Lo Peor Ya Ha Pasado

Life Lessons

¡Begoña, basta ya! le suplicaba el marido, no puedo vivir en el mismo piso que tú. ¿Quién te impide salir a la calle? ¿Te tengo encerrada? ¡Anda, date una vuelta, que no te lo impida nada!

Begoña estaba sentada junto a la gran ventana del salón, mirando con melancolía el parque del Retiro. Desde fuera todo parecía una postal: marido que la quiere, el bebé que viene, una casa espaciosa comprada con hipoteca. Tenía veinticinco años y, por fuera, la imagen de la joven española exitosa; pero dentro llevaba ya una densa y pegajosa tristeza.

Esa apatía había florecido cuando se desplomó su única oportunidad de realización profesional. Tres años atrás, tras mudarse a Madrid, Begoña trabajó solo dos meses en una oficina de recursos humanos. La promesa de un buen sueldo se convirtió en un completo fracaso y, desde entonces, se le caían los brazos. Las entrevistas concertadas por conocidos no dieron resultado y el miedo a la gente se instaló como una sombra permanente.

Resulta paradójico que, con un título en Psicología, Begoña fuera su propio caso sin salida. La formación, que debería haber sido la llave para entender el mundo, ahora no era más que un amargo recordatorio de lo lejos que estaba de la competencia que antes poseía.

La soledad en la casa grande pesaba como una losa. Diego, su marido, mayor que ella unos años, trabajaba mucho. Cuando Begoña intentó una vez compartir su carga, él la despidió con irritación.

¡Anda ya, Begoña! No me vengas a cargar con tus problemas, que me provocas una energía negativa le contestó, seco.

Ella trató de no recordarle su existencia, sobre todo porque él les mantenía completamente. No había presión económica, aunque a veces surgían reproches sutiles.

No valoras nada de lo que hago podría decir él, aunque Begoña gastaba lo mínimo en sí misma.

La familia de Diego también tenía sus trances. La suegra, Concha, no la quiso desde el primer encuentro. Begoña, poco sociable, evitaba chismes y cotilleos, lo que sólo irritaba más a Concha.

Cree que somos unos estafadores le pasaba por la cabeza a Begoña al rememorar los preparativos de la boda.

Concha insistía en un contrato prenupcial, exigiendo pruebas de seriedad. Los parientes trajeron cien mil euros una suma enorme para una familia de pueblo pero su actitud no cambió. El constante resentimiento y la falsa cortesía en las visitas la agotaban.

La relación con su propio padre, Antonio, era un desastre que arrastraba desde la infancia. Pedir dinero siquiera para comer le dejó una profunda cicatriz. Hace poco Antonio puso punto final en la llamada, diciendo que ella no era su hija y que sólo necesitaba su dinero.

¡Basta de mendigar! le gritó por teléfono. Pide al marido, que ya estás casada, no te tengo que mantener.

Begoña se avergonzó de pedirle a Diego. Tras ese episodio cortó todo contacto, pero la humillación quedó.

El embarazo le dio un respiro temporal: Concha se calmó un poco. Pero Diego empezó a aparecer cada vez menos en casa, volviendo casi siempre al anochecer.

Necesito más paseos se repetía, aunque el miedo a la gente la paralizaba. Salir sola le parecía una hazaña; Diego se negaba a acompañarla, siempre ocupado.

La situación se complicó con la hermana menor de Diego, Celia, a quien Begoña había ayudado a entrar en una universidad de la capital. Celia, tras recibir la ayuda, empezó a tratarla con desdén, lanzándole insultos o ignorándola como si no existiera.

Me habla como a un perro se quejaba la madre de Begoña. ¿Qué le hice de malo? Yo siempre la ayudé.

Una noche, cuando Diego llegó, Begoña reunió el valor y se sentó frente a él en el salón.

Necesito que hablemos de lo que está pasando entre nosotros empezó, en voz baja.

Diego dejó el móvil.

¿De qué, Begoña? He tenido un día pesado. Si vas a quejarte otra vez, mejor ni empieces. ¡Estoy cansado!

Diego, no puedo seguir así. Me siento totalmente inútil.

Él se irritó:

Estás diciendo disparates. Lo tienes todo: casa, yo, pronto el bebé. ¿Qué te pasa?

Por fuera sí, pero no me siento parte de nada. Me da miedo salir de casa, le tengo pánico a la gente, no puedo trabajar. No es pereza, son problemas reales.

