Almudena, ese Constantino tuyo no me convence opinó mi madre cuando le presentó a mi prometido.
Escucha, Almudena, las advertencias de tu madre o, al menos, pregúntale qué le desagrada de tu elegido (a veces a una chica le basta con que no le gusta a una persona, pero otras veces percibe señales de alerta que la enamorada pasa por alto). La historia habría podido seguir otro rumbo.
Yo, sin embargo, sólo la desaté con una sonrisa y argumenté con lo que me parecía justo.
Nunca te ha gustado nadie. Por eso terminas sola, aunque podrías haberme casado a mí en el paquete.
Mucho sabes refunfuñó mi madre, María del Carmen.
¿Y por qué piensas que no entiendo nada? ¿Porque soy más joven?
Yo no soy ciega: he visto que muchos hombres se interesaron en ti, y parecían bastante decentes. Pero tú los descartabas sin dudar.
¿Sin dudar? replicó filosóficamente mi madre . Ya basta, Almudena, dejemos el tema.
Te he dado mi parecer, pues fuiste tú quien trajo a Constantino a mi casa; ahora decide tú si le haces caso o si buscas a quien realmente te merezca.
Mamá, ya es tarde para decidir. Estoy embarazada de Constantino y mi hijo no crecerá sin padre.
Una parte del resentimiento de Almudena hacia su madre se debía a la ausencia de una figura paterna. En la escuela era la única sin padre por una causa que no se podía justificar. Dos compañeras habían perdido a sus padres, pero no era lo mismo que nunca haberlos tenido.
Almudena tuvo a su padre hasta que, cuando ella tenía apenas tres años, sus padres se separaron y él la abandonó. Al final, si hubiera engendrado al menos un hijo, quizá habría sido posible hablar de una coeducación, pero la niña quedó al cargo exclusivo de su madre. El padre pagaba la pensión sin falta, pero jamás se interesó por su vida.
Almudena culpaba a su madre de no haberle presentado a un padrastro. Podríamos haber vivido bien, pensaba, aunque el hombre no la quisiera como a otras hijas con padres presentes. Así, decidió que el padre de su hijo sería, con o sin Constantino, su propio refugio. Y aunque él no fuera perfecto, la amaba y, según ella, amaría también al bebé.
Cuando recibió el informe de paternidad y confirmó la relación, Constantino, como buen caballero, le propuso matrimonio al instante y comenzó a imaginar la segunda habitación de su piso como habitación de los niños.
Ese comportamiento endulzaba a Almudena. Las palabras de su madre sobre que algo no le convenía en Constantino no pudieron romper esa burbuja.
Al final, no fue la madre la que obligó a vivir con Constantino. Lo que a mi madre le desagradaba de él lo descubrió Almudena cuando su hijo cumplió un año. Él trabajaba, pero no ayudaba en nada con la pequeña Celía.
La madre de Constantino, Elena Vázquez, siempre hablaba de cómo ella con dos hijos lograba tener la casa impecable, trabajar casi de inmediato tras el parto y, sin embargo, no disponía de la tecnología moderna que llenaba la vivienda de Almudena y Constantino. Elena no contaba que, en su caso, ambos niños iban a la guardería a los pocos semanas de nacidos y que luego el horario del cole y la afterschool les permitía comer y hacer los deberes bajo la supervisión del personal.
En casa, la única ayuda de Elena consistía en preparar el desayuno y lavar la ropa; la lavadora ya había llegado, aunque lejos de ser la última generación. Presentaba ese estilo de vida como modelo a seguir.
El problema surgió pronto: en la ciudad donde vivían ya no existían guarderías. Las madres tenían que cuidar a sus hijos de tres años en casa, 24horas al día. Algunas tenían suerte con la familia, otras con la madre, pero María del Carmen vivía en otra ciudad y todavía no se había jubilado, así que Almudena se quedó sola con su bebé.
Todo parecía tolerable hasta que, una mañana, mientras Almudena se duchaba, sonó la alarma de incendios. Ya había ocurrido dos veces ese año y ambas fueron falsas. El marido no reaccionó, así que ella, con el pelo mojado, tomó su albornoz y salió a investigar.
Al abrir la puerta se dio cuenta de que el piso estaba vacío, la entrada abierta de par en par y el humo se colaba por la escalera. Corrió como una ráfaga a la habitación de Celía, la envolvió en una manta y se precipitó a la salida. Logró subir al ático y cruzar al portal contiguo.
En la calle la primera visión fue la de Constantino, tembloroso, sujetando su nuevo ordenador de juegos. Le colgaba al cuello una cámara de vídeo profesional que había comprado seis meses antes; del bolsillo de su chaqueta sobresalían una tableta y un móvil.
¡Maldición! murmuró, y si no hubiera tenido a la niña en brazos, quizá la habría golpeado con la ira que le provocaba la escena.
Almudena, furiosa, lo empujó con la misma fuerza con que un cargador de puerto agita la carga. Lo peor fue que, en lugar de disculparse o explicar, Constantino la acusó de estar loca, diciendo que había perdido la cabeza, que había olvidado a su esposa y a su hija, como cualquiera que se distrae.
Su reacción no fue proteger a la niña, sino salvar su preciado ordenador y su cámara. Naturalmente, Almudena se divorció de él. Durante los siguientes seis meses la suegra insistió en reconciliarlos, alegando que no había que destruir la familia. Al fin y al cabo, mi madre volvió a acoger a su hija y al nieto.
Mamá, tenías razón, no debí involucrarme con Constantino. Ahora entiendo que podía abandonarme en un momento de crisis.
¿Te acuerdas cuando nos encontraste en la puerta del edificio y el terrier del vecino empezó a ladrar?
¿El Archie? Sí, ese que ladra a todo el mundo; su dueño, Tolo, nunca lo suelta del cabo. Es un perro cariñoso, pero se asusta fácil
Exacto, y cuando se asustó, tú corriste sin pensar en proteger a Celía; no la agarras de la mano ni nada. Ya llevabas tiempo cargando a tu hija y él lo sabía. Eso me pareció extraño para un marido y padre que se supone que debe cuidar.
Antes habría dicho ¡qué falta de respeto! pero ahora, tras vivir lo suficiente para comprender, solo guarda silencio. Ha aprendido, a última hora, que la mera presencia de un padre o marido no garantiza nada. A veces es más fácil criar a un hijo solo que vivir con alguien solo por mantener las apariencias.
Así que no volverá a hacerlo. Y si algún día Celía, como ahora Almudena, quiere preguntar a su madre por qué creció sin padre, Almudena tendrá una respuesta. Explicará que su padre, en una emergencia, abandonó a su hija y a su madre para salvar su ordenador, su móvil y su cámara de vídeo. ¿Qué pensarán de él cuando envejezca? Quizá la tecnología ya no le sirva de excusa.
Almudena sabe, por fin, que no siempre es útil tener a un hombre bajo el mismo techo; a veces lo mejor es seguir adelante por uno mismo.







