*Diario Personal*
Hoy volví a la oficina con el alma revuelta. En mi mente seguían resonando los gritos indignados de la gente en el mercado, la mirada de aquella mujer, que parecía atravesarme hasta el alma. Intenté apartar esos pensamientos: “No entienden nada. La vida es una lucha. Los débiles caen, los fuertes triunfan.”
Pero la conciencia me arañaba por dentro. Esos ojos… me resultaban tan familiares. ¿De dónde los conocía?
A la mañana siguiente, mi socio, el señor Delgado, entró en mi despacho con el rostro tenso.
Daniel, tenemos un problema. Lo del mercado… ha salido en internet. Hay un vídeo. Se comparte por todas partes. Miles de personas te acusan de avergonzarte. Si no hacemos algo, la reputación de tu empresa se vendrá abajo.
¿Qué dices? repliqué, pero al ver mi propia imagen en la pantalla del móvil, pateando a aquella mujer frágil, palidecí. El título era cruel: *”El millonario que humilló a una madre hambrienta.”*
Si me permites un consejo continuó Delgado, debes encontrarla. Dale dinero, ofrécele un techo. Todo delante de las cámaras. Que parezca caridad. Es tu única salida.
Apreté los dientes y asentí. Odio tener que justificarme, pero mi imagen lo vale todo.
Por la tarde, regresé al mercado. Y allí estaba ella otra vez, en el mismo lugar, con el mismo abrigo raído y la misma tristeza en la mirada. Cuando me vio, no retrocedió. Solo me observó.
Señora comencé con frialdad, quiero… compensar lo de ayer. Le daré dinero. Un lugar donde vivir. Comida.
Ella me miró fijamente, como si buscara en sus recuerdos. Luego, en un susurro, dijo:
¿Danielito?
Mi corazón dio un vuelco. Ese nombre… pronunciado así, con esa dulzura, solo una persona lo había hecho. Mi madre.
¿Qué ha dicho? pregunté, con la voz temblorosa.
La mujer juntó sus manos temblorosas.
Danielito… eres tú… mi hijo…
Di un paso atrás.
Eso es imposible. Mi madre murió hace veinte años.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
No, hijo. Sigo viva. Tu padre me alejó de ti cuando tenías seis años. Te busqué durante años. Trabajé, escribí cartas, pero nunca recibí respuesta. Perdí todas mis fuerzas… solo me quedó la esperanza.
Un nudo me apretó el pecho. Recuerdos afloraron: el olor a jabón barato, una mano acariciando mi cabello, fragmentos de una canción de cuna. No quería creerla.
Esto es un teatro. Solo quieres dinero gruñí, pero mi voz ya no tenía convicción.
Ella metió la mano bajo su abrigo y sacó una foto arrugada. Un niño pequeño, de unos seis años, sostenía un coche de juguete, exactamente igual al que yo tenía. A su lado, una mujer joven sonreía.
Toda mi resistencia se derrumbó. Mis rodillas flaquearon.
Dios mío… murmuré. Madre… y yo… te pateé…
Las lágrimas brotaron sin control. Yo, el millonario que había construido su imperio con frialdad, ahora estaba arrodillado en la calle ante una mujer vestida de harapos.
Perdóname… lloré. No sabía… no te reconocí…
María alzó la mano y acarició mi rostro. Sus dedos eran débiles, pero su tacto estaba lleno de amor.
No pidas perdón, Danielito. Siempre supe que volverías a mí. Mi amor nunca se fue.
La gente se agolpó a nuestro alrededor. Nadie habló. Todos vieron cómo el millonario se desmoronaba y abrazaba a su madre, a quien creía perdida.
Días después, los periódicos publicaron titulares: *”El millonario que encontró a su madre sin hogar.”* Pero a mí ya no me importaba. La llevé a casa, llamé a médicos, le preparé un hogar cómodo. Pero lo más importante: volvimos a hablar. Durante horas. María me contó los años de soledad, las luchas, el dolor, la esperanza de volver a verme.
Y yo escuchaba, sintiendo cómo algo en mí se recomponía. Ese vacío que ni el dinero ni el éxito habían llenado, por fin se calmaba.
Una tarde, sentados en la terraza, tomé su mano.
Mamá, durante años creí que la fortuna daba sentido a mi vida. Pero ahora… siento que nunca busqué el dinero. Te buscaba a ti.
María sonrió, con lágrimas brillando en sus ojos.
La familia es lo que da sentido a todo, hijo. Nunca lo olvides.
Y entonces lo entendí: todo el oro y todos los palacios no valen una sola palabra: *madre*.







