**Madrid, 1971.** La ciudad despertaba envuelta en la neblina gris del amanecer. Las calles aún brillaban por la lluvia de la noche anterior, y las farolas de gas proyectaban sombras alargadas sobre el adoquín. El bullicio comenzaba: tranvías crujiendo sobre los raíles, gente apresurándose al trabajo, gatos husmeando en busca de restos de comida, y las viejas paradas de tranvía, cubiertas de grafitis y anuncios, esperando a los primeros pasajeros.
**Juan Ramírez y Antonio “Toni” Gutiérrez** eran dos jóvenes andaluces que habían decidido probar suerte en la gran ciudad. Vivían en un pequeño piso en el barrio de Lavapiés: paredes desconchadas, suelos que crujían, una cocina minúscula y ventanas empañadas por la humedad. Juan trabajaba en un almacén, cargando cajas, mientras Toni estudiaba por las noches y repartía paquetes durante el día. Con poco más de veinte años, aún buscaban su lugar en aquella urbe inmensa y fría.
Un día, paseando por las calles, descubrieron una tienda de animales exóticos. En el escaparate había pájaros, monos y reptiles, pero algo llamó su atención: una pequeña jaula donde yacía un cachorro de león. No era más grande que un gatito, con unos ojos tristes y profundos que parecían entenderlo todo.
Me da miedo susurró Juan, contemplando al animal. Está solo. Con esa mirada… ¿Cómo pueden dejarlo aquí?
Toni asintió. Su corazón latía rápido, las manos inquietas.
No podemos dejarlo dijo Juan, casi en un suspiro.
Se miraron y, sin pensarlo dos veces, compraron al cachorro. Fue un impulso, algo irracional, pero el corazón no les dejó elegir otra cosa.
¿Cómo lo llamamos? preguntó Toni al salir de la tienda, sosteniendo la jaula con aquel pequeño bulto de pelaje y grandeza futura.
**Simón** respondió Juan. Como un rey en miniatura.
Así comenzó la vida de Simón con Juan y Toni. Acondicionaron un rincón del piso para él: una manta vieja en el suelo, un cuenco de leche y juguetes hechos con trapos. Jugaban con él en el salón, en el balcón, e incluso lo llevaban al jardín de una iglesia cercana, donde, tras mucho insistir, el párroco les permitía pasearlo un rato.
Simón se convirtió en parte de sus vidas. Era curioso, inteligente, aprendía rápido y sentía el ánimo de sus dueños. Ronroneaba como un gato enorme cuando Juan le acariciaba la melena, y gruñía juguetón cuando Toni fingía asustarse escondiéndose tras la pared.
Pero el tiempo pasó, y pronto fue evidente que un león no podía vivir en un piso. Creció rápido, sus garras se volvieron más afiladas, sus patas más fuertes. Por primera vez, entendieron que Simón necesitaba otra vida: una sin paredes.
Decidieron hacer lo correcto. Con ayuda, lo trasladaron a una reserva en **Kenia**, donde el conservacionista **José Fernández** ayudaba a leones a adaptarse a la vida salvaje.
Al principio, Simón pareció triste. Olía a hierba, tierra y libertad, pero todo era extraño. Poco a poco, conoció a otros leones, aprendió a cazar y a marcar territorio. En un año, formó su propia manada. Juan y Toni se sintieron orgullosos y destrozados.
Un año después, sintieron la necesidad de verlo una última vez. No para llevárselo, sino para despedirse, para asegurarse de que era feliz.
Ahora es un león salvaje les advirtió José. No os reconocerá. Es peligroso. No lo intentéis.
Se prepararon con cuidado. Llevaron cámaras y, con el corazón en vilo, se acercaron al lugar donde solía estar Simón.
Quedaron quietos, conteniendo la respiración, y susurraron:
Simón ¿nos recuerdas?
Los segundos se alargaron eternos. Solo se escuchaba el viento entre la hierba alta.
Entonces, entre los matorrales, apareció un león majestuoso. Se detuvo, levantó la cabeza y los miró. Sus ojos los mismos que los habían observado desde aquella jaula en Madrid brillaron con reconocimiento.
Y corrió hacia ellos. Como un niño que abraza a sus padres tras años de separación. Se levantó sobre sus patas traseras, apoyando las garras en sus hombros, lamiéndoles la cara, restregando su melena contra ellos. No quería soltarlos.
A su lado, su nueva familia cachorros curiosos observaban sin miedo. Pero Simón les demostró que, aunque su vida era otra, nunca olvidaría a quienes lo criaron.
El vídeo de aquel reencuentro se volvió viral. Porque era increíble: un depredador adulto abrazando a quienes un día fueron su hogar, mostrando un amor que desafía toda lógica pero llega directo al corazón.
Nadie supo exactamente cuándo ni cómo murió Simón. Pero las historias dicen que vivió feliz, libre, y que nunca olvidó el cariño que lo salvó.
En el libro que escribieron después, Juan y Toni dejaron una frase:
Puedes criar a un rey pero si lo haces con amor, nunca serás olvidado.
La historia de Simón no es solo la de un león. Es la del amor, la paciencia y la capacidad de recordar a quienes te dieron vida.