En el rincón más sombrío y olvidado del refugio municipal, donde ni siquiera la luz artificial lograba llegar, yacía un perro acurrucado sobre una manta raída. Un pastor alemán que en otro tiempo había sido fuerte y noble, pero ahora apenas era un espectro de lo que fue. Su pelaje, antes lustroso y orgulloso, estaba enredado, marcado por cicatrices y desteñido a un gris apagado. Cada costilla se dibujaba bajo su piel como un relato mudo de hambre y abandono. Los voluntarios, con corazones endurecidos pero no del todo insensibles, lo habían llamado Nube.
El nombre no solo venía de su tono grisáceo o de su costumbre de esconderse en la penumbra. Era como una nube: silencioso, pasajero, casi invisible en su encierro voluntario. No saltaba contra los barrotes al ver gente, no se unía al coro de ladridos, ni movía la cola buscando una caricia efímera. Solo alzaba su noble hocico, ya canoso, y observaba. Observaba los pies que pasaban frente a su jaula, escuchaba las voces ajenas, y en sus ojos apagados, profundos como un cielo de noviembre, quedaba un único rescoldo de esperanza: una espera dolorosa y agotadora.
Día tras día, el refugio se llenaba de familias ruidosas, con niños gritones y adultos que buscaban mascotas más jóvenes, más bonitas, “más alegres”. Pero frente a la jaula de Nube, la risa siempre se apagaba. Los adultos pasaban deprisa, con miradas compasivas o de incomodidad ante su figura demacrada, mientras los niños callaban, sintiendo instintivamente la tristeza que emanaba de él. Era como un reproche vivo, un recordatorio de una traición que él mismo parecía haber olvidado, pero que seguía grabada en su alma.
Las noches eran lo peor. Cuando el refugio caía en un silencio quebrado solo por gemidos y arañazos contra el cemento, Nube apoyaba la cabeza sobre sus patas y emitía un sonido que helaba la sangre incluso a los cuidadores más veteranos. No era un aullido ni un gemido de soledad. Era un suspiro largo, casi humano: el sonido de un vacío absoluto, de un corazón que había amado sin condiciones y ahora se consumía en la espera. Esperaba. Todos lo sabían al mirarlo. Esperaba a alguien en cuya vuelta ya no creía, pero no podía dejar de esperar.
Aquel amanecer frío, la lluvia otoñal golpeaba sin piedad contra el techo de zinc, arrastrando consigo los últimos colores del día. Faltaba poco para el cierre cuando la puerta crujió, dejando entrar un soplo de aire húmedo. En el umbral había un hombre. Alto, encorvado, con una chaqueta de lana empapada de la que goteaba agua al suelo. El rostro curtido, marcado por arrugas de cansancio, se mantuvo quieto, como si temiera romper el frágil silencio del lugar.
Lo vio la directora del refugio, una mujer llamada Lucía, que tras años de trabajo había desarrollado un instinto casi sobrenatural para adivinar quién llegaba: si solo a mirar, a buscar un animal perdido o a encontrar compañía.
“¿En qué puedo ayudarle?”, preguntó, con una voz apenas un susurro, para no quebrar la quietud.
El hombre se sobresaltó, como si despertara de un sueño. Volvió hacia ella la mirada, sus ojos del color del óxido, cansados y quizá llenos de lágrimas no derramadas.
“Busco”, su voz sonó áspera, como la de alguien que había olvidado cómo hablar. Dudó, rebuscó en su bolsillo y sacó una foto plastificada, pequeña y ajada. Sus manos temblaban al desplegarla. En la imagen descolorida, aparecía él años atrás más joven, sin tantas arrugas y junto a él, un pastor alemán fuerte y radiante, de mirada leal. Ambos sonreían bajo un sol de verano.
“Se llamaba Thor”, susurró, y sus dedos acariciaron la foto con una ternura que rayaba en el dolor. “Lo perdí hace mucho. Él era mi familia.”
Lucía sintió un nudo en la garganta. Asintió en silencio y, con un gesto, le indicó que la siguiera.
Avanzaron por el pasillo inundado de ladridos. Los perros saltaban contra los barrotes, movían la cola, buscando atención. Pero el hombre, que dijo llamarse Javier Mendoza, parecía no verlos. Su mirada, afilada y tensa, escrutó cada jaula, cada rincón oscuro, hasta llegar al final del salón. Allí, en su habitual penumbra, yacía Nube.
Javier se detuvo en seco. El aire le salió de los pulmones como un puñetazo. Su rostro perdió color. Sin importarle el charco bajo sus pies ni la suciedad del suelo, cayó de rodillas. Sus dedos, blancos por la fuerza con que se aferraban a los barrotes, temblaban. El refugio quedó en un silencio sobrenatural. Hasta los perros callaron.
Durante unos segundos que se hicieron eternos, ninguno de los dos se movió. Solo se miraron, tratando de reconocer en esos rasgos cambiados al ser que recordaban vivo y feliz.
“Thor”, el nombre escapó de los labios de Javier en un susurro quebrado, lleno de una esperanza desesperada que hizo contener el aliento a Lucía. “Soy yo, muchacho”
Las orejas del perro, rígidas por los años, se