**DIARIO DE UNA NIÑA Y SUS ZAPATOS**
Hoy, mientras caminaba descalza por las calles empedradas de Toledo, sentí cada piedra bajo mis pies como páginas de un libro viejo que cuenta historias de reyes, mercados y risas que se perdieron en el tiempo. Mi madre, María, teje pulseras con hilos de colores que brillan como el sol de mediodía, mientras mi padre, Javier, vende castañas asadas en la plaza. No somos ricos, pero nunca nos falta el calor de una sonrisa. Aunque el dinero justo alcanza para lo necesario, y las noches de invierno son largas, con el fuego de la estufa apenas ahuyentando el frío.
Algunos días voy al colegio, cargando mi mochila llena de libros, soñando con aprender algo nuevo. Otros, me quedo en casa ayudando a mi madre con las pulseras o cuidando a mi hermano pequeño, Pablo, que aún no habla bien pero llena la casa con sus risas y balbuceos.
Ayer, mientras el sol se escondía tras la catedral, una señora extranjera me vio corriendo por el mercado, los pies llenos de polvo y pequeñas piedras. Se acercó y, con una sonrisa, me preguntó por qué no llevaba zapatos. Bajé la mirada y murmuré:
Los míos se rompieron hace meses. Y no hay para otros.
La mujer, conmovida, sacó de su bolso unas zapatillas blancas con un rayo azul en los lados. Para mí, parecían mágicas. Esa noche, no me las quité ni para dormir. Las dejé junto a mi cama, como un tesoro.
Al día siguiente, fui al colegio con la cabeza alta. No por orgullo, sino por orgullo de mí misma. Por primera vez, no sentí que debía esconder mis pies bajo el banco. Cada paso era firme, como si algo dentro de mí hubiera cambiado.
Pero pronto llegaron las burlas.
¡Mira la pija con sus zapatillas nuevas! se rió un compañero.
Las palabras me dolieron más que las piedras del camino. Llegué a casa con las zapatillas guardadas en una bolsa.
¿Qué pasa, cariño? preguntó mi madre.
Nada, mamá. Las guardo para que no se estropeen mentí.
No quise decir que a veces, cuando eres pobre, tener algo bonito duele más que no tener nada. Que algunos confunden dignidad con soberbia.
Días después, llegó una ONG al barrio. Querían fotografiar a niños para una exposición sobre la infancia en los pueblos de Castilla. Me eligieron. Me retrataron con mis zapatillas, junto a la puerta de nuestra casa de adobe, sosteniendo una flor silvestre. La foto viajó a Madrid, París, Roma y la gente la miró como un símbolo de algo puro.
Un periodista vino a buscarme.
Tu imagen está en una galería me dijo. Quieren saber quién es la niña de las zapatillas blancas.
Miré a mi madre, que lloraba en silencio.
¿Por qué quieren saber de mí, si aquí nadie me veía antes? pregunté.
Porque lo sencillo, cuando se mira con respeto, se convierte en arte respondió.
Entendí entonces que mis zapatillas no eran un lujo, sino un símbolo de que existo, de que merezco ser vista. Volví a ponérmelas y caminé por la plaza sin bajar la mirada.
Los que antes se reían, ahora me preguntaban:
¿Cómo te sientes con ellas?
No son mágicas respondía. Solo me recuerdan que puedo caminar sin miedo.
Mi historia cambió algo en el barrio. Los niños empezaron a cuidar más sus cosas, a sentirse orgullosos de lo que tenían. La exposición hizo que los demás vieran nuestra vida con otros ojos.
Ahora sé que la dignidad no está en lo que llevas puesto, sino en cómo caminas, incluso cuando el mundo te juzga.
A veces, un par de zapatillas no cambia el mundo. Pero sí pueden cambiar cómo te ves a ti misma. Y eso ya es un milagro.
Hoy, mis pasos por Toledo brillan bajo el sol, recordando que la belleza y la fuerza pueden crecer en cualquier rincón, por humilde que sea. Y que el arte más verdadero nace de lo cotidiano, de lo auténtico.