La familia imperfecta

Life Lessons

Lo he visto todo siseó la madre en cuanto nos acomodamos en nuestro viejo Seat nueve. ¿Me crees ciega? ¡Toda la tarde girabas alrededor de esa rubia de rojo!

Luis y yo nos miramos. Yo no había notado nada, y Luis, después, confirmó que papá simplemente había mantenido una conversación educada con la invitada.

Aquella noche quedó grabada en mi memoria. Volvíamos del cumpleaños del amigo de papá, cuando la noche ya había tomado el control. Las estrellas, como chispas de plata, se dispersaban por el terciopelo negro del cielo. Papá, que siempre hacía bromas al volante, estaba mudísimo esa vez: los comprimidos le prohibían una gota de alcohol. Pero, como después descubrí, esa sobriedad obligada no le impidió, según mamá, mirar de reojo a alguna joven.

Almudena, deja de inventar respondió papá, cansado, al encender el motor. Es Irene, la conocimos en la universidad. Solo son viejos amigos.

Pero la madre no se callaba. Su rostro, iluminado por el tablero, parecía arder. Dos veces exigió que detuviéramos, salió a la cuneta y caminó por la carretera bordeada de pinos jóvenes. Cada vez papá la seguía, y sus siluetas se fundían en la oscuridad. En una ocasión los vi cara a cara, papá gesticulando como si defendiera un reino.

Mientras los adultos resolvían sus dramas, Luis y yo nos lanzamos a una guerra de huevos de Pascua. La abuela los había teñido con cáscara de cebolla, quedando de un dorado oscuro con vetas curiosas.

¡El mío es más duro! se jactó Luis cuando su huevo permanecía intacto. ¡Verás, aplastará a todos!

Cuando los padres volvieron, el coche se sumió en un silencio pesado. Condujimos cinco minutos sin decir palabra, solo el viento silbaba entre las puertas. Mamá se encogía en un bulto, y sus hombros temblaban.

¡No me vayas a romper la cabeza, cobaya! soltó de pronto, como si una represa se hubiera roto.

Y empezó la avalancha recordó a papá sus viajes de negocios, las tardes que se quedaba en el taller y hasta la mirada que le echó a la camarera de aquel café hace tres años. Palabras como odia, has arruinado mi vida, te vas a la casa de tu madre y el temible divorcio flotaban en el aire, como fragmentos de vidrio roto.

Papá, mayormente silencioso, lanzaba de vez en cuando un Cálmate o Exageras. En su faz quedó la típica mueca de cejas levantadas y labios apretados, la que siempre hacía arder a mamá.

De pronto el coche tiró, carraspeó y se quedó inmóvil. Papá giró la llave y solo escuchó un ruido áspero.

¡Maldita sea! golpeó el volante con la palma. ¡Esto es magnífico! ¡Qué maravilla!

Mamá se quedó muda al instante. Su ira dio paso a la preocupación.

¿Qué ocurre? preguntó, con un matiz de pánico en la voz.

No lo sé. El motor se apaga y no arranca.

Papá salió, abrió el capó. Me asomé por la ventanilla. Estábamos entre el último pueblecito y nuestra ciudad, cuyos faroles se asomaban a lo lejos, sobre una colina. A ambos lados de la carretera se alzaba un bosque de pinos jóvenes. Recordé que el otoño anterior habíamos recogido acebos allí, escondidos entre la hojarasca amarillenta, resbaladizos y perfumados a bosque.

Parece que el carburador está tapado dijo papá, volviendo al habitáculo. Necesitamos ayuda.

¡No me quedaré sola aquí! agarró a mi mano mamá. Está oscuro y da miedo.

Caminamos hacia el pueblo que se fundía con el barrio residencial. Papá llamó a la puerta de la primera casa con una luz encendida. Un hombre con chaqueta manchada de grasa abrió.

¿Ayuda, acaso? preguntó con voz ronca.

Mientras papá explicaba la situación, mamá divisó una iglesia iluminada a lo lejos.

Esperaremos allí dijo a papá. En la iglesia hay luz y no da tanto miedo.

Rara vez íbamos a misa. Mamá se consideraba creyente, pero solo rezaba en los momentos más duros. Papá, en cambio, era ateo y describía la religión como un vestigio del pasado.

Dentro de la iglesia reinaba una luz solemne. La gente ocupaba todo el espacio, se percibía el aroma del incienso y el de los pasteles recién horneados. En el coro cantaban voces agudas que parecían elevarse hasta el mismo domo. Mamá compró en la entrada tres delicadas velas de cera.

Pongamos las velas y recemos susurró. Pidamos que nos ayuden.

¿Cómo se reza? preguntó Luis.

Pídele de todo corazón respondió mamá, envolviéndose en un pañuelo blanco que llevaba al cuello.

Observé cómo mamá se acercaba a la gran icono de la Virgen y se quedaba en silencio, murmurando. Su rostro, iluminado por el parpadeo de las velas, parecía en paz; todo rastro de ira había desaparecido.

Yo también intenté rezar, pero no sabía por dónde empezar. ¿Pedir que el coche se arregle? Me sonaba demasiado trivial para Dios. Así que simplemente pedí en mi interior lo esencial: que mamá y papá volvieran a amarse, que nuestra casa fuese tranquila y luminosa.

Cuando abrí los ojos, Luis ya no estaba a mi lado.

Mamá, ¿dónde está Luis? pregunté.

Empezamos a buscarlo entre la multitud. Pasaron veinte minutos y la ansiedad crecía. Mamá ya estaba a punto de salir corriendo tras papá cuando, a la entrada, vimos una figura conocida. Era papá, y Luis corría entre sus brazos, con un puñado de bizcochos de la tienda de la iglesia.

¿Dónde lo encontraste? exclamó mamá.

Lo vi en la guantería, mirando los galletones sonrió papá. El coche ya funciona.

¿Cómo? replicó mamá, incrédula. Tú dijiste…

No lo sé, Almudena. respondió él con sinceridad. Volvimos con el vecino, él empezó a tirar de la cuerda, yo giré la llave y ¡arrancó como si nunca se hubiera roto!

Salimos de la iglesia. Nuestro Seat nueve estaba justo frente a la puerta, y del tubo de escape salía un ligero vapor.

Milagro de Pascua murmuró mamá, cruzando las manos.

El artista Rychkov N.A.

Regresamos a casa. En el interior olía a agujas de pino y a mecánica. Mamá miraba por la ventanilla los faroles que pasaban, y de pronto su mano se posó sobre la palanca de cambios. Papá la miró, y, casi indeciso, la cubrió con la suya.

Lo siento susurró.

Yo también respondió ella.

Papá llevó su mano a los labios y besó su palma. Así condujeron hasta la puerta, tomándose de la mano; cada vez que él cambiaba de marcha la soltaba un instante, para volver a agarrarla en la penumbra del habitáculo.

Luis dormía en el asiento trasero, y yo observaba por la ventana la carretera que se alejaba, pensando que, a veces, los milagros realmente ocurren, incluso en las noches más corrientes y con la gente más corriente.

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