Los niños a los que he criado ya han reservado mi sitio en el cementerio. Pero hay algo que desconocen: un secreto que, aunque los deje un poco descolocados, les hará ver la vida con otro ojo.
Me casé a los cuarenta y cinco. La mujer con la que decidí atar mi destino, Begoña, ya traía tres hijos bajo el brazo. Su matrimonio había sido un fiasco, se quedó sin nada más que los niños y un par de maletas gastadas. Yo, por mi parte, había pillado un piso en el centro de Madrid con los ahorros de años de curro. No dudé ni un segundo: «Traed a los niños, quedados aquí, seremos una familia».
Al principio no fue moco de pavo. Cada chaval tenía su peculiaridad: el mayor discute como si fuera un político, la mediana llora por cualquier cosilla, y el pequeño se aferra a su madre como a una sombra. Yo hacía lo que podía: reparaba sus juguetes, los llevaba al cole, les compraba ropa cuando el salario me lo permitía. Nunca los dividí en «mis» y «sus». Para mí eran simplemente nuestros.
Y entonces todo se vino abajo. Begoña enfermó y se fue. Me quedé solo con tres niños, sin saber cómo ser padre cuando no eres padre biológico. Me decían: «Entrégaselos a la familia, no les debes nada». Pero no pude. Se habían acostumbrado a mí, y yo a ellos. Los crié como mejor supe.
Los años pasaron. Crecieron, se mudaron, formaron sus propias unidades familiares. Al principio llamaban, venían de visita, después cada vez menos. Hoy casi no aparecen, salvo en fiestas, y eso más por hábito que por cariño. Yo envejezco, me enfermo, y hace poco descubrí por casualidad que ya habían elegido mi parcela en el cementerio, como esperando a que me rinda.
Lo que duele más es que les di techo, comida, cariño. Y en su memoria, probablemente, solo soy «el viejo simpático con casa». Ni agradecimientos ni verdadero compromiso.
Hay, sin embargo, algo que ignoran. Cada mañana me visita la vecina del edificio, una mujer sencilla llamada Carmen. A veces trae pan recién horneado, otras veces un trozo de su propia comida. Pregunta cómo me siento, no por dinero ni por herencia, sino por pura amabilidad. Cuando tuve fiebre, llamó al médico y se quedó a mi lado hasta que dormí. Fue entonces cuando comprendí: la cercanía no se mide en sangre, sino en humanidad.
Así que he decidido: el piso donde crecieron mis hijos, todo lo que he acumulado y protegido, lo dejaré a ella. No a quienes esperan mi muerte, sino a quien al menos se ha tomado la molestia de preguntar: «¿Cómo se siente hoy?»
Quizá parezca cruel, pero no me pesa la culpa. He dado a los niños todo lo que pude. La gratitud no se exige, solo se percibe.
Y ahora tengo la conciencia ligera. Sé que actúo bien. Que juzguen si quieren. Pero reflexionen: ¿Importa quién figura en el papel como «hijo» o «hija» si en el momento crítico no está a tu lado? ¿No es más cercano quien te tiende la mano cuando no puedes levantarte?
Yo ya lo he decidido. La herencia la dejo no por la sangre, sino por la conciencia. ¿Y ustedes? ¿A quién creen que merece realmente el amor, el tiempo y lo que queda después de uno: a los hijos que se alejaron o a quienes, aunque fueran extraños al principio, nunca dejaron de estar cerca?







