veneno.
Y tu deporte, una caricatura.
Pero, ¡es familia!
Brindamos con nuestras tazas al caer el sol y a ese amor no tan falso.
Seis meses después sigue igual: él se levanta demasiado temprano, yo sigo arruinando el café, y los domingos huelen a guiso y felicidad.
¿No te arrepientes?
Ni un segundo le respondo siempre.
Que otros llamen a nuestro matrimonio una farsa. Para mí es lo más auténtico que ha ocurrido en mi vida.
Sin nombre.







