Lucía era obesa. Tenía treinta años y pesaba 120 kg. Probablemente padecía alguna enfermedad, un trastorno metabólico o algo similar. Lucía vivía en un olvidado y remoto pueblecito. Ir a hacerse un chequeo con especialistas estaba muy lejos y era caro.

Life Lessons

Luz, de treinta años y ciento veinte kilos, parecía una fortaleza de carne que se había plantado entre ella y el resto del mundo. No sabía si aquel exceso de peso era una enfermedad, un trastorno del metabolismo o simplemente una excusa para no ir a la ciudad más cercana a buscar a un especialista, que según todos, estaba a varias horas y con un precio que le haría temblar la cartera.

Vivía en El Cerezo, un pueblito de la provincia de Soria que parece la última mota de polvo en el mapa. Allí el tiempo no corría por relojes, sino por estaciones: se quedaba congelado en los inviernos más duros, se derretía con un chaparrón de primavera, se estiraba perezosamente en los veranos y se lamentaba bajo la lluvia gris del otoño. En esa lenta corriente, la vida de Luz se hundía como una hoja en un pantano de su propio cuerpo.

Luz trabajaba como niñera en la guardería municipal Campanilla. Sus jornadas olían a talco, papilla de avena y suelos siempre mojados. Sus manos, gigantes y sorprendentemente tiernas, sabían consolar a un bebé llorón, arreglar diez cunas a la vez y secar una gota de agua sin que el pequeño sintiera culpa alguna. Los niños la adoraban, y ella se convertía en su refugio suave y silencioso. Pero el leve brillo en los ojitos de los pequeñines era la única paga por la soledad que le aguardaba al cerrar la puerta de la guardería.

Habitaba en un bloque de ocho viviendas que se resistía a salir de la era de los años sesenta. El edificio crujía bajo el viento y sus vigas protestaban cada noche. Hace dos años la madre, una mujer exhausta y silenciosa, falleció enterrando sus últimos sueños entre los ladrillos de ese mismo bloque. El padre de Luz ya había desaparecido cuando ella era una niña, dejando tras de sí solo una foto polvorienta.

Su día a día era duro: agua fría que chisporroteaba por la tubería oxidada, el único baño en la calle que parecía una cueva helada en invierno y un calor sofocante durante el verano. El verdadero tirano, sin embargo, era la vieja estufa de leña. En invierno devoraba dos furgonetas llenas de leña, chupando de su escasa pensión los últimos euros que quedaban. Luz pasaba las noches mirando el fuego a través de la puerta de hierro, convencida de que la estufa devoraba no solo la leña, sino también sus años, su energía y, de paso, algún futuro que aún no había escrito.

Una tarde, cuando la penumbra se había cargado de una melancolía gris, la puerta se abrió con el suave golpeteo de las sandalias de su vecina Nuria, portera del hospital del pueblo. Con una mano temblorosa sostenía dos billetes crujientes.

Luz, perdona, por Dios. Aquí tienes, dos mil euros. No llores, de verdad murmuró, empujando el dinero hacia Luz.

Luz miró los billetes como si fueran una promesa vencida, una deuda que había dado por perdida hacía dos años.

Vamos, Nuria, no tienes que comenzó a decir, pero

¡Sí! la interrumpió la vecina con voz de conspiración. ¡Tengo el dinero! Escucha…

Bajó la voz como si revelara un secreto de Estado y empezó a contar una historia de esas que sólo aparecen en los chismes del pueblo. Resulta que unos marroquíes habían llegado a El Cerezo y buscaban mujeres para matrimonios de conveniencia. Ofrecían quince mil euros a quien aceptara. Necesitan a alguien con papeles, rápido. Ya hay uno llamado Karim, que está aquí por cercanía, pero pronto se irá. Mi hija, la luz de mis ojos, también está de acuerdo. Necesito un abrigo nuevo porque el invierno acecha. ¿Y tú? ¿Qué dices? ¿Quieres ganar el dinero? ¿Y quién te casará?

La frase final salió sin malicia, pero con la cruda honradez de quien sabe que no habrá boda real en su horizonte. Luz sintió que la típica punzada bajo el corazón volvía a latir. No había pretendientes, ni posibilidades de un matrimonio tradicontal. Su mundo se limitaba al jardín de la guardería, al pequeño supermercado y a esa habitación con la voraz estufa. Entonces, los quince mil euros se convirtieron en una solución: comprar leña, poner papel pintado nuevo y quizás, por fin, despachar esa melancolía que se había instalado en las paredes desconchadas.

Vale murmuró Luz acepto.

Al día siguiente, Nuria trajo al candidato. Cuando Luz abrió la puerta, se dio un salto y retrocedió instintivamente, como queriendo esconder su figura volumosa. Ante ella había un joven alto y delgado, rostro todavía sin arrugas, ojos oscuros y tremendamente tristes.

