Recordaba cómo, hace ya varios años, mi suegra, Doña Antonia Serrano, se enfureció al verme dar de comer a su yerno. ¿Cómo osas alimentar a mi marido? exclamó con la voz trémula. Primero le arrancaste del corazón a tu único e querido hijo, y ahora pretendes también alejar a mi esposo de la mesa.
Yo, Nicolás Andrés, asentí con una mueca. ¡Qué importa! replicó. Necesito mi propio marido y mis hijos para mantenernos.
¿De veras no te gusta lo que preparo? le preguntó Doña Antonia, alzando la ceja.
Me gusta, gruñó Nicolás, pero ya son cuarenta años de lo mismo. ¡Un día abrirías un libro de cocina!
Te abriré uno tal que te hará cantar de alegría, como si fuera un abecedario respondió ella. ¿Qué tal si ahora te niegas a probar la galleguita que preparé?
Nicolás se rió, mostrando los dientes. ¡Claro que la probé! Debo saber qué alimenta a mi hijo y a mis nietos.
¿Ya la sabías? ¿Te gustó? le lanzó Doña Antonia. ¿Y ahora me vas a pelear con mi nuera? ¡Vivíamos en paz! Si tan solo hubieras limpiado sus ollas.
¡Yo quería probar una cocina alternativa! exclamó Nicolás, como quien descubriera un néctar divino.
¿Y quién es el oscuro? frunció el ceño Doña Antonia.
Tú, que no sabes ni de gastronomía ni de palabrasle espetó. Por eso nunca me invitas a las reuniones familiares, para que no te haga compañía.
Y tampoco a los amigos, para que no me den de comer nada. No iré a la cantina, no quiero enemistad con mi propio estómago. prosiguió ella. La cocina de mi nuera es mi única ventana a la alta gastronomía.
Te prepararé una alta cocina que te llevará al desván, y te daré pan y agua sin sal ni azúcar amenazó Doña Antonia. Te quedarás contenta con avena aguada.
¿A qué me amenazas? replicó Nicolás, indignado. ¡Si me caso contigo, tendría la conciencia tranquila! Además, me iré a vivir con mi hijo y contaré a toda la aldea que huí porque no me alimentas bien.
¡Se irá! exclamó Doña Antonia. Allí te esperan, sobre todo la gallega, que no tardará en llegar. Ella viene a que no le acerques el frigorífico a mi nieto. No tienen ingresos para mantenerte también, así que calla.
¡Yo sí que cantaré! dijo Nicolás, firme. Esa mujer vino porque le causé un perjuicio económico. Si paso al lado de mi hijo, le pagaré a la gallega, no a ti.
Doña Antonia conocía bien su férrea personalidad. Sabía que, si la cosa se enzarzaba, cumpliría su amenaza sin vacilar.
Entonces, haz lo que te digo ordenó con severidad. Lleva la tarjeta y ve a la ciudad. Compra allí el libro de cocina que usaré para obligarte a ayudarme.
Nicolás se iluminó. ¡Eso es! exclamó.
Y en tres minutos le entregaron la tarjeta. Partió rumbo a la capital, donde, según la costumbre, podía entrar a una cafetería de la estación a almorzar algo ligero.
¡Gallega! gritó Doña Antonia a la mitad de la casa. Vamos a discutir y después a reconciliarnos.
¿No podemos reconciliarnos directamente? preguntó la joven, llamada Leocadia, al salir al gran salón.
La regla del género lo exige encogió los hombros Doña Antonia.
Leocadia, resignada, asintió y dijo: Pues empezad.
Doña Antonia repetía, como quien no había nadie más en la casa: ¿Cómo te atreves a alimentar a mi marido? Primero le arrancaste a tu hijo del corazón y ahora pretendes quitarle el sustento al esposo.
Así podía permitirse gritar, pues la casa estaba vacía y la regla del género lo justificaba.
Leocadia, como preparada de antemano, intervino: ¡Qué importa! Yo sólo quería alimentar a mi marido y a mis hijos. Pero el invitado inesperado rebusó en el frigorífico y tuve que ir al mercado. ¡Yo no imprimo dinero!
Si alimentaran mejor a su marido, no los haría engullir continuó Leocadia. Yo preparo, él llega con su cuchara y su tenedor, y él se revuelca como una vaca que lame la cuchara.
Nicolás, enojado, respondió que era una provocación y que él no había sido culpable.
Doña Antonia sonrió, disfrutando sus pequeñas riñas con la nuera. Era como una canción a dos voces, sin rencor.
Gallega dijo Doña Antonia, acariciando la silla al lado, hay que echar una lección a mi yerno.
Usted decide, contestó Leocadia. Yo soy la suegra, él es mi yerno. ¿Qué pasa si el padre se entera?
En nuestro pueblo la medicina lo cura todo replicó Doña Antonia. Yo te estaré eternamente agradecida si logras alejarlo de su cocina.
Puedo asintió Leocadia. Pero envié a mi marido a comprar el libro de cocina, ¿no?
Y ahora lo prepararé dijo Doña Antonia. Pero que su marido no vuelva a acercarse a mi cocina.
¡Vale! exclamó Leocadia. La contrainformación está trabajando.
Y cuando él se enfade, ¿me apoyarás? preguntó Doña Antonia.
Lo haré, y también lo recompensaré prometió.
Así se fueron los días. En el pueblo, la gente joven vivía con poco dinero, pero con mucho trabajo. Los padres de Leocadia, por ejemplo, eran mecánicos de tractores y ella trabajaba como enfermera en la posta del pueblo.