Pues eres psicóloga, se rió con sorna, y la burla le quemó como una zapatera sin zapatos. Te has metido en este rincón de miedo por tu cuenta. Arrástrate y vive como gente normal.

No lo entiendes, no es miedo, es alienación. Cuando perdí el curro perdí el norte. Y tu madre su actitud es insoportable.

No empieces con la madre. Sé que es dura, pero no es una anciana cualquiera; también le preocupa lo nuestro.

Begoña sonrió tristemente:

¿Preocupa que la engañemos? Que no somos lo que parece. Concha todavía no cree en nuestro matrimonio y lo dice a sus espaldas. Me ve como una estafadora.

Begoña, dramatizas. Solo necesitas ocupar tu tiempo. Sal a dar una vuelta al parque, ordena el piso. Yo llego del trabajo y siempre hay desastre.

No tengo amigas aquí. ¡Y salir sola me aterra! Y tú no me ayudas, dices que te provocó una energía negativa. ¿Crees que eso me da fuerzas? Diego, necesito tu apoyo

¡Estoy harto de tus quejas! Tú estás en casa, yo trabajo para mantenerte, y tú solo te lamentas

¡Yo no te pido que me mantengas! Necesito tu apoyo, tu atención, tu cariño. Me siento bajo el alféizar y tú lo empeoras.

¡Basta! estalló Diego. Te comportas como una ingrata.

Begoña sintió que las lágrimas se acumulaban en la garganta, pero las contuvo.

No me siento tu esposa, me siento la sirvienta de esta casa que sólo empaña la imagen de felicidad. Tu hermana me desprecia, tu madre trama intrigas, y tú dices que te provoqué energía negativa.

¿Y tú provocas eso con tu comportamiento?

La conversación se estancó. Diego se levantó y se marchó al dormitorio sin decir nada más. Begoña quedó en el salón, dándose cuenta de que al intentar descargar su alma solo había reforzado el muro entre ambos. Los abusos del padre, las humillaciones de la suegra y el fracaso profesional se habían mezclado en un gran nudo que ahora le ahogaba.

Al día siguiente tomó una decisión. No podía cambiar a Concha ni a Antonio, pero sí su actitud. Podía cerrarse en caparazón y cortar todo contacto con el mundo, pero Begoña no podía hacerlo: pronto sería madre y, por el bebé, tenía que arreglar la situación.

Sacó el portátil y, por primera vez en mucho tiempo, abrió una cuenta en una red social. Allí aparecían viejos contactos de su vida anterior, gente que podría echarle una mano.

Hola, Cata. Necesito ayuda. Estoy totalmente perdida escribió a una excompañera de carrera que ejercía en consulta privada.

Cata respondió rápido y propuso llamarse. Cuando empezaron a hablar, Begoña sintió, por primera vez en mucho tiempo, que la escuchaban sin juzgar ni exigir agradecimiento.

Begoña, no vas a salir de este agujero si sigues aislada. El embarazo es estrés y tu marido no es psicólogo, simplemente no sabe cómo apoyarte.

¿Y cómo salgo de este miedo al mundo? No puedo trabajar, ni siquiera ir al supermercado; al abrir la puerta me tiembla todo

Empezaremos con lo pequeño. Cuéntame cada día lo que sientes, sin adornos. No te dejaré sola.

Begoña comenzó a trabajar con Cata en línea, revisando no solo los traumas infantiles con su padre, sino también su estado actual. El miedo no desapareció de un día para otro, pero Begoña se afanó en aplastarlo. La conversación con Diego sobre el futuro se dio, pero esta vez sin culpas.

Voy a trabajar a distancia. Esa será mi terapia y mi profesión. No pediré dinero, ganaré por mis propias sesiones.

Diego se sorprendió:

¿Y qué trabajo será ese?

Un centro de crisis busca operadores. Conversaré con mujeres en situaciones difíciles y, al escucharlas, también me ayudaré a mí.

Diego se encogió de hombros:

Pues claro, eres psicóloga. Prueba. Peor no puede estar.

Begoña, bajo la guía atenta de su amiga, empezó a cambiar su vida. Muy despacio, pero avanzaba. El trabajo le daba satisfacción; allí realmente era útil. Con el tiempo, volvió a sentirse como antes. Lo esencial era que su estado no repercusión en el bebé. Lo esencial era sacarse de la depresión. Ya no dudaba de que se trataba de depresión

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