¡Madre mía, parece un niño! soltó Luz.

El joven se enderezó.

Tengo veintidós años dijo con acento casi perfecto, apenas rociado por una ligera melodía.

¡Pues eso! exclamó Nuria. Mi chico tiene quince años menos que tú, pero la diferencia de ocho años es cosa de nada, ¡un hombre en su prime!

En el Registro Civil no quisieron adjudicar el matrimonio al instante. La empleada, con traje serio, les lanzó una mirada escéptica y anunció que la ley exigía un mes de espera para que reflexionen. Los marroquíes se despidieron ya que tenían que volver a sus trabajos.

Antes de irse, Karim, que había sido el joven, pidió el número de Luz.

Es triste estar solo en una ciudad extraña explicó, y en sus ojos Luz vio la misma sensación de extravío que ella sentía a diario.

Empezó a llamar cada tarde. Al principio eran breves y torpes, luego las llamadas se alargaron. Karim resultó ser un conversador inesperado: hablaba de sus montañas, del sol que allí era distinto, de su madre a la que adoraba, de por qué había llegado a España para ayudar a su familia. Preguntaba a Luz por su vida, por el trabajo en la guardería, y ella, para su sorpresa, empezó a contar. No se lamentaba; narraba anécdotas graciosas de los niños, la primera tierra húmeda de la primavera, el olor del pan recién horneado. Se reía en la bocina, con una risa ligera y femenina, olvidándose de sus kilos y sus años. En ese mes, se conocieron más que mucha pareja en años de matrimonio.

Al cabo del mes, Karim volvió. Luz, vestida con su único vestido de fiesta un plateado ceñido que resaltaba sus curvas sintió una mezcla de nerviosismo y emoción. Los testigos fueron sus compatriotas, jóvenes de aspecto serio. La ceremonia fue rápida y sin lágrimas para los funcionarios. Para Luz, sin embargo, fue como una chispa: el brillo de los anillos, las palabras oficiales, la sensación de que todo era irreal.

Al terminar, Karim la acompañó a su casa. Al entrar, le entregó un sobre con el dinero prometido. Luz lo tomó, sintiendo el peso de la decisión, del desespero y de la nueva oportunidad. Después sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo negro. Dentro, una delicada cadena de oro.

Es un regalo susurró Quise comprar un anillo, pero no sé la talla. No quiero irme. Quiero que seas realmente mi esposa.

Luz se quedó paralizada, sin palabras.

Durante este mes he escuchado tu alma por teléfono continuó él, con los ojos ardiendo de una seriedad adulta Tu corazón es bueno, puro, como el de mi madre. Mi madre, segunda esposa de mi padre, murió hace poco y él la quería mucho. Yo te he llegado a querer, Luz, de verdad. Déjame quedarme contigo.

No era una petición de matrimonio de conveniencia, sino una oferta de mano y corazón. Luz, al mirar esos ojos tristes y sinceros, vio algo que hacía mucho no sentía: respeto, gratitud y una ternura naciente.

Al día siguiente, Karim partió, pero no fue una despedida, sino el inicio de una espera. Trabajaba en la capital con sus compañeros, pero cada fin de semana volvía a El Cerezo. Cuando Luz supo que estaba embarazada, Karim dio un paso más: vendió parte de su participación en el negocio familiar, compró una furgoneta de segunda mano y se instaló definitivamente en el pueblo. Se dedicó al transporte de personas y mercancías al ayuntamiento, y su empresa despegó gracias a su esfuerzo y honradez.

Después nació un hijo. Tres años más tarde, otro. Dos niños morenos, con los ojos de su padre y la sonrisa jovial de su madre. La casa se llenó de gritos, risas, pasos diminutos y el olor de una vida realmente familiar.

Su marido no bebía, no fumaba la religión lo prohibía y trabajaba con una dedicación que hacía que las vecinas miraran con envidia. La diferencia de ocho años se fundió en el amor, desapareciendo como la niebla matutina.

Lo más sorprendente fue la transformación de Luz. El embarazo, el matrimonio feliz y la necesidad de cuidar a su familia hicieron que su cuerpo renaciera. Los kilos de más empezaron a desaparecer, como si la cáscara innecesaria se estuviera deshaciendo sola. No siguió dietas; la vida la llenó de movimiento, cuidados y alegría. Perdió peso, ganó luz en la mirada y una postura segura.

A veces, de pie junto a la estufa que ahora hacía su marido, observa a sus hijos jugar en la alfombra y siente la mirada cálida y adoradora de Karim. Piensa en aquella tarde con los dos mil euros, en la vecina Nuria y en cómo el mayor milagro no llega con relámpagos, sino con un simple golpe a la puerta que trajo a un desconocido de ojos tristes, quien un día le regaló no un matrimonio ficticio, sino una vida entera, auténtica y plena.

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