Luz Martínez era corpulenta. Tenía treinta años y su balanza marcaba ciento veinte kilogramos. Quizá llevaba dentro una dolencia oculta, un desajuste metabólico o cualquier otra anomalía que la aislara del mundo. Vivía en Villanueva del Valle, un pueblito tan perdido que parecía la última mota de polvo en el mapa, donde el tiempo no corría con relojes sino con estaciones: se congelaba en los inviernos más crudos, se derritía en la primavera como un charco de miel, se quedaba en una letanía calurosa durante el verano y se lamentaba bajo lluvias melancólicas en otoño. En ese cauce lento y viscoso se desvanecía la existencia de Luz, a quien todos la llamaban simplemente Luz.
A sus treinta años, la vida de Luz parecía una ciénaga que la engullía con su propio cuerpo. Ciento veinte kilogramos no eran sólo peso, sino una fortaleza de carne, cansancio y silenciosa desesperación erigida entre ella y el resto. Sospechaba que la raíz del mal estaba dentro, alguna rotura, alguna enfermedad, pero viajar a la gran ciudad para ver a un especialista era una idea impensable: lejano, vergonzosamente caro y, a sus ojos, inútil.
Trabajaba como cuidadora en el jardín de infancia municipal Campanilla. Sus jornadas estaban impregnadas del perfume del talco infantil, de la avena cocida y de los suelos perpetuamente húmedos. Sus manos grandes y extraordinariamente tiernas sabían consolar al niño que sollozaba, tender sábanas a diez cunas a la vez y secar un charco sin que el pequeño sintiera culpa. Los niños la adoraban, se aferraban a su suavidad y a su caricia calmada. Pero aquel brillo tímido en los ojos de los tres años era el módico pago por la soledad que la aguardaba tras la puerta del kínder.
Luz habitaba en un bloque de ocho viviendas, vestigio de los gloriosos tiempos de la posguerra. El edificio exhalaba incienso, crujía bajo las vigas en la noche y temblaba ante el viento fuerte. Hace dos años su madre, una mujer cansada y enclenque, la había dejado para siempre, enterrando sus sueños entre las paredes de aquella chabola. El padre nunca la conoció; había desaparecido hacía tiempo, dejando sólo polvo y una fotografía amarillenta.
Su cotidianidad era dura. Agua fría que chorreaba del grifo en torrentes oxidados, el único baño al aire libre que parecía una cueva helada en invierno y el sofocante calor veraniego que anegaba las habitaciones. Pero el tirano principal era la estufa. En invierno devoraba dos furgonetas llenas de leña, succionando los últimos centavos del escaso sueldo de Luz. Pasaba largas noches contemplando las llamas tras la puerta de hierro, y parecía que la chimenea devoraba no sólo la leña, sino también sus años, sus fuerzas, su futuro, reduciéndolos a ceniza fría.
Una tarde, cuando la penumbra se espesaba y llenaba su habitación de una melancolía azulada, ocurrió un milagro. No ruidoso ni grandilocuente, sino susurrante, como el deslizamiento de las pantuflas de su vecina Nuria, que de pronto llamó a su puerta.
Nuria, conserje del hospital del pueblo, mujer de rostro surcado por arrugas de preocupación, llevaba en la mano dos billetes crujientes.
Luz, perdona, por Dios. Toma. Dos mil euros. No los he llorado, perdona murmuró, empujando el dinero hacia Luz.
Luz miró los billetes con sorpresa, como si el débito que había cancelado mentalmente hacía dos años se reanudara de golpe.
Anda, Nuria, no tienes que dijo Luz. No hace falta
¡Sí! interrumpió la vecina, alzando la voz como si revelara un secreto de Estado. ¡Ya tengo dinero! Escucha
Y Nuria, bajando la voz, empezó a relatar una historia inconcebible. Comentó que unos inmigrantes marroquíes habían llegado al pueblo. Uno de ellos, al verla mientras barría la calle, le ofreció un trabajo extraño y alarmante: quince mil euros.
Necesitan ciudadanía, eso es urgente. Van por nuestros agujeros, buscan novias falsas para casar. Ayer me ofrecieron a mi hijo, Rachid, para que se case. No sé cómo lo hacen en el registro civil, quizás metan el dinero, pero rápido. Mi hijo está aquí para la noche, y se irá cuando anochezca. Mi hija Luz, también aceptó. Necesita un abrigo nuevo, que el invierno se acerca. ¿Y tú? Mira la oportunidad. ¿Necesitas dinero? ¿Y si te casan?
La última frase salió sin malicia, con una cruda sinceridad doméstica. Luz sintió la punzada habitual bajo el corazón, pero en un instante pensó: la vecina tenía razón. No había boda real esperándola. No había pretendientes; su mundo se limitaba al kínder, al mercado y a esa habitación con la voraz estufa. Y ahoradinero. Quince mil euros. Con eso podría comprar leña, comprar papel pintado nuevo y, tal vez, ahuyentar la tristeza de esas paredes descoloridas y rotas.
Está bien dijo Luz en un susurro. Acepto.
Al día siguiente Nuria presentó al candidato. Cuando Luz abrió la puerta, un estremecimiento la obligó a retroceder, como si quisiera esconder su enorme figura. Frente a ella estaba un joven alto, delgado, rostro aún sin la aspereza de la vida, con ojos grandes, oscuros y tristes.
