Llegó tarde al tren, regresó a casa sin avisar y no pudo contener las lágrimas.

Life Lessons

Llegó tarde al tren y regresó a casa sin avisar, sin poder contener las lágrimas.

Al perder el tren, Arina decidió volver a casa sin llamar. Nada más cruzar la puerta, las lágrimas brotaron sin remedio. El viento frío de octubre le azotaba la cara con gotas afiladas de lluvia. Arina miró el tren que se alejaba, y un nudo de amargura le oprimió el pecho. Había llegado tarde. Por primera vez en quince años de viajes regulares a casa, no lo había conseguido. “Como en una pesadilla”, pensó, arreglándose mecánicamente un mechón rebelde. El andén estaba desierto y extrañamente silencioso, solo las luces amarillas de las farolas se reflejaban en los charcos, creando senderos fantasmales de luz.

El próximo tren sale mañana por la mañana anunció la taquillera con indiferencia, sin mirarla. ¿Prefiere el autobús?

“El autobús Arina frunció el ceño. ¿Tres horas traqueteando por carreteras destrozadas? No, gracias.”

El teléfono en su bolso vibró: era su madre. Arina se detuvo un instante, mirando la pantalla, pero no respondió. ¿Para qué preocuparla? Mejor volver a casa, siempre llevaba las llaves consigo. El taxi recorrió las calles vacías de la ciudad, que tras la ventana parecían un decorado, plano y artificial.

El conductor murmuraba algo sobre el tiempo y el tráfico, pero Arina no escuchaba. Dentro de ella crecía una sensación extraña, ni ansiedad ni alegría.

La vieja casa la recibió con las ventanas a oscuras. Al subir las escaleras, inhaló los olores de su infancia: patatas asadas en el tercer piso, suavizante de ropa, el aroma de la madera vieja. Pero hoy, en esa sinfonía familiar, había una nota discordante.

La llave giró con dificultad en la cerradura, como si la puerta se resistiera. El pasillo estaba en penumbra y en silencio: sus padres ya dormían. Con cuidado, entró en su habitación, intentando no hacer ruido. Al encender la lámpara de la mesilla, miró alrededor. Todo estaba igual: las estanterías llenas de libros, el viejo escritorio, el oso de peluche sobre la cama, una reliquia de su niñez que su madre nunca había querido tirar. Pero algo no encajaba. Algo había cambiado, de forma imperceptible.

¿Era el silencio? No el habitual de la noche, sino otro, denso, pegajoso, como un preludio a la tormenta. La casa parecía contener la respiración, esperando algo. Arina sacó su portátil del bolso: el trabajo no esperaba. Pero al buscar el enchufe detrás del mueble, su mano rozó una cajita. Esta se deslizó de la estantería, esparciendo su contenido por el suelo.

Cartas. Decenas de sobres amarillentos con sellos descoloridos. Y una foto antigua, con las esquinas dobladas. Una joven madre casi una niña riendo, apoyada en el hombro de un hombre desconocido. La primera lágrima cayó sobre la foto antes de que Arina se diera cuenta de que estaba llorando.

Con manos temblorosas, abrió la primera carta. La letra, expresiva, firme, completamente desconocida.

“Querida Viera: Sé que no debería escribir, pero no puedo callarme más. Cada día pienso en ti, en nosotros Perdona, hasta escribirlo da miedo: en nuestra hija. ¿Cómo está? ¿Se parece a ti? ¿Alguna vez me perdonarás por irme?”

El corazón le latía con fuerza. Arina tomó otra carta, luego otra más. Fechas: 1988, 1990, 1993 Toda su infancia, toda su vida, escrita en esas líneas por una mano ajena.

“…la vi desde lejos, frente al colegio. Tan seria, con una mochila más grande que ella. No me atreví a acercarme…”

“…quince años. Me imagino lo hermosa que te habrás vuelto. Viera, ¿quizás ha llegado el momento?…”

Un nudo le apretó la garganta. Arina encendió la lámpara de la mesilla, y la luz amarilla reveló en la oscuridad otra foto antigua. Esta vez, estudió el rostro del desconocido con avidez. Frente alta, ojos inteligentes, una sonrisa casi burlona ¡Dios mío, tenía su misma nariz! Y esa inclinación característica de la cabeza…

¿Arina? la voz queda de su madre la hizo estremecer. ¿Por qué no avisaste que

Viera se quedó paralizada en la puerta al ver las cartas esparcidas. El color desapareció de su rostro.

Mamá, ¿qué es esto? Arina levantó la foto. No me digas que solo es un viejo amigo. Lo veo lo siento

Su madre se sentó lentamente al borde de la cama. A la luz de la lámpara, se notaba que sus manos temblaban.

Nicolás Nicolás Serrano Villalba su voz sonó apagada, como si viniera de otra habitación. Creí que nunca que esta historia quedaría en el pasado.

¿Historia? Arina casi gritó en un susurro. ¡Mamá, es toda mi vida! ¿Por qué callaste? ¿Por qué él por qué todos?

¡Porque era lo que tocaba! el dolor irrumpió en la voz de su madre. No lo entenderías, todo era diferente entonces. Sus padres, los míos Simplemente no lo permitieron.

Un silencio espeso cayó sobre la habitación como una manta pesada. A lo lejos, un tren hizo sonar su silbato: el mismo al que Arina había llegado tarde hoy. ¿Casualidad? ¿O el destino había decidido que era hora de que la verdad saliera a la luz?

Pasaron la noche en vela. Fuera, el cielo clareaba lentamente, mientras en la habitación flotaba el aroma del té frío y las palabras no dichas.

Era profesor de literatura Viera hablaba en voz baja, como si temiera asustar los recuerdos. Lo destinaron a nuestro instituto. Joven, guapo, recitaba versos de memoria Todas las chicas estaban enamoradas.

Arina la miró sin reconocerla. ¿Dónde estaba su eterna prudencia? Frente a ella había otra mujer: joven, enamorada, con los ojos encendidos.

Y después su madre apretó los dientes. Después supe que estaba embarazada. ¡No te imaginas lo que se armó! Sus padres se opusieron a que su hijo se casara con una “pueblerina”, los míos hablaban de vergüenza

¿Y ustedes se rindieron? no pudo evitar el reproche en su voz.

Lo trasladaron a otra ciudad. Rápido, sin discusión. Y un mes después, me presentaron a tu hizo una pausa, a Sergio Martínez. Un buen hombre, confiable

“Confiable el eco resonó en la mente de Arina. Como un sofá viejo. Como un armario. Como todo en este piso.”

Pero las cartas ¿Por qué las guardaste?

¡Porque no pude tirarlas! por primera vez en la noche, el dolor verdadero estalló en la voz de su madre. Era todo lo que quedaba. Escribía cada mes, luego menos Pero seguía escribiendo.

Arina tomó la última carta. La fecha: hacía tres años.

“Querida Viera: Me he mudado a Pinar del Río, compré una casa en la Calle de los Álamos. Quizás, algún día Siempre tuyo, N.”

Pinar del Río pronunció Arina lentamente. Está a cuatro horas de aquí.

Su madre palideció:

¡Ni lo pienses! Arina, no remuevas el pasado

¿Pasado? Arina se puso en pie. Mamá, esto

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