La noche, densa sobre la ciudad, parecía presagiar una tragedia. Nubes pesadas avanzaban por el cielo, como cargadas con el peso de esperanzas truncadas y destinos rotos.

Life Lessons

La noche, densa sobre la ciudad, parecía presagiar una tragedia. Nubes pesadas se arrastraban por el cielo, como cargadas de esperanzas truncadas y destinos rotos. El coche deslizaba sobre el asfalto mojado como un fantasma, dejando tras de sí un rastro de faros y un silencio atravesado por la angustia. Álvaro estaba al volante, aferrándolo como si su vida dependiera de ello. Cada bache de la carretera resonaba en su espalda como un martillazo, no físico, sino espiritual, como si el destino le recordara: nada sería fácil. En el coche, solo se escuchaba la respiración entrecortada de Lucía a su lado. Ella se reclinaba en el asiento como queriendo huir del dolor, del miedo, de sí misma. Su mano reposaba sobre el vientre, enorme, como si sostuviera no solo a un niño, sino a un mundo entero que podía desplomarse en cualquier instante. En sus ojos, fijos en el cielo gris y sin vida tras la ventana, no había luz. Solo añoranza. Profunda, abrumadora, como un viento invernal que cala hasta los huesos. No miedo. No dolor. Solo esa añoranza que surge cuando ya sabes que todo ha terminado, pero aún esperas un milagro.

“Álvaro” Su voz era más frágil que una telaraña, más débil que el susurro del viento entre hojas otoñales. “Escúchame. Por favor.”

Asintió sin apartar la vista de la carretera, pero cada fibra de su cuerpo estaba en alerta. Sabía que lo que vendría no sería una petición, sino una sentencia.

“Prométeme” Tragó saliva, como si intentara tragar no solo el miedo, sino también la culpa. “Si algo sale mal no la culpes a ella. A nuestra niña. No ha hecho nada. Solo ha nacido. Solo ha llegado al mundo. Y tú debes amarla. Por mí. Por los dos.”

Álvaro apretó los dientes. Los nudillos de sus manos palidecieron, como si se aferraran a la última tabla de salvación en un mar embravecido. Quería gritar que todo saldría bien, que ella sobreviviría, que estarían juntosél, Lucía y su hijaen la casa que estaba construyendo para ellas, con su cuarto de juegos, sus muñecas, sus sueños. Pero las palabras del médico, pronunciadas seis meses atrás, le atravesaban la memoria como un cuchillo: “Un embarazo con tu diagnóstico es como jugar a la ruleta rusa con cinco balas en el tambor. La posibilidad es una entre seis. Y no es una broma. Es la muerte.” Recordaba cómo temblaban las manos de Lucía al escuchar el diagnóstico. Cómo lo miróno con desesperación, sino con súplica. “Lo quiero, Álvaro. Quiero ser madre. Quiero que nuestro amor permanezca en este mundo. Que algo quede de nosotros.” No pudo decirle que no. No por debilidad. Sino por amor. Un amor sin límites. Absoluto. Y creyóno en la medicina, ni en las probabilidades, sino en ella. En su fuerza, en su luz, en su fe de que el amor es más fuerte que la muerte.

“Lucía,” susurró, con la voz quebrada, “volveremos a casa. Los tres. Te lo juro. No te dejaré ir. Pase lo que pase.”

Habló con valentía, pero por dentro todo se resquebrajaba. Cada palabra era un intento de tapar las grietas de su alma, que crecían minuto a minuto.

Cuando llegaron a urgencias, la lluvia azotaba los cristales como si el cielo llorara por ellos. La ayudó a salir, sosteniéndola del brazo, sintiendo su temblorno por el frío, sino por el presentimiento. Ella se volvió hacia él, apoyó la frente en su pecho y susurró:

“Te quiero, Álvaro. Más que a la vida. Más que a nada en este mundo. Creo en ti. Podrás con esto. Eres más fuerte de lo que piensas.”

Ese abrazo duró apenas segundos, pero se grabó en su memoria como la última luz antes de la oscuridad eterna. Luego se la llevaron en una camilla, y él se quedó bajo la lluvia, empapado no por el agua, sino por el frío de la soledad. Media hora después, apareció el médicoun hombre mayor, con rostro tallado en piedra y ojos en los que solo quedaba cansancio.

“La situación es crítica,” dijo sin preámbulos, sin piedad. “La coagulación de su esposa está fallando. Luchamos, pero las posibilidades son pocas. Muy pocas. Solo queda creer. Aunque, la verdad, en esta profesión los milagros no existen.”

Álvaro se desplomó en los escalones de la entrada, como si las piernas le hubieran fallado. El frío de la piedra le traspasó los pantalones, pero no lo sintió. El tiempo se ralentizó, se hizo pesado como la resina. Se levantó, caminó de un lado a otro, apretó los puños, maldijo mentalmente, rezóno a un dios que no conocía, sino a cualquier cosa que pudiera oírle: las estrellas, el destino, el universo entero. “Tráela de vuelta. Llévame a mí, pero tráela.” Estaba dispuesto a darlo tododinero, negocios, la vidacon tal de que ella viviera.

Entonces, como surgida de la nada, apareció Marta. Había sido compañera de universidad de Lucía, su amiga, enfermera en la planta de pediatría. Llevaba el pelo corto y oscuro, los ojos cansados y el olor a cloro mezclado con ansiedad. Se sentó a su lado sin preguntar, como si ya lo supiera todo.

“¿Cómo está?”

Solo negó con la cabeza. Su rostro era una máscara de dolor.

“Muy mal,” susurró.

Marta suspiróno con lástima, sino con irritacióny de pronto dijo:

“Egoísta. Sabía lo que arriesgaba. Sabía que podía dejarnos. ¿Y tú? ¿Tus padres? ¿Somos solo peones en su juego?”

Álvaro se volvió bruscamente. Algo primitivo ardía en su miradarabia, dolor, incredulidad. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo podía hablar así de Lucíala mujer por la que habría movido montañas? Pero el dolor lo dejó mudo. Decidió que era solo el cansancio, el cinismo que desarrollan los médicos para sobrevivir.

“Vámonos de aquí,” dijo Marta, tomándole la mano. “Quedarse te está volviendo loco. Vamos. Bebamos algo. Esperemos fuera.”

La siguió como un ciego, como un títere. Compraron brandy barato en un quiosco cercano al hospital y se sentaron en un banco de la plaza, donde el viento agitaba bolsas de plástico y hojas secas. Marta sirvió el licor en vasos de plástico. Él bebió ávidamente, sin saborear, solo buscando el ardor en la garganta que amortiguara el dolor. Ella habló de trivialidadesniños de la planta, compañeros, el tiempo. Su voz era firme, como un calmante. Y él se aferró a ella como a un salvavidas.

Despertó en el sofá, aún con la ropa del día anterior. Le dolía la cabeza. La boca, seca. Lo primero que hizo fue coger el teléfono. Marcó el número de enfermería. La voz al otro lado: “Estado estable. Grave.” No eran buenas noticias. Era la calma antes de la tormenta. Se levantó de un salto, salió de casa como una bala. En el hospital, Marta lo esperaba.

“Lo he arreglado,” susurró. “Te dejarán verla. Pero solo a través del cristal. No puedes entrar.”

Lo guió por pasillos interminables, entre gritos, quejidos, olor a medicinas y muerte. Y allíel cristal. Detrás, Lucía. Pero no era ella. Era un fantasma. Pál

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