Llegó tarde al tren, regresó a casa sin avisar y no pudo contener las lágrimas.

Life Lessons

Llegó tarde al tren y volvió a casa sin avisar, sin poder contener las lágrimas.

Al perderse el tren, Marina decidió regresar sin llamar. En cuanto cruzó la puerta, no pudo evitar que las lágrimas brotaran. El frío viento de octubre le azotaba la cara con gotas de lluvia afiladas. Marina miró el tren que se alejaba y una oleada de frustración la invadió. Se lo había perdido. Por primera vez en quince años de viajes regulares a casa, no llegó a tiempo. “Como en una pesadilla”, pensó, ajustando sin pensar un mechón de pelo rebelde. El andén estaba vacío y desolado, solo las luces amarillas se reflejaban en los charcos, creando extraños caminos de luz.

El próximo tren sale mañana por la mañana anunció la taquillera con indiferencia, sin siquiera mirarla. ¿O prefieres el autobús?

“¿Autobús? Marina frunció el ceño. ¿Tres horas saltando en un camino lleno de baches? No, gracias.”

El teléfono en su bolso vibró: era su madre. Marina se detuvo un instante, mirando la pantalla, pero no contestó. ¿Para qué preocuparla? Mejor regresar sin más, siempre llevaba las llaves encima. El taxi recorrió las calles vacías de la ciudad, y a través de la ventana, todo parecía falso, como un decorado.

El conductor murmuraba algo sobre el clima y el tráfico, pero Marina no escuchaba. Dentro de ella crecía una sensación extraña: ni angustia ni alegría.

La vieja casa la recibió con las ventanas oscuras. Al subir las escaleras, inhaló los olores de su infancia: patatas asadas en el tercer piso, suavizante de ropa, el aroma de la madera vieja. Pero hoy, en esa sinfonía familiar, había una nota discordante.

La llave giró con dificultad en la cerradura, como si la puerta se resistiera. El pasillo estaba oscuro y silencioso: sus padres ya dormían. Con cuidado, entró en su habitación, intentando no hacer ruido. Al encender la lámpara de mesa, miró alrededor. Todo como siempre: estanterías llenas de libros, el viejo escritorio, el osito de peluche en la cama, una reliquia de su niñez que su madre nunca pudo tirar. Pero algo no estaba bien. Algo había cambiado, algo intangible.

¿Sería el silencio? No el habitual de la noche, sino otro, denso, pegajoso, como un preludio a la tormenta. La casa parecía contener la respiración, esperando algo. Marina sacó su portátil: el trabajo no esperaba. Pero al buscar el enchufe, su mano rozó una cajita. Resbaló de la estantería, esparciendo su contenido por el suelo.

Cartas. Decenas de sobres amarillentos con sellos descoloridos. Y una foto, vieja, con las esquinas dobladas. Una joven madre casi una niña riendo, apoyada en el hombro de un hombre desconocido. La primera lágrima cayó sobre la foto antes de que Marina se diera cuenta de que estaba llorando.

Con las manos temblorosas, abrió la primera carta. La letra, expresiva, firme, totalmente desconocida.

“Querida Elena: Sé que no debería escribir, pero ya no puedo callar. Cada día pienso en ti, en nuestra Perdona, hasta escribirlo da miedo: en nuestra hija. ¿Cómo está? ¿Se parece a ti? ¿Alguna vez me perdonarás por irme?”

El corazón le latía con fuerza. Marina tomó otra carta, luego otra. Fechas: 1988, 1990, 1993 Toda su infancia, toda su vida, escrita en esas líneas por una letra ajena.

“La vi desde lejos, frente al colegio. Tan seria, con una mochila más grande que ella. No me atreví a acercarme”

“Quince años. Imagino qué belleza habrá llegado a ser. Elena, ¿quizá ha llegado el momento?”

Un nudo se formó en su garganta. Marina encendió la lámpara, y la luz amarilla reveló en la oscuridad la foto antigua. Estudió el rostro del desconocido con avidez. Frente alta, ojos inteligentes, una sonrisa casi burlona ¡Dios mío, tenía su nariz! Y esa inclinación de cabeza tan familiar

¿Marina? la voz queda de su madre la hizo estremecer. ¿Por qué no avisaste que

Elena se detuvo en la puerta al ver las cartas esparcidas por el suelo. El color desapareció de su rostro.

Mamá, ¿qué es esto? Marina levantó la foto. No me digas que solo es un viejo amigo. Lo veo lo siento

Su madre se sentó lentamente al borde de la cama. A la luz de la lámpara, se notaba cómo le temblaban las manos.

Luis Luis Miguel de la Vega su voz sonó apagada, como si viniera de otra habitación. Creí que nunca que esta historia quedaría en el pasado.

¿Historia? Marina casi gritó en un susurro. ¡Mamá, es toda mi vida! ¿Por qué callaste? ¿Por qué él por qué todos?

¡Porque era lo que había que hacer! el dolor brotó en la voz de su madre. No lo entiendes, todo era diferente entonces. Sus padres, los míos Simplemente no nos dejaron estar juntos.

Un silencio denso cayó sobre la habitación como un manto pesado. En la distancia, sonó un tren, el mismo al que Marina había llegado tarde. ¿Casualidad? ¿O el destino había decidido que era hora de que la verdad saliera a la luz?

Hablaron hasta el amanecer. Tras la ventana, el cielo se teñía poco a poco de claridad, mientras en la habitación flotaba el aroma del té frío y las palabras no dichas.

Era profesor de literatura Elena hablaba en voz baja, como si temiera asustar los recuerdos. Lo mandaron a nuestro colegio. Joven, guapo, recitaba versos de memoria Todas las chicas estaban enamoradas.

Marina la miró sin reconocerla. ¿Dónde estaba su eterna prudencia? Frente a ella había otra mujer: joven, enamorada, con los ojos brillantes.

Y después su madre apretó los dientes. Después supe que estaba embarazada. ¡No te imaginas lo que se armó! Sus padres no querían “una campesina manchando el apellido”, los míos hablaban de vergüenza

¿Y ustedes se rindieron? Marina no pudo evitar el resentimiento.

Lo trasladaron a otra ciudad. Rápido, sin discusión. Un mes después, me presentaron a tu hizo una pausa, a Sergio Martín. Un buen hombre, confiable

“Confiable el eco resonó en la mente de Marina. Como un sillón viejo. Como un armario. Como todo en este piso.”

Pero las cartas ¿por qué las guardaste?

¡Porque no pude tirarlas! por primera vez en la noche, el dolor verdadero estalló en su voz. Era todo lo que quedaba. Él escribía cada mes, luego menos Pero escribía.

Marina tomó la última carta. Fecha: hacía tres años.

“Querida Elena: Me mudé a Valverde, compré una casa en la calle de los Olmos. Quizá, algún día Siempre tuyo, L.”

Valverde pronunció Marina lentamente. ¿Eso no está a cuatro horas de aquí?

Su madre palideció:

¡Ni lo pienses! Marina, no remuevas el pasado

¿Pasado? Marina se puso de pie. Mamá, esto no es el pasado. Es mi presente. Y tengo derecho a saber.

Tras la ventana, por fin amanecía. Un nuevo día pedía nuevas decisiones.

Iré allí dijo con firmeza. Hoy mismo.

Y

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