¡Dios mío, parece un niño! exclamó Luz.
El joven se enderezó.
Tengo veintidós años dijo con claridad, casi sin acento, solo con una ligera respiración melódica.
¡Mira! se agolpó Nuria. Mi hijo tiene quince años menos que tú, pero la diferencia con usted es de apenas ocho años. ¡Un hombre en su prime!
En el registro civil no quisieron casarles de inmediato. La funcionaria, vestida con traje severo, los miró con sospecha y proclamó que la ley exigía un mes de espera para pensar, añadió con gravedad.
Los marroquíes, cuya parte comercial ya estaba concluida, partieron. Necesitaban volver al trabajo. Pero antes de irse, Rachid así se llamaba el joven pidió el número de teléfono de Luz.
Se siente solo en una ciudad extraña explicó y en sus ojos Luz vio ese mismo sentimiento de pérdida que ella conocía.
Comenzó a llamar cada tarde. Al principio fueron breves y torpes, luego se alargaron. Rachid resultó ser un conversador sorprendente: hablaba de sus montañas, del sol distinto que allí brillaba, de su madre a quien adoraba, de cómo había venido a España para ayudar a una familia numerosa. Preguntaba a Luz por su vida, por el kínder, y ella, para su asombro, contaba. No se quejaba, simplemente narrabalas anécdotas graciosas del jardín, el aroma de la primera tierra primaveral, la calidez de su hogar. Se descubría riendo al teléfono, una risa clara y femenina, olvidándose del peso y la edad. En aquel mes aprendieron más el uno del otro que muchas parejas en años de matrimonio.
Pasado el mes, Rachid regresó. Luz, vistiendo su único vestido festivo, de un gris plateado que abrazaba sus curvas, sintió una extraña emoción, no temor sino vibración. Testigos fueron sus compatriotas, jóvenes varones de aspecto serio y corpulento. La ceremonia fue rápida, sin lágrimas para los empleados del registro. Para Luz fue un destello: el brillo de los anillos, las frases oficiales, la sensación de irrealidad.
Al concluir, Rachid la acompañó a su casa. Al entrar en la habitación familiar, primero le entregó un sobre con el dinero prometido. Luz lo tomó, sintiendo un peso extraño en la manoel peso de su decisión, de su desesperación y de su nuevo papel. Luego sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo. Sobre la tela negra reposaba una delicada cadena de oro.
Esto es para ti dijo en voz baja. Quise comprarte un anillo, pero no sabía la talla. No quiero irme. Quiero que seas realmente mi esposa.
Luz quedó paralizada, sin palabras.
Durante este mes escuché tu alma por teléfono prosiguió él. Es buena, pura, como la de mi madre. Mi madre murió, fue la segunda esposa de mi padre, y él la amó mucho. Yo te he querido, Luz, de verdad. Déjame quedarme aquí, contigo.
No era una petición de matrimonio de fachada. Era una oferta de mano y corazón. Y Luz, al mirar esos ojos sinceros y tristes, vio en ellos no lástima sino lo que había dejado de soñar hace tiempo: respeto, gratitud y una ternura naciente.
Al día siguiente Rachid regresó a su tierra, pero ya no era una despedida, sino el inicio de una espera. Trabajaba en la capital con sus compatriotas, pero cada fin de semana volvía a Villanueva del Valle. Cuando Luz supo que esperaba un hijo, Rachid hizo otro gesto: vendió parte de su participación en el negocio familiar, compró una furgoneta de segunda mano y volvió al pueblo para siempre. Se dedicó al transporte, llevando gente y carga al centro regional; su empresa prosperó gracias al esfuerzo y la honradez.
Nació su primer hijo. Tres años después, el segundo. Dos niños morenos, con los ojos de su padre y la sonrisa de su madre. La casa se llenó de gritos, risas, pasos diminutos y el perfume de una vida familiar auténtica.
Su marido no bebía, no fumabala fe lo impedía, era increíblemente trabajador y miraba a Luz con un amor que hacía que las vecinas lanzaran miradas resentidas. La diferencia de ocho años se desvaneció en esa unión, quedó invisible.
Lo más sorprendente ocurrió con la propia Luz. Como si floreciera desde dentro, el embarazo, el matrimonio feliz, la necesidad de cuidar no solo de sí sino de su familia, hicieron que su cuerpo se transformara. Los kilos de más se desvanecían día a día, como una cáscara innecesaria que se desprende del delicado ser que llevaba dentro. No siguió dietas; simplemente la vida la llenó de movimiento, cuidados, alegría. Adelgazó, sus ojos relucieron, su paso ganó firmeza.
A veces, junto a la estufa que ahora Rachid aviva con mesura, Luz observa a sus hijos jugar en la alfombra y siente la mirada cálida y adoradora de su esposo. Rememora esa noche extraña, los dos mil euros, a Nuria, y comprende que el mayor milagro no siempre llega con relámpagos brillantes, sino con el golpe de una puerta que trae a un desconocido de ojos tristes, quien un día le regaló no un matrimonio de fachada, sino una vida nueva, real, plena.







