—¡Mamá, otra vez se dejó la luz encendida toda la noche! —exclamó Alejo, entrando molesto a la cocina.

Life Lessons

Mamá, ¡otra vez dejaste la luz encendida toda la noche! exclamó Alejandro, entrando en la cocina con irritación.

Ay, sí, me quedé dormida, hijo Estaba viendo una telenovela y me venció el sueño respondió su madre con una sonrisa culpable.

A tu edad ya deberías dormir de noche, no pasar horas frente al televisor.

Ella sonrió en silencio, sin contestar. Se ajustó la bata sobre el pecho para ocultar el temblor de su cuerpo por el frío.

Alejandro vivía en la misma ciudad, pero apenas la visitaba. Solo cuando “tenía tiempo”.

Te traje fruta y las pastillas para la presión dijo rápidamente.

Gracias, hijo. Que Dios te bendiga respondió ella con dulzura.

Quiso acariciar su rostro, pero él se apartó, con la mirada apresurada.

Tengo que irme, tengo una reunión de trabajo. Te llamaré uno de estos días.

Vale, hijo. Cuídate susurró ella.

Cuando la puerta se cerró, su madre siguió mirando por la ventana, observando cómo su hijo desaparecía tras la esquina.

Puso una mano sobre su corazón y murmuró:

Cuídate porque yo ya no estaré por mucho tiempo.

A la mañana siguiente, el cartero dejó algo en el viejo buzón.

María caminó lentamente hacia la entrada, sacó un sobre amarillento con una letra familiar.

Decía:

*«Para mi hijo Alejandro, cuando yo ya no esté.»*

Se sentó a la mesa y comenzó a escribir, con la mano ligeramente temblorosa:

*«Querido mío, si lees estas palabras, es porque no tuve tiempo de decirte todo lo que sentía.

Recuerda: las madres no mueren. Solo se esconden en el corazón de sus hijos para no hacerles más daño.»*

Dejó el bolígrafo y su mirada se posó en una foto antigua: un pequeño Alejandro con las rodillas raspadas.

*«¿Recuerdas, hijo, cuando te caíste del árbol y juraste que nunca más volverías a subir?

Yo te enseñé a levantarte.

Así quiero que sepas hacerlo ahora, no con el cuerpo, sino con el alma.»*

Lloró en silencio, dobló la carta y escribió en el sobre:

*«Dejar junto a la puerta el día que me vaya.»*

Tres semanas después, sonó el teléfono.

Don Alejandro, soy la enfermera de la clínica Su madre falleció anoche.

Él guardó silencio. Simplemente cerró los ojos.

Al llegar a su casa, el aire olía a lavanda y quietud. En la mesa, su taza favorita conservaba la marca de sus labios.

En el buzón, un sobre con su nombre.

Dentro, su letra:

*«No llores, hijo. Las lágrimas no devuelven lo perdido.

En el armario dejé tu jersey azul. Lo lavé muchas veces huele a infancia.»*

Alejandro no pudo contenerse.

Cada palabra dolía como un recuerdo que ya no podía cambiar.

*«No te culpes. Sabía que tenías tu propia vida.

Pero las madres viven incluso con las migajas de atención de sus hijos.

Llamabas poco, pero cada llamada era una fiesta para mí.

No quiero que sufras. Solo que recuerdes:

siempre estuve orgullosa de ti.»*

Al final, decía:

*«Cuando sientas frío, pon tu mano sobre el corazón.

Sentirás calor.

Ahí estoy yo, latiendo dentro de ti.»*

Cayó de rodillas, apretando la carta contra su pecho.

Mamá ¿por qué no vine más seguido? murmuró.

La casa respondió con silencio.

Se quedó dormido en el suelo.

Al despertar, los rayos del sol atravesaban las cortinas viejas.

Se levantó y tocó sus cosas: las tazas, las fotos, su viejo sillón.

En la nevera encontró una nota:

*«Alejandro, hice albóndigas y las guardé en el congelador. Sé que olvidas comer.»*

Volvió a llorar.

Pasaron los días, pero la tranquilidad no llegaba.

Iba al trabajo, seguía viviendo, pero su mente siempre volvía a esa casa con cortinas amarillas.

Un fin de semana, regresó.

Abrió la ventana y el canto de los pájaros llenó la habitación.

El cartero entró en el jardín:

Buenos días, don Alejandro. Mis condolencias.

Gracias

Su madre dejó otra carta. Me pidió entregársela cuando volviera.

Tomó el sobre, lo abrió y leyó:

*«Hijo, si has vuelto, es porque me echaste de menos.

No te dejo esta casa como herencia, sino como memoria viva.

Pon flores en la ventana. Hierve el té.

Y no dejes la luz solo para ti. Déjala también para mí. Quizás, desde allá, pueda verla.»*

Sonrió entre lágrimas.

Mamá la luz estará encendida todas las noches, lo prometo.

Salió al jardín, miró al cielo.

Le pareció ver su silueta en las nubes, con su bata blanca de flores.

Me enseñaste a vivir, mamá ahora enséñame a vivir sin ti.

Pasaron los años.

La casa seguía cálida, llena de vida.

Alejandro la visitaba a menudo: regaba las plantas, arreglaba la valla, ponía la tetera como si fueran dos.

Un día, llevó a su hijo de cinco años.

Aquí vivió tu abuela le dijo.

¿Y dónde está ahora, papá?

Allá arriba. Pero nos escucha.

El niño miró al cielo y agitó la mano:

¡Abuela! ¡Te quiero!

Alejandro sonrió, con los ojos húmedos.

Y le pareció que el viento susurraba con una voz cálida:

*«Y yo os quiero. A los dos.»*

Porque ninguna madre desaparece del todo.

Vive en tu risa, en cómo te levantas, en cómo dices “te quiero” a tus hijos.

Porque el amor de madre es la única carta que siempre llega a su destino.

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