La noche, que se cerraba sobre la ciudad, parecía presagiar una tragedia. Nubes pesadas avanzaban por el cielo, como cargadas con el peso de esperanzas truncadas y destinos rotos.

Life Lessons

**Diario de Álvaro**

La noche, densa sobre Madrid, parecía presagiar una tragedia. Las nubes pesadas avanzaban por el cielo como arrastrando el peso de esperanzas rotas. El coche se deslizaba sobre el asfalto mojado, dejando atrás un rastro de faros y un silencio cargado de angustia. Álvaro agarraba el volante con fuerza, como si su vida dependiera de ello. Cada bache de la carretera le resonaba en los huesos como un mazazo, no físico, sino del alma, como si el destino le advirtiera: nada sería fácil.

A su lado, Lucía respiraba de manera agitada, reclinada en el asiento como intentando escapar del dolor y del miedo. Su mano reposaba sobre el vientre, enorme, como si sostuviera no solo a un niño, sino a un mundo entero que podía derrumbarse en cualquier momento. Sus ojos, fijos en el cielo gris tras la ventana, no tenían luz. Solo añoranza. Profunda, desgarradora, como el viento helado que corta hasta el hueso. No era miedo. No era dolor. Era esa certeza de que todo había terminado, pero con un último resquicio de esperanza en lo imposible.

“Álvaro” Su voz era más frágil que el hilo de una araña, más débil que el susurro de las hojas en otoño. “Escúchame. Por favor.”

Él asintió sin apartar la vista de la carretera, pero cada fibra de su ser estaba en alerta. Sabía que lo que venía no era una súplica, sino una sentencia.

“Prométeme” Tragó saliva, como si quisiera tragarse también el miedo. “Si algo sale mal no la culpes. A nuestra niña. Ella no tiene la culpa. Solo ha nacido. Y tú tienes que quererla. Por mí. Por los dos.”

Álvaro apretó los dientes. Los nudillos de sus manos se blanquearon, como si se aferrara a un último hilo en medio del mar embravecido. Quería gritar que todo saldría bien, que ella sobreviviría, que los tres estarían juntos en la casa que estaba construyendo, con su cuarto de juegos, muñecas y sueños. Pero las palabras del médico, seis meses atrás, le atravesaban la memoria como un puñal: “Un embarazo con tu diagnóstico es como jugar a la ruleta rusa con cinco balas. La posibilidad es una entre seis. Y no es una broma. Es la muerte.” Recordaba cómo temblaban las manos de Lucía al escucharlo. Cómo lo miró, no con desesperación, sino con súplica: “Quiero esto, Álvaro. Quiero ser madre. Quiero que nuestro amor quede en este mundo. Que algo de nosotros permanezca.” No pudo decirle que no. No por debilidad, sino porque la amaba. Cósmica, irremediablemente. Y creía en ella. En su fuerza, en su luz, en su convicción de que el amor vence a la muerte.

“Lucía,” susurró, con la voz quebrada, “volveremos a casa. Los tres. Te lo juro. No te dejaré ir. Pase lo que pase.”

Habló con valentía, pero por dentro se desmoronaba. Cada palabra era un intento de tapar las grietas que crecían en su alma.

Al llegar a urgencias, la lluvia azotaba las ventanas como si el cielo llorara por ellos. La ayudó a salir, sintiendo su temblor, no por el frío, sino por el presentimiento. Ella se giró, apoyó la frente en su pecho y murmuró:

“Te quiero, Álvaro. Más que a la vida. Más que a nada en el mundo. Creo en ti. Eres más fuerte de lo que piensas.”

Ese abrazo duró segundos, pero se grabó en su memoria como la última luz antes de la oscuridad. Luego se la llevaron en una camilla, y él se quedó bajo la lluvia, empapado no de agua, sino de soledad. Media hora después, apareció el médico, un hombre mayor con ojos cansados y una expresión tallada en piedra.

“La situación es crítica,” dijo sin previo aviso. “La coagulación de su mujer está fallando. Luchamos, pero las posibilidades son mínimas.”

Álvaro se desplomó en los escalones del hospital. El frío de la piedra le calaba los pantalones, pero no lo sentía. El tiempo se estiraba, denso como la miel. Rezó, no a un dios en el que no creía, sino al universo entero: “Tráela de vuelta. Llévame a mí, pero déjala vivir.” Estaba dispuesto a dar todo: su dinero, su negocio, su vida.

Entonces apareció Clara, amiga de Lucía desde la universidad, enfermera en pediatría. Pelo corto oscuro, ojos agotados, olor a cloro y ansiedad. Se sentó a su lado, sin preguntar, sabiendo.

“¿Cómo está?”

Él negó con la cabeza. Su rostro era una máscara de dolor.

“Muy mal,” susurró.

Clara suspiró, no con lástima, sino con irritación, y de pronto dijo:

“Egoísta. Sabía lo que arriesgaba. Sabía que podía morir. ¿Y tú? ¿Tus padres? ¿Somos solo peones en su juego?”

Álvaro la miró fijamente. Algo primitivo ardía en sus ojos: rabia, incredulidad. ¿Cómo se atrevía? Pero el dolor lo paralizó. No encontró palabras.

“Vámonos de aquí,” dijo Clara, tomándole la mano. “Esperar aquí te está volviendo loco. Vamos. Bebamos algo.”

Él la siguió como un autómata. Compraron brandy barato en un quiosco, se sentaron en un banco del parque. Clara hablaba de trivialidades, su voz firme como un sedante. Él bebía, aferrándose a ese sonido como a un salvavidas.

Despertó en su sofá, con la ropa del día anterior. Agarró el teléfono. La enfermera respondió: “Estable. Grave.” No era una buena noticia. Era la calma antes de la tormenta. Corrió al hospital. Clara lo esperaba.

“Lo he arreglado,” susurró. “Puedes verla. Pero solo desde fuera.”

Lo guió por pasillos interminables, hasta una mampara de cristal. Allí estaba Lucía. Pero no era ella. Era un fantasma pálido, conectada a máquinas. El monitor mostraba una línea plana. El corazón latía. Por ahora. Álvaro lo entendió: no era una lucha. Era una despedida.

Un día después, la llamada. El mismo médico, evitando su mirada.

“Lo siento mucho. Hicimos todo lo posible. La hemorragia era imparable. Ni ella ni la niña sobrevivieron.”

El mundo se oscureció. Álvaro se abalanzó sobre el médico, gritando:

“¡Mientes! ¡Yo habría pagado lo que fuera! ¡Podían salvarla!”

Los celadores lo apartaron. El médico se ajustó la bata.

“El dinero no lo cura todo.”

Clara se encargó de todo. El funeral. El ataúd. El cementerio. Los familiares. Álvaro se sentó en su piso vacío, donde cada objeto gritaba Lucía: su bufanda, su taza, su perfume. No podía llorar. Solo miraba al vacío.

Entonces, en una de esas noches interminables, recordó. Una pelea antigua. Una borrachera. Clara, consolándolo. Luego, su piso. Traición. La única. De la que se arrepintió siempre. Lucía nunca lo supo.

En el cementerio, no miró el ataúd. Quería recordarla viva.

“¡Álvaro! ¡El funeral!” gritó Clara.

“No iré,” dijo, firme.

En la salida, una niña. Ocho años. Chaqueta rota. Manos sucias. Ojos como brasas.

“¡Tío! ¡Pide ver las cámaras! ¡Del hospital! ¡Escucha!”

Él se apartó, dejándole unas monedas.

El dolor

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