Lucía Fernández regresó exhausta pero contenta cuando su coche entró por fin en el garaje tras tres días fuera. Era la primera vez en años que ella y su marido, Javier, se iban de viaje sin los niños. Habían dejado a sus dos hijos, Martina (6) y Hugo (4), al cuidado de su madre, Carmen, una enfermera jubilada de 68 años que siempre insistía en que adoraba a sus nietos.
Lucía había dudado al principio. Carmen había mostrado señales de olvido recientementeperdiendo las llaves, repitiendo las mismas historiaspero Lucía lo dejó pasar. Después de todo, Carmen había sido enfermera durante treinta años, cuidadosa y responsable. «Te preocupas demasiado», le dijo Javier. «Tu madre quiere mucho a esos niños. Estarán bien».
Al cruzar la puerta, Lucía llamó: «¡Mamá, ya estamos aquí!». El silencio le respondió. Frunció el ceño. Normalmente, Martina saldría corriendo, gritando lo mucho que echaba de menos a sus padres. La casa estaba extrañamente fría y en calma. La sonrisa de Lucía se desvaneció. Dejó su bolso y se apresuró hacia el salón.
Fue entonces cuando lo vio. Martina y Hugo estaban tumbados en el sofá, inmóviles, pálidos como porcelana. Sus pequeños pechos no se movían. Lucía gritó, cayendo de rodillas, sacudiéndolos con desesperación. «¡Despertad! ¡Por favor, despertad!». Sus lamentos resonaron por la casa, despertando a Javier, que entró corriendo tras dejar el equipaje.
Javier se quedó petrificado. «Dios mío», dijo con la voz quebrada. «Lucía, llama al 112».
Los paramédicos llegaron en minutos, pero ya era demasiado tarde. Los dos niños habían muerto. Lucía sintió que su mundo se derrumbaba, el aire escapándose de sus pulmones. Entre el caos, notó a Carmen sentada tranquilamente en la cocina, bebiendo té, con las manos temblorosas.
Lucía se abalanzó hacia ella. «Mamá, ¿qué ha pasado? ¡¿Qué les has hecho?!».
Carmen levantó la vista con ojos nublados. «Estaban cansados Les di un poco de medicina para que durmieran. No pensé Solo quería que descansaran. No paraban de llorar por ti».
El grito de Lucía fue pura angustia. «¡Los has matado!».
La policía inició una investigación de inmediato. Los informes toxicológicos confirmaron que Martina y Hugo habían ingerido una dosis mortal de pastillas para dormirmedicación recetada a Carmen para su insomnio. Las había triturado en el zumo de los niños, pensando que solo un «poquito» los calmaría. Pero sus pequeños cuerpos no soportaron la dosis.
Los detectives interrogaron a Carmen, que temblaba en la sala de interrogatorios. «No quería hacerles daño», repetía. «Quiero a esos niños más que a mi propia vida. Pero no paraban de llorar Pensé que si dormían, todo sería más fácil».
Para Lucía y Javier, sus palabras eran puñaladas. Intencional o no, sus hijos se habían ido para siempre. El fiscal consideró cargos por homicidio involuntario, negligencia y abandono de menores. La edad de Carmen y su deterioro mental complicaron las cosas. Algunos médicos sugirieron que podía estar en las primeras etapas de demencia, lo que nublaba su juicio.
El juzgado estaba abarrotado cuando comenzó el juicio. Lucía se sentó en el banquillo, apretando una foto de Martina y Hugo, sus ojos hinchados de tanto llorar. Javier le sostenía la mano, aunque su propio cuerpo temblaba de dolor y rabia.
El abogado de Carmen argumentó que no había actuado con maliciasolo con ignorancia y juicio deteriorado. Pero la acusación la pintó como negligente, señalando que ningún adulto responsable drogaría a niños pequeños.
Los vecinos testificaron lo mucho que Carmen presumía de ser «la mejor cuidadora». Aunque algunos admitieron haberla visto olvidar cosas sencillasdejar el fuego encendido, vagar por el barrio desorientada.
El jurado debatió el caso. Lucía se sentía desgarrada. Recordaba a su madre como su heroína, la que la cuidaba cuando estaba enferma, la que trabajaba noches enteras por ella. Pero ahora, esa misma mujer le había arrebatado todo.
El veredicto llegó: culpable de homicidio involuntario. Carmen fue condenada a cinco años en un centro con supervisión médica, dada su deteriorada salud mental. El corazón de Lucía se rompió de nuevono por compasión, sino al darse cuenta de que había perdido, también, a su madre.
La vida después de la tragedia fue insoportable. La que fuera un hogar lleno de vida ahora parecía una tumba. Los dibujos de Martina seguían colgados en la nevera, y los camiones de juguete de Hugo permanecían esparcidos por el salón, intactos. Lucía evitaba pasar por sus habitaciones, incapaz de soportar el silencio.
La culpa la consumía cada día. «¿Por qué los dejé? ¿Por qué no escuché mi instinto?». Su mente reproducía el momento en que entregó a sus hijos a Carmen, el abrazo de despedida, Martina agitando la mano y diciendo: «Mamá, que te diviertas».
Javier intentaba ser fuerte, pero también se ahogaba. Asistieron a terapia, pero cada sesión terminaba en llanto. Su matrimonio se resquebrajaba bajo el peso del duelo, culpándose a veces el uno al otroLucía por insistir en el viaje, Javier por asegurarle que estarían seguros.
El pueblo organizó velas en memoria de Martina y Hugo. Cientos encendieron cirios, rezaron y lloraron junto a los Fernández. Pero ninguna muestra de cariño podía llenar el vacío en el corazón de Lucía.
Carmen escribía cartas desde el centro, llenas de disculpas y recuerdos. «Veo sus caras todas las noches», escribió. «Ojalá hubiera sido yo». Lucía apenas las leía. Sus heridas eran demasiado profundas.
Años después, Lucía se quedó en el cementerio, mirando dos pequeñas lápidas una al lado de la otra. Susurró entre lágrimas: «Creí que os quería. Creí que estabais a salvo».
Las palabras la perseguían. Había confiado a sus hijos a la persona que creía que más los protegeríasu abuela. En vez de eso, el amor se había convertido en tragedia.
La historia se extendió por toda la región, avivando debates sobre el cuidado de los mayores, la demencia y la precaución de los padres. Pero para Lucía, no era un debate. Era su vida, rota para siempre.
Y cada noche, al cerrar los ojos, escuchaba la risa de Martina y los gritos de Hugo, ahora solo ecos de un futuro robado demasiado pronto.