¡Papá, tengo que hablar seriamente con usted! empezó Almudena, la nuera, al ponerse cara de pocos amigos con su suegro Pablo, cuando llegaron a la aldea de los padres de su marido, los Martínez, para pasar sólo un par de horas. No dejaba de lanzar miradas desconfiadas también a María, su suegra.
Perdóneme, pero no he sacado a su hijo del campo por casualidad. Lo he convertido de un humilde aldeano a una criatura de ciudad. Y ahora quiere que nuestro nieto mi hijo Pedrito se vuelva a quedar como un campesino, ¿verdad? ¡No lo permitiré!
¿Qué ocurre, Almudena? soltó María, con voz temblorosa. ¿Por qué dices eso?
Porque nuestro Pedrito, después de pasar todo el verano con vosotros, ya no es el mismo de antes. ¿Me entienden?
No comprendemos nada. ¿Qué quiere decir de antes? replicó Pablo, sorprendido. ¡Tiene apenas ocho años!
Exacto, ocho años continuó la nuera, con tono severo y después de su paso por la aldea se ha convertido en un auténtico machote. ¡Y le han aparecido costumbres extrañas!
¿Costumbres extrañas? exclamó Pablo, mirando nervioso a Almudena. ¿Ha empezado a fumar?
¡Ni hablar de fumar, papá! contestó ella. ¡Eso no tiene nada que ver! Pero sí ha adoptado costumbres de campesino. Ahora llama a los coches cabalritos. ¿Se lo pueden imaginar? Al ver un coche reluciente, grita a los cuatro vientos: «¡Mamá, papá, mirad qué caballito ha pasado!» ¿Qué palabra es esa? ¡Una auténtica atrocidad!
Pablo sólo frunció el ceño mientras María le lanzaba una mirada de reproche.
Vaya, tus palabras, Pablo dijo María, culpándose a sí misma. No te preocupes, hija, esa palabra no es malsonante, más bien es una forma tierna. No es yegua, es cabalrito.
¡¿Cómo puedes decir eso, mamá?! volvió a eruptar Almudena. ¿Acaso un chico de ciudad debería decir eso? No me sorprendería que ahora también sepa decir groserías. Desde que pasó el verano en el campo, su vocabulario ha cobrado giros insólitos que me dan escalofríos. ¿Sabes qué me dice a los compañeros? «¡Ahora te agarro del eje!», o «Te vas a llevar una sorpresa en la transmisión». Y esas frases como «te daré una revolución en el cigüeñal» Me ponen los pelos de punta. Hace poco, en un trabajo de clase, escribió que quería ser tractorista. ¿Será que tú, papá, le has inculcado esos sueños?
¿Yo? Pablo forcejó una sonrisa mientras fingía culpa. No, Almudena, no soy yo. Lo que pasó es que vio la maquinaria en el campo y se dejó llevar por la imaginación. De todos modos, sigue siendo un niño de ciudad. No te preocupes. Me contó que su gran ambición es ser financiero, prácticamente ministro de Hacienda.
Nosotros deseamos que nuestro hijo sea financiero suspiró la nuera. Pero, ¿sabes qué ha hecho recientemente?
¿Qué cosa? preguntó de nuevo María, inquieta.
Le dimos una pequeña paga, como a un futuro financiero, y le dijimos que la podía gastar en lo que quisiera para su cumpleaños. ¿Adivinas qué compró?
¿Qué? se estremeció Pablo.
Se compró unas cadenas, o tal vez una sierra de cadena; no entiendo mucho de eso. Dijo que esas cadenas están tan gastadas que ya no se pueden afilar. Y que el próximo año, él y su padre irán al bosque a talar leña para la casa de baños. ¿Es cierto?
Dios mío exclamó María. ¡Qué cosas hacen los niños!
Así es asintió Pablo. En vez de comprar un regalo, quiso ayudarme No te preocupes, Almudena, nos hacemos cargo del gasto de esas sierras. Hoy mismo te devolvemos cada céntimo, solo dime cuánto ha gastado.
¡Eso no tiene nada que ver con el dinero! estalló la nuera. ¡Lo que importa es que mi niño no piense en leña para la casa de baños, ni en caballitos ni en tractores, sino en los estudios! Debe soñar con ser un alumno sobresaliente para entrar directamente a la universidad.
Tienes razón, Almudena aprobó María, sonriendo. El próximo verano sacaremos de la biblioteca del club los libros más cultos y los dejaremos bajo el manzano, para pasar todo el día leyendo con Pedrito: matemáticas, lengua y lo que haga falta. Así lo convertiremos en un auténtico estudiante de diez.
¡Exacto! replicó Pablo. Tú solo tráelo y, durante el verano, lo haremos el niño más listo del mundo. Ya sabrá más que cualquier aldeano y, de paso, podrá atar la cintura a cualquier hombre del campo con su cultura. Multiplica la tabla de multiplicar como quien parte una manzana.
Y lo dice con una cadencia tan musical añadió María, guiñándole al marido. No habla, canta. Todas nuestras abuelas del pueblo están enamoradas de él. Nos dicen que la madre de Pedrito, tú, Almudena, es una madre muy correcta.
¿De verdad? preguntó la nuera, incrédula. ¿En qué soy correcta?
En que lo traes al campo cada verano. Un niño de esa edad debe alimentarse con productos frescos y naturales, respirar aire puro y bañarse en el río, no en esas piscinas artificiales llenas de cloro. ¿Te ha contado Pedrito que ya nada como un pez?
Sí, me lo ha dicho asintió Almudena y, por fin, sonrió.
Además, ahora anda en bicicleta sin temer a que un camión salga de la esquina. Ya no le temen las abejas ni los perros, y la alergia parece haber desaparecido.
Claro, repitió la nuera. Ya casi no vamos al centro de salud con él.
Dentro de un año ni siquiera recordarán la palabra «casi» concluyó Pablo. Así que, Almudena, no temas que lo estropeemos. Aquí ganará tanta salud que le bastará para toda la vida. Lo esencial en un niño es la salud, física y moral.
Muy bien cedió la nuera al fin. Me habéis tranquilizado un poco.
Cuando Almudena se marchó, María miró al marido con descontento y preguntó:
¿Crees que nos traerán a Pedrito el próximo verano?
Seguro que sí, ¿a dónde más irían? respondió Pablo, inseguro. Menos mal que Natalia no se metió al granero, no quisiera ver la pequeña cosechadora que estoy armando para Pedrito. Si la hubiera visto, se habría vuelto loca. Pero nada, todo irá bien. Sólo espero que recuerde la palabra «cabalrito», como yo cuando era niño. Recuerdo que todo lo que decía mi abuelo se quedaba clavado en mi cabeza desde entonces.







