Llamó una mujer y dijo: “Tengo un hijo con su marido

Life Lessons

El teléfono sonó. El número era desconocido. Lo contesté sin vacilar, con las manos todavía húmedas por los platos.

Buenos días, ¿está la señora Isabel? preguntó una voz femenina, joven y calmada, con un leve acento que delataba una frontera occidental.

Sí, dime respondí.

No cuelgue es importante. Tengo un hijo con su marido soltó, como si temiera que la interrumpiera la línea.

En la primera fracción de segundo pensé que había oído mal. En la siguiente, que era una broma. En la tercera, sentí como si todo mi cuerpo se helara. Me apoyé contra la encimera para no caer.

¿Qué dice? susurré, temblorosa.

José el conductor del camión. Viaja a Alemania. Nos conocimos hace más de un año. Creía que estaba solo dijo la mujer, despacio, como quien ha ensayado cada palabra. Cada sílaba golpeó como un puñal. Mi marido, el mismo que anoche me había enviado un mensaje: «Me quedaré más tiempo, el descargue se alarga», tenía otra familia.

El bebé tiene siete meses continuó la mujer. No quiero dinero, solo que usted lo sepa.

El móvil se me escapó de las manos. El ruido del golpe resonó como el crujido de un espejo roto. Miré la cocina, la foto familiar que colgaba del frigorífico, y sentí que mi vida se deshacía en mil pedazos.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí sentada en el suelo, apoyada en el armario. El tiempo parecía haberse detenido. En mi cabeza sólo repetía la frase: «Tengo un hijo con su marido», como queriendo borrarla de la memoria, pero cada repetición dolía más.

Al atardecer volvió a llamar José. Su voz, como siempre, serena.

Ya casi termino, mañana regreso. ¿Le traigo algo? preguntó, como hablando con un colega.

Me quedé helada. Por un instante quise decir: «Sí, tráeme la verdad». Finalmente murmuré:

Ven. Necesitamos hablar.

Al día siguiente vino. El camión se estacionó frente al edificio y yo, desde la ventana, observé cómo descendía, cansado, ajeno a que esa casa ya no era su hogar. Entró y, casi instintivamente, me abrazó. Yo le aparté el brazo.

Me ha llamado una mujer de Alemania le dije. Me ha dicho que tiene un hijo con usted.

Su cara perdió el color. No intentó negarlo. Se sentó, miró al suelo unos segundos y, después, habló:

No quería que lo supieras así. Fue un error. Todo se salió de control su voz se quebraba. Al principio sólo era una amistad. Un café, una charla en el aparcamiento. A veces la gente necesita que la escuchen.

Y luego la fecundaste interrumpí con dureza. Eso es suficiente.

Se quedó callado. No había nada que le defendiera.

No sabía que estaba casado añadió tras un momento. Cuando quedó embarazada, le dije que iba a organizar todo. Que pediría un préstamo, que le ayudaría. Pero no supe cómo explicártelo.

La ira se transformó en frío. Lo miraba y sólo sentía un vacío. Aquel hombre con quien había compartido más de veinte años parecía estar detrás de un cristal.

¿Por qué? pregunté al fin. Teníamos todo.

Exactamente por eso respondió en voz baja. Teníamos demasiada rutina y poco nosotros.

Fue entonces cuando comprendí que la infidelidad no siempre nace de la pasión. A veces surge del silencio, de la falta de conversación, de los años sin palabras. Pero eso no alivia el dolor.

Salió de la cocina, dejando tras de sí el olor a frío y a gasolina. La puerta se cerró y yo caí en una silla. En la mesa quedó su taza, aún tibia. Por un instante quise romperla, destrozar todo lo que me recordara a él, pero sólo la aparté a un lado.

Al día siguiente no llamó. Ni al día siguiente. Luego llegó un mensaje de texto: «Tengo que reflexionar. Por favor, no cierres la puerta». No respondí.

Esa noche encendí el ordenador y encontré su perfil. Era una mujer joven, corriente. En la foto sostenía a un niño, un chico de ojos oscuros, tan parecidos a los de José, que apretó mi corazón como un puño.

No podía apartar la vista. Entonces comprendí que su sufrimiento era distinto al mío, pero igualmente real. Ella también vivía una mentira. Era parte de la misma historia que él había escrito sin nuestro permiso.

Cerré el portátil sin llorar. Ya no había lágrimas, sólo un cansancio abrumador, como si todos esos años cayeran sobre mí de golpe.

Pasaron dos semanas. La casa estaba demasiado silenciosa y la cama demasiado amplia. Al principio esperé que él llamara, que llegara, que se plantara en la puerta con esa mirada que siempre desarmaba mi furia. Pero no vino. En su lugar llegó una carta, una simple sobre, su letra irregular, como escrita a toda prisa.

No pido perdón iniciaba. Sólo quiero que sepas que no lo planeé. No quería llevar una doble vida. Así sucedió. Me avergüenza no haber tenido el coraje de decirte la verdad. El niño es mío. Les ayudaré, pero no quiero interferir en sus vidas. Quiero volver, si me lo permites.

Leí aquella misiva varias veces. Cada frase sonaba distinta: a veces como un lamento, a veces como una excusa. No sé qué dolió más, si «el niño es mío» o «quiero volver». Porque, ¿cómo volver a un lugar que uno mismo ha incendiado?

Días después volvió. Apareció en la puerta, más delgado, con mechones grises en las sienes. Me miró con la misma mirada con la que una vez conquistó el mundo. En la mano llevaba una maleta, como listo para cualquier cosa.

Sé que no merezco nada dijo. Pero no sé vivir sin ti.

No respondí. Lo dejé entrar. Se sentó a la mesa, la misma donde solíamos tomar el café matutino. Guardamos silencio largo. Finalmente pregunté:

¿Y ella?

Sabe que he vuelto a casa respondió bajo. No quería retenerme.

Esa conversación no dio solución, ni promesa. Sólo dejó un vacío que flotaba entre nosotros como algo que no se nombra.

Desde entonces dormimos en habitaciones distintas. Él sigue intentando, cocina, limpia, repara pequeñas cosas que antes pasaba por alto. Yo aprendo a vivir con la certeza de que no todo se puede recomponer, por mucho que se desee.

A veces, al apagar la luz por la noche, pienso en ese niño, en el chico con los ojos de José. Me pregunto si algún día querrá conocer a su padre. Y si entonces podré perdonarle, antes de que él mismo lo haga.

No sé si aún pueda amar a ese hombre. Pero sé que ya no puedo seguir viviendo en una mentira. Y aunque duela, ese es el comienzo de algo auténtico.

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