Cuando Lucía entró en el piso, vio inmediatamente los zapatos de su suegra en medio del recibidor. Supo que no habría descanso ese día.
Fermina Victoria apareció desde la cocina con mirada de juez en un tribunal.
¿Otra vez en casa de esa vieja entrometida? preguntó. La casa, tu marido, los niños todo lo dejas de lado. Menos mal que vine. Si no, se quedarían sin cenar.
Fermina Victoria, Nicolás sabía que llegaría tarde. Preparé la cena, solo tiene que calentarla. Podría manejarse sin su ayuda respondió Lucía con calma.
Tras diez años de matrimonio con Nicolás, ya estaba acostumbrada a que su suegra siempre encontrara algo que criticar. Sus palabras le resbalaban como un ruido de fondo, constante pero inofensivo.
Al principio no fue fácil. Fermina era su segunda suegra. La primera, Amparo Soledad, había sido una mujer discreta. Nunca se entrometía en la vida de su hijo, no daba consejos no pedidos ni se imponía.
Pero cuando se necesitaba ayuda, siempre estaba ahí. Lucía recordaba cómo Amparo se quedaba noches enteras con la pequeña Martina cuando la bebé confundía el día con la noche, cómo la llevaba de paseo mientras le decía a Lucía:
Ahora no hagas nada, solo descansa. Cuando vuelva Luis, él mismo preparará la cena.
Cuando Martina cumplió cinco años, hubo un accidente en la fábrica donde trabajaba Luis, y Lucía quedó viuda.
Amparo, que había perdido a su único hijo, no abandonó a su nuera y a su nieta en ese momento difícil. Los primeros meses, vivieron juntas, apoyándose mutuamente.
Lucía le propuso seguir así, pero Amparo se mudó de vuelta a su casa:
Lucía, solo tienes veintiocho años. Eres joven, encontrarás la felicidad de nuevo. ¿Qué haría yo estorbando aquí?
Tres años después, Lucía se casó con Nicolás. Pero no abandonó a Amparo. Sus padres vivían lejos, así que su primera suegra se convirtió en una segunda madre, y Martina la adoraba.
Por eso le chocó tanto la actitud de Fermina, que actuaba como si el piso de Lucía fuera suyo.
Tras su primera visita, Lucía le pidió a su marido que le explicara a su madre que era una invitada, no la dueña. Fermina alegó que solo quería ayudar, pero Lucía fue clara:
No tengo dieciocho años. Incluso cuando salí de casa de mis padres, ya era independiente. Y tras siete años de matrimonio, no necesito que me enseñen a cocinar o limpiar. Hasta podría dar lecciones yo misma.
Nicolás la apoyó, y con el tiempo, Fermina aprendió a no entrometerse. Cuando Lucía tuvo un hijo con su segundo marido, su suegra se mordió la lengua, aunque le costaba.
El problema era que Fermina tenía una amiga que presumía de cómo “educaba” a la mujer de su hijo menor. A Fermina le habría encantado hacer lo mismo, pero no tenía de qué jactarse. Su único consuelo era quejarse de que Lucía seguía visitando a Amparo.
¡Como si fuera familia! decía. Cuando Martina era pequeña, la mandaba a verla en verano, y no me importaba. Pero ahora que estudia en la universidad, Lucía sigue yendo. ¡Tres veces por semana!
El último año, las visitas aumentaron. Fermina llamaba “vieja” a Amparo, aunque solo le llevaba siete años. Pero el dolor y la enfermedad la habían envejecido, y Lucía iba al hospital o a su casa para cuidarla.
Gastas el dinero de la familia en una extraña la regañaba Fermina.
No se preocupe, Amparo vendió su casa de campo cuando enfermó. Tiene para sus tratamientos y no le pedirá nada respondía Lucía.
Cuando Amparo empeoró, Lucía contrató una cuidadora y tomó tiempo libre para estar con ella. Pero al final, Amparo falleció.
Entonces Fermina mostró un repentino interés por la herencia.
Vendió la casa, pero no gastó todo el dinero en un año. Y su pensión era buena. ¡Seguro que dejó algo! Y el piso de dos habitaciones, claro, irá a los herederos especulaba.
Pero al preguntarle a su hijo, la respuesta la decepcionó.
El testamento lo dejó a Martina. Es su nieta.
¿Y Lucía? ¿Todo ese esfuerzo para nada? se sorprendió Fermina. ¡Vaya pérdida de tiempo!
No se preocupe por mí dijo Lucía. Sabía que Amparo dejaría todo a Martina. Hasta la acompañé al notario hace un año.
¿Entonces por qué te desvivías por ella? preguntó Fermina, confundida.
Se lo explicaría, pero dudo que lo entienda respondió Lucía.
Martina heredó el piso y el dinero. Decidieron alquilarlo mientras estudiaba, y después ella decidiría si volver o quedarse en la ciudad.
Al saberlo, Fermina propuso:
¿Para qué alquilar a extraños? Que viva ahí mi Susana.
Susana, su hija menor de treinta y cinco años, aún vivía con ella. Fermina creía que tener piso ayudaría a que se casara.
Pero Martina se negó:
No pagaría como los demás, y yo necesito ahorrar para un futuro préstamo.
¡Egoísta, como tu madre! se quejó Fermina.
Mamá, tú tienes un piso de tres habitaciones. Véndelo y cómprale uno a Susana sugirió Nicolás.
¡Qué gracioso! replicó Fermina. Ese piso es mío. ¿Por qué habría de mudarme?
No es Nicolás el gracioso, sino usted intervino Lucía. No quiere sacrificarse por su hija, pero exige lo ajeno.
Susana siguió viviendo con su madre. Martina alquiló y luego vendió el piso para comprar uno nuevo.
La lección fue clara: el cariño no se mide en herencias, sino en gestos. Y quien solo piensa en lo material, termina solo con su avaricia.