Cuando Leocadia llegó a la escuela de enfermería, conoció a su futuro esposo, el joven mecánico Esteban Gómez. Él la vio con el uniforme blanco y, al instante, la pidió en matrimonio.
Te seguiré donde vayas, aunque te cases con otrole juró. No permitiré que otro hombre se lleve su cariño.
Se casaron con gran fiesta, aunque la familia de Leocadia tuvo que viajar varios días en tren para llegar. La boda fue ruidosa y alegre.
Después vivieron en la casa de los padres de Esteban, lo que provocó la discusión sobre quiénes debían vivir bajo el mismo techo.
¿Cómo viviremos? preguntó Doña Antonia. ¿Con una sola hacienda o cada uno por su lado?
¿Qué pensar? intervino el suegro. Son jóvenes, que vivan separados.
¿A dónde vamos? indagó Esteban al padre.
¿Ir? rió Nicolás. Esta casa fue construida para dos familias.
Cuando una familia se fue, se derribaron las paredes que las separaban y quedó espacio para los demás. La cocina era compartida, el aseo estaba en un anexo. Así, cada uno tenía su propio techo bajo la misma teja.
Al final, la convivencia fue posible, aunque no faltaron los desencuentros en la cocina común. Como dice el refrán, a veces es necesario soltar la presión para mantener el equilibrio.
El conflicto surgió cuando los niños de Leocadia y Esteban cumplieron cuatro y nueve años. Leocadia preparó la cena, pero un llamado urgente la llevó a otra aldea. Dejó una nota, empaquetó un pote de gachas de avena y salió. Al volver, Esteban la recibió con reproche:
¿Tienes conciencia? El trabajo es trabajo, pero no puedes olvidar a la familia. Llegué del taller, recogí a los niños del cole y no hay nada para cenar.
¿Nada? se sorprendió Leocadia. Yo había cocinado.
No sé qué preparaste, pero al abrir el frigorífico solo había una bola de queso y nada más. ¡Ni jamón, ni mantequilla! ¡Deberías prestar más atención a la casa!
Leocadia recordó que había recibido su salario y había ido al centro del municipio a abastecer el frigorífico. Había comprado embutidos, queso y mantequilla suficiente para tres días.
El sospechoso principal era el suegro, pues nadie más podía haber tomado los alimentos.
El suegro, Nicolás, defendió que todo era una provocación y que no había pruebas.
¿Dónde están los pruebas? preguntó Leocadia. Si no hay pruebas, ¿por qué me culpas?
No se toma, no se roba replicó Nicolás. ¡Avariciar es malo!
Leocadia, sin más opciones, acudió a su suegra.
No nadamos en euros, pero intento comprar cosas delicadas para mi marido y mis hijos, no para tu esposo.
Doña Antonia, sin piedad, respondió:
Si te da pena, dilo claramente.
Me da pena confesó Leocadia. Trabajo, Esteban trabaja, tenemos dos hijos, y tus nietos también comen de nuestra mesa. ¿Es justo que tu marido se los coma a costa de nosotros?
Al final, el suegro presentó una queja contra la nuera por la supuesta mala cocina. Doña Antonia decidió tomar medidas extremas para atar al yerno, pero eso no bastó.
Pensó en separar a los jóvenes, pues una vez que el cerdo entra al huerto, no lo puedes echar. Pero la venganza estaba en su lista.
Si Leocadia no hubiese sido enfermera, quizás habría ido a la milicia. Su ingenio la hacía capaz de cualquier estrategia.
Como enfermera, dibujó un pentagrama sobre el frigorífico y proclamó a voz en cuello:
¡Lanzaré un hechizo! Quien tome del frigorífico sin mi permiso sufrirá un castigo terrible. Sólo mi marido y mis hijos estarán exentos.
Encendió dos velas, esparció un poco de ruda y, durante cinco minutos, golpeó un caldero de cobre con una cuchara de madera.
Nicolás se cruzó los dedos, escupió sobre su hombro izquierdo, se puso una aguja bajo la camisa y volteó los pantalones al revés. Luego, tomó el mango del frigorífico de la nuera y, como si fuera una fiesta, se zambulló en jamón, tomates cherry y una bola de mozzarella.
¡No me pasará nada! exclamó con arrogancia.
Leocadia lo observó con desaprobación y, mientras retiraba los alimentos cargados, lanzó una maldición:
¡Que la diosa de la Farmacia te castigue!
El suegro, entonces, sacó una caja de medicamentos: un laxante, un emético y una pastilla que acelera el latido del corazón.
Cuando la medicina empezó a hacer efecto, Nicolás salió a caminar bajo la luna, como quien busca alivio antes de dormir.
Leocadia, al ver que el suegro estaba a salvo, comentó:
¿No siente el hechizo? Te lo advertí.
Nicolás, mientras se bañaba solo en la sauna del pueblo, rezaba por su madre, su abuela y su bisabuela, y murmuraba que la nuera era de la misma sangre.
Doña Antonia, fiel a su palabra, sacó dos millones de euros de su cuenta y los entregó a Leocadia para que ella, su marido y sus hijos pudieran construir su propia casa.
Preferiblemente en otro pueblo sugirió. Y cuando mi plazo de depósito finalice, les daré más dinero.
Así, al fin, todo terminó bien. Doña Antonia volvió a visitar a la familia de su hijo, y el suegro, cansado de los enredos, juró que nunca más volvería a entremeterse en sus asuntos.
Preferiría comer tierra antes que aceptar nada de sus manos dijo, llamándola bruja, como se dice en los dichos de nuestra tierra.







