Mi madre y mi hermana siempre han sido lo primero para mí.
Aroa, basta ya de hacerte la víctima, hablemos con calma y resolvamos todo dije, intentando que mi esposa dejara de dramatizar.
No pasa nada grave, te lo aseguro; ya no somos niños de cinco años para
La voz de mi hermano, que estaba en la habitación de los niños, obligó a Aroa y a nuestro hijo de diez años, Diego, a mirarse y asentir al mismo tiempo.
Sabes, lo odio porque siempre interpreta todo al revés, como si nuestras preocupaciones fueran inútiles comentó, sin darse cuenta, el niño, reproduciendo lo que yo había pensado.
Aroa asintió, se acomodó en el sofá, se puso los auriculares para no escuchar el tono suave pero reprochador que se escuchaba bajo la puerta.
Fue ese mismo tono el que, años atrás, le hizo enamorarse de mí. Creía que un hombre podía resolver cualquier conflicto mediante la diplomacia. Pero ella no sabía que, para mí, diplomacia significaba doblar la situación a mi favor, tratándote como una niña inmadura.
Yo toleraba esas jugarretas por el bien del hijo que teníamos, pero nunca permitiría que mi propio hijo fuera tratado así. El cumpleaños de Diego demostró que no valoro a mi propio hijo en lo más mínimo.
Sí, yo había priorizado a mi madre y a mi hermana, justificado todo con frases como la madre siempre tiene la razón o una esposa, una madre, una hermana. Pero ese trato hacia mi propio hijo era imperdonable, incluso para una mujer tan paciente como Aroa.
Habíamos planeado el cumpleaños de Diego con un mes de antelación. Reservamos mesa en el restaurante favorito de la familia, Casa de la Abuela, en el centro de Madrid, que tiene una sala de juegos estupenda. Invitamos a sus tres mejores amigos y a sus familias, pactamos el menú y encargamos una tarta especial.
¿Qué podía salir mal? En el peor de los casos, algún invitado se enfermaba y no llegaba; sería incómodo, pero lo comprenderíamos sin recriminaciones. En el peor escenario, si el cumpleaños de Diego se cancelara por enfermedad, perderíamos la reserva y la tarta, que simplemente ofreceríamos a los amigos para no desperdiciar nada.
Diego tiene una salud de hierro, así que ninguno de esos contratiempos se dio. Todos los amigos llamaron por la mañana y confirmaron que llegarían puntuales. Sólo yo, cuando la familia se estaba vistiendo para la ocasión, contesté la llamada de mi hermana y me puse a cambiarme de ropa por algo no tan formal.
¿Y a dónde te vas con esas tonterías? se oyó la queja de Aroa, cargada de historia familiar.
En mi vida hay tres mujeres: mi madre, mi hermana y mi esposa, en ese orden de prioridad. No es la primera vez que paso mi día libre ayudando a mi madre en el huerto o acompañándola al supermercado. Si a mi madre no le toca nada, mi hermana se activa y me pide que le ayude con trabajos de casa.
Cuando conocí a Aroa, me pareció su dedicación a la familia y su obediencia a los parientes una señal de buen carácter. Pensé: Si trata bien a su madre, lo hará con su esposa. Resultó que estaba muy equivocado. Mientras yo corría de un lado a otro atendiendo a mis parientes, en casa se acumulaban goteras, crujían las bisagras y el trabajo doméstico se acumulaba. Aroa, harta de promesas vacías, empezó a contratar a profesionales.
Yo solo empecé a respirar tranquilo cuando comprendí que ya no me acosaban con más pedidos. A Aroa le había costado acostumbrarse a mi ausencia constante; incluso empezaba a disfrutar de la soledad.
Últimamente, sin embargo, me quejaba de que Aroa se había vuelto más fría, como si no le importara mi presencia o ausencia. Yo no entendía por qué ella no se animaba cuando aparecía, aunque fuera solo por un momento. Prefería esconderme, decir sí, mamá, ya voy y desaparecer. Mejor que intentar conversar, me ponía una bufanda o veía una serie de comedia; eso le hacía más bien al ánimo que una charla de pareja.
Todo cambió el día del cumpleaños de Diego, cuando me dispuse a ir a casa de mi hermana. Aroa no aguantó más. Le dije con la mayor firmeza que tenía una semana para reconocer sus errores y pensar cómo reparar el daño. Yo, en realidad, estaba dándole tiempo a ella para que reflexionara antes de lanzarse de lleno a la separación.
Divorciarse para mí siempre ha sido una idea pesada, casi inadmisible. Si hubiera sido más despistado, habría anulado el matrimonio justo después de la noche de bodas, cuando pasé toda la mañana hablando por teléfono con mi madre porque me aburría y me sentía solo.
Aroa, sentada conmigo en la estación de tren, se sentía sola y aburrida por mi ausencia. No perdonó el desaire a Diego. Después de una semana de intentar explicarle a ella y a mi hijo que estábamos equivocados, Aroa presentó la demanda de divorcio, expulsándome de la vivienda que compartíamos y entregándome a mi madre, quien lo acogió con cariño.
Durante los ocho años siguientes apenas nos vimos. Yo pagaba la pensión alimenticia, pero sólo aparecía una vez al año, en el cumpleaños de Diego, y a veces no era el mismo día, pues consideraba suficiente felicitarlo después, en dos semanas. Diego dejó de esperar mis visitas y perdió el interés por comunicarse conmigo. Cuando cumplió dieciocho, el deseo de verlo revivió, y yo empecé a lanzarle todo tipo de reproches a mi exesposa.
Podrías haber suavizado las cosas entre nosotros. Explicarle que a un niño le importan los dos padres, que aunque el padre sea imperfecto, debe ser amado, no solo mencionado de paso intentó decirme, lleno de indignación, al encontrarnos frente a su casa.
¿A dónde vas a ir? Tuviste ocho años para arreglar la relación y lo único que hiciste fue ensanchar el abismo entre nosotros. ¿Qué esperas que haga yo, que sea la que arregle tu relación con tu propio hijo? contestó Aroa, ya cansada de ser sumisa.
Tenía otras cosas que hacer, lo sabes. Además está mi madre y mi hermana
Pues ve con ellas, que ellas te ayuden con Diego. Yo, en paz, déjame le dijo Aroa mientras cerraba la puerta de golpe.
Esa noche, Diego llegó a casa y me dijo:
Mamá, ya he cerrado el asunto.
¿Cuál?
El padre me invitó a su casa la semana que viene, pero yo ya tenía un concierto con Yuliana.
¿Y ella?
Se enfadó porque dije que la pondría por encima del padre. Le dije que podríamos felicitarlo otro día, o incluso dentro de dos semanas, o mejor en un mes, cuando termine la sesión. Resulta que a él no le funciona del todo eso comentó Diego con una sonrisa torcida.
Eres un recordador, hijo mío.
No lo soy. Solo tengo buena memoria y un poco de resentimiento, donde es necesario. Mamá, sólo tengo una pregunta: ¿por qué aguantaste a ese hombre hasta mis diez años? Podrías haberte divorciado antes y no habría pasado nada.
Fue Aroa se encogió de hombros. Ahora todas esas razones para mantener el matrimonio le parecían ridículas y forzadas. En aquel entonces no lo veía con la claridad que tengo ahora, años después. La indiferencia de mi marido hacia su propio hijo la obligó a repensar su vida con él; de lo contrario seguiría viviendo bajo el mismo techo con mi madre y mi hermana, una cuarta pieza incómoda en una relación ya de por sí extraña. Menos mal que al final presentó el divorcio.







