LOS LOBOS QUE CANTAJARON A LA LUNA BAJO EL CIELO IBÉRICO

Life Lessons

LOS LOBOS QUE AULLABAN A LA LUNA

En los bosques helados de los Pirineos, donde el viento susurra entre los robles y las noches son largas como inviernos, vivía una manada de lobos liderada por Álvaro y Lucía, unidos no solo por la sangre, sino por una historia que los pastores de la zona aún cuentan al calor del fuego.

Álvaro era un lobo solitario cuando la encontró. Había perdido a su antigua manada tras una tormenta de nieve, y desde entonces, vagaba sin rumbo, esquivando aldeanos, cazadores y otros lobos. Su corazón era un puño cerrado de cicatrices.

Lucía apareció en una noche sin luna, flaca, cojeando, con una oreja mellada y los ojos llenos de rabia pero nunca de miedo. Era una loba fuerte, expulsada de otra manada por enfrentarse al macho alfa para defender a sus crías. Las había perdido, pero no su orgullo.

Álvaro no la atacó. Tampoco huyó. Se miraron fijamente. Y en ese silencio gélido, se reconocieron: dos almas rotas con el coraje de seguir latiendo.

Desde aquel día, cazaron juntos. Durmieron lomo contra lomo. Aprendieron a confiar, despacio, a su manera salvaje. No hubo palabras de amor, ni ceremonias. Solo compañía, respeto y una lealtad que no necesitaba pruebas.

Con los años, formaron su propia manada. Tuvieron cachorros. Enseñaron a los jóvenes a no temer a la nieve ni a la oscuridad. Los aullidos de Álvaro eran largos y graves, como truenos en el valle. Los de Lucía, cortos y afilados, como cuchillos en el aire.

Pero cuando aullaban juntos el cielo escuchaba.

Los biólogos dicen que los lobos aúllan por territorio o por reunir a los suyos. Pero los pastores de los Pirineos saben otra verdad: algunos lobos aúllan por amor.

Un invierno especialmente crudo, Álvaro no regresó de una cacería. Lucía lo buscó durante días. Aulló cada noche desde el risco más alto. Pero él no volvió. Solo encontró huellas en la nieve que se perdían en el abismo.

Lucía no comió. No cazó. Solo subía al risco al caer la tarde y lanzaba su aullido. Corto. Afilado. Inquebrantable.

Hasta que una noche, bajo la luz de las estrellas, alguien respondió.

Un aullido profundo. Lejano. Inconfundible.

Los científicos dicen que era otro macho. Que quizá quería desafiarla o tomar su lugar.

Pero Lucía no respondió con furia. Se sentó en el risco, cerró los ojos y aulló como la primera vez.

Y en ese instante, los vientos callaron. La nieve se detuvo en el aire. Y un aullido doble, perfecto, envolvió el valle como una canción antigua.

Nadie la volvió a ver al amanecer.

Los pastores encontraron el risco vacío. Solo unas huellas, una junto a la otra, se alejaban hacia la cima de la montaña. Como si dos lobos uno invisible hubieran caminado juntos hasta fundirse con el horizonte.

Desde entonces, cada invierno, cuando cae la primera nevada, los hijos de Álvaro y Lucía aúllan al cielo. No por miedo. No por llamar a los suyos.

Sino porque el amor salvaje también deja huellas aunque el viento las borre.